En cuesti¨®n de segundos
Los mejores impulsos pueden fortalecerse gracias a la educaci¨®n. Pero los peores tambi¨¦n pueden cultivarse, y hasta despertarse en quienes carec¨ªan de ellos
Las noticias que llegan del pasado lejano son cada vez m¨¢s alarmantes. No es que las del presente sean m¨¢s alentadoras, pero siempre permiten el consuelo compensatorio de que hubo tiempos mejores. Yo leo las cr¨®nicas de Luis de Vega desde Jerusal¨¦n y Cisjordania, de Cristian Segura desde Ucrania o de Iker Seisdedos y Mar¨ªa Antonia S¨¢nchez-Vallejo desde Estados Unidos y me dan ganas de salir huyendo hacia una de aquellas islas en las que naufragaban providencialmente los h¨¦roes literarios de mi primera adolescencia. Pero cuando dejo las p¨¢ginas de Internacional me ocurre a veces que voy a dar en las informaciones sobre arqueolog¨ªa que escribe Vicente G. Olaya con un esmero pedag¨®gico de profesor de instituto, y en vez de encontrar en ellas el sosiego de la Antig¨¹edad lo que asaltan son las noticias de espantos y brutalidades de hace algunos miles de a?os, preservadas a unos metros o cent¨ªmetros por debajo de la tierra. Dec¨ªa Agatha Christie que la ventaja de estar casada con un arque¨®logo era que, cuanto m¨¢s vieja se hac¨ªa, mayor era el inter¨¦s de su marido hacia ella. A m¨ª los trabajos y los saberes de los arque¨®logos me seducen m¨¢s que los de los detectives del cine y la novela negra, quiz¨¢s porque indagan sobre uno de los misterios fundamentales de la vida, que es el de la desaparici¨®n de las cosas, lo que estaba por todas partes y de repente no est¨¢ y no vuelve a verse nunca ¡ªun anuncio, las cajas de cerillas de los restaurantes, el sonido del m¨®dem en los tel¨¦fonos fijos, una entrada de cine¡ª.
En sus cr¨®nicas de arqueolog¨ªa Vicente G. Olaya explica muy bien lo muy poco que casi siempre queda de la presencia humana al cabo de un par de miles de a?os, y tambi¨¦n lo raro y revelador de lo que s¨ª ha permanecido. Por lo que voy leyendo, una parte grande de los hallazgos arqueol¨®gicos tienen m¨¢s que ver con el crimen y la destrucci¨®n que con las tareas amables de la vida. Hace poco, Olaya escribi¨® sobre las ruinas de una ciudad llamada Uara o Vareia, en Navarra, habitada por pobladores aut¨®ctonos, que vivieron en ella hasta el a?o 76 a. C. La ciudad ten¨ªa calles de traza regular que se cruzaban en ¨¢ngulo recto, aceras de losas elevadas sobre el pavimiento. Las casas estaban s¨®lidamente construidas. Las calles principales ten¨ªan una anchura de cinco metros, y las transversales de dos y medio. Una ciudad hecha a conciencia, lo cual es indicio seguro de vida bien organizada, de variedad de oficios y empe?o colectivo.
En uno de esos cruces de calles tan bien dise?ados ocurri¨® una masacre. Sobre el pavimiento, tan s¨®lido que se ha mantenido hasta hoy, corrieron r¨ªos de sangre, y quedaron m¨¢s de una docena de cuerpos sin sepultar, algunos de mujeres y ni?os. Con lentitud quir¨²rgica, los arque¨®logos han exhumado los restos de 15 personas, todas ellas ejecutadas con extrema violencia, incluyendo un ni?o de unos dos a?os que fue decapitado. Hay golpes de espada aplastando los cr¨¢neos, brazos amputados. La cabeza del ni?o cay¨® a poca distancia del resto de su cuerpo. En el mismo nivel de excavaci¨®n hay espadas, pu?ales de hierro, proyectiles de honda fundidos en plomo, que fueron disparados muy de cerca. Tambi¨¦n hay cenizas y maderas carbonizadas. Soldados romanos completaron la matanza y luego arrasaron e incendiaron la ciudad.
Dos mil quinientos a?os antes, durante la Edad del Cobre, sucedi¨® otra de esas noticias remotas en las que se ha especializado Vicente G. Olaya. Ahora la imagen es la de una fortaleza erigida sobre un cerro, cerca de Almendralejo, en Badajoz. Tiene tres murallas conc¨¦ntricas, 25 bastiones o torres semicirculares, y est¨¢ rodeada por tres fosos sucesivos, de cuatro metros de anchura y dos de profundidad. Hay ruinas m¨¢s herm¨¦ticas a¨²n porque no dicen nada acerca de s¨ª mismas. En qu¨¦ clase de sociedad pudo concebirse y llevarse a cabo una construcci¨®n as¨ª; contra qu¨¦ clase de enemigos se consider¨® necesario erigirla. Ten¨ªa una sola puerta de acceso, en forma de pinzas de cangrejo. La fortaleza misma ser¨ªa como un gran cangrejo cicl¨®peo, erizado de saeteras, anclado sobre el cerro en una vigilancia insomne.
Cuatrocientos a?os despu¨¦s de su construcci¨®n, la fortaleza fue asaltada, incendiada, arrasada. Los atacantes son tan misteriosos como los defensores. Aparte de puntas de flechas de cobre y de bloques de piedra borrados en el paisaje, lo que queda al descubierto es lo que Erich Fromm llam¨® la anatom¨ªa de la destructividad humana: ej¨¦rcitos asirios derribando reinos gracias a la nueva tecnolog¨ªa militar de los carros tirados por caballos; ametralladoras segando multitudes humanas en los frentes de la I Guerra Mundial, igual que las hab¨ªan segado antes en las conquistas coloniales de ?frica; los tanques alemanes rompiendo la frontera de Polonia mientras la aviaci¨®n destruye las ciudades y aterroriza a la gente aplicando las lecciones aprendidas en la guerra civil espa?ola; las V1y las V2 sobre Londres; los hongos nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki; Ca¨ªn alzando sobre la cabeza desprevenida de su hermano una quijada de burro.
En una entrevista con el New York Times, Alexandra Bell, directora de una instituci¨®n llamada Bulletin of Atomic Scientist, explica que el Reloj del Fin del Mundo, instalado metaf¨®ricamente en su sede, ha avanzado un segundo en este ¨²ltimo a?o, lo cual nos sit¨²a a 89 segundos de la medianoche de la destrucci¨®n definitiva, el Doomsday de las traducciones al ingl¨¦s del Apocalipsis. La tarea puntillosa y macabra de los cient¨ªficos congregados en el Bulletin of Atomic Scientist es cuantificar los peligros existenciales que amenazan a la especie humana. En sus inicios, el c¨¢lculo se hac¨ªa teniendo en cuenta el riesgo de una guerra nuclear. Con los a?os se ha a?adido el del cambio clim¨¢tico, las amenazas biol¨®gicas, como pandemias, y las tecnolog¨ªas disruptivas, sobre todo la inteligencia artificial.
Como hombre ilustrado que era, aunque superviviente de otro apocalipsis, Erich Fromm sosten¨ªa que la destructividad humana no es una maldici¨®n gen¨¦tica, sino la consecuencia de coacciones sociales que malogran a las personas y hacen que broten en algunas de ellas propensiones horrendas. La creencia en el mal absoluto, como en el pecado original, responder¨ªa a un pesimismo reaccionario, una coartada para desacreditar cualquier empe?o de progreso social.
Observando la vida a mi alrededor y observ¨¢ndome a m¨ª mismo, leyendo peri¨®dicos y libros de historia y de divulgaci¨®n cient¨ªfica, he llegado a la cautelosa convicci¨®n de que la bondad es m¨¢s frecuente que la maldad, y que los impulsos mejores pueden cultivarse y fortalecerse gracias a la educaci¨®n, incluida la educaci¨®n en la sensibilidad y los sentimientos. Pero los impulsos peores tambi¨¦n pueden cultivarse, y hasta despertarse en quienes en principio carec¨ªan de ellos, y adem¨¢s la mente humana es peligrosamente propensa al error y al delirio, y a la violencia en entornos que la favorecen. La diferencia es que la bondad, la cooperaci¨®n mutua, la mejora de las cosas, act¨²an de manera lenta y gradual, y nunca dejan de ser fr¨¢giles, mientras que la destrucci¨®n es inmediata y tajante. Construir esa ciudad prerromana en Navarra, con sus calles bien medidas en ¨¢ngulo recto y sus aceras elevadas, exigir¨ªa muchos a?os y el trabajo de muchas personas. Exterminar a sus habitantes y destruirla a sangre fuego fue cuesti¨®n de horas. Donald Trump o Vlad¨ªmir Putin o Benjamin Netanyahu pueden no estar m¨¢s enloquecidos por el poder o la crueldad que un general romano capaz de ordenar una matanza de nativos inermes: la diferencia es que ellos tienen la potestad de destruir el mundo en los 33 minutos que seg¨²n el Bulletin of Atomic Scientist tarda un misil bal¨ªstico con cabeza nuclear en alcanzar cualquier punto de la Tierra.
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