Tan callando
Hablando, en vez de entenderse, lo que hace muchas veces la gente es envenenarse, injuriar a personas que no son culpables, o difundir embustes
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Hablando no se entiende la gente. Para comprobarlo basta con prestar algo de atenci¨®n a los debates, por llamarlos de alg¨²n modo, que hay en el Parlamento, o escuchar una de las arengas que los l¨ªderes de los partidos dan a sus feligreses los fines de semana, empleando las armas incendiarias, aunque limitadas, de una oratoria consagrada a enardecer y persuadir a los ya persuadidos, la mayor parte de los cuales muestran un entusiasmo que tal vez no ser¨ªa tan intenso si sus colocaciones y sus ingresos no dependieran tanto de la benevolencia selectiva del l¨ªder. Hablando a gritos y con crescendos de sarcasmo f¨¢cil y denostaci¨®n del adversario, cada vez m¨¢s el enemigo, lo que hace la gente es embriagarse de su propio sectarismo, y de los aplausos cautivos de sus subalternos, sin que en esas tiradas verbales se distinga una sola idea, sin que en el ruido de la artiller¨ªa ret¨®rica, de una chabacaner¨ªa deplorable, de una vulgaridad abismal, haya espacio para el menor intercambio de iniciativas capaces de aliviar los problemas que nos agobian y las amenazas que vienen aceleradamente hacia nosotros, todas las cuales exigir¨ªan un alto grado de conversaci¨®n verdadera y concordia.
Dec¨ªa Aza?a que si las personas hablaran solo de las cosas que saben y cuando tienen algo sustantivo que decir, por Espa?a se extender¨ªa un gran silencio muy beneficioso para trabajar. Hablando, en vez de entenderse, lo que hace muchas veces la gente es envenenarse, o injuriar a personas que no son culpables de nada, o difundir embustes que luego ya no se pueden corregir. Un delincuente y estafador al que un juez o fiscal ha dejado en libertad provisional, no se sabe si por simple generosidad de alma o para facilitarle que destruya pruebas de sus delitos, acusa p¨²blicamente a una persona honorable, ?ngel V¨ªctor Torres, el ministro de Pol¨ªtica Territorial, de encontrarse con prostitutas en pisos alquilados, y quien tiene que presentar documentos que acrediten la verdad de sus palabras no es el locuaz acusador, sino el calumniado. Ver a este hombre exhibiendo prolijos certificados de aerol¨ªneas para demostrar que estaba en un avi¨®n el mismo d¨ªa y a la misma hora en que se le acusaba de haberse encontrado en lo que antes se llamaba un picadero da una gran tristeza civil, sobre todo cuando se compara su expresi¨®n de dignidad herida con la cara de guasa y desverg¨¹enza de quien solo ha tenido que decir mentiras para ganarse la atenci¨®n de periodistas y pol¨ªticos con tan pocos escr¨²pulos como ¨¦l y de autoridades judiciales llenas de fe en su veracidad.
¡°El que sabe calla; el que habla no sabe¡±, dice un epigrama del Tao Te Ching. El que sabe calla no porque quiera ocultar a los dem¨¢s el secreto de su conocimiento, sino porque para llegar a saber algo con cierto rigor y profundidad hace falta mucho tiempo de reflexi¨®n y estudioso silencio. A nuestro alrededor vemos, escuchamos, leemos, a personas que no saben nada y a las que, sin embargo, no les entra la lengua en paladar, pero como hablan alto y con aplomo parece que saben mucho, sobre todo cuando tienen el privilegio masculino de esas voces de bajo que parecen indicios de gran sabidur¨ªa. Hablando no se entiende la gente porque muchas veces el que habla est¨¢ escuch¨¢ndose a s¨ª mismo, y el que tendr¨ªa que escuchar aguarda con impaciencia el momento en que el interlocutor haga una pausa de tomar aire para quitarle la palabra. Quiz¨¢s ese es el motivo del ¨¦xito de las notas de voz, que tienen la ventaja de que no hay peligro de interrupci¨®n para el que habla, ni esa molesta presencia verdadera del otro, que siempre es un incordio en estos tiempos de egocentrismo tecnol¨®gico.
Despu¨¦s de una temporada en la que por motivos profesionales me vi obligado a hablar con demasiada frecuencia, acab¨¦ tan fatigado que decid¨ª someterme a una cura de silencio. Un peligro de hablar en p¨²blico es que uno se acostumbra a ser escuchado sin interrupci¨®n y con un respeto en el que hay una parte inevitable de distancia jer¨¢rquica entre quien habla y el p¨²blico, distancia a la vez f¨ªsica y mental que no llegan a reducir las preguntas de un coloquio. No hay comunicaci¨®n verdadera que no sea igualitaria. Y la atenci¨®n de un auditorio favorable puede f¨¢cilmente halagar la vanidad y relajar la propia exigencia, la conciencia cr¨ªtica de uno mismo. Hay demagogos y populistas de la literatura igual que los hay de la pol¨ªtica, y, como hablar suele ser menos trabajoso que escribir, se corre el peligro de que los golpes ingeniosos y los chistes en voz alta premiados con risas excesivas acaben corrompiendo el estilo, y hasta la inteligencia.
Dice un poema de W.H. Auden: ¡°Las personas privadas en lugares p¨²blicos/ son m¨¢s amables y m¨¢s sabias/ que las personas p¨²blicas en lugares privados¡±. Sin la fatiga y la m¨¢scara de un escenario, la conversaci¨®n verdadera y gustosa en el ¨¢mbito de la intimidad de las personas m¨¢s cercanas cobra un valor terap¨¦utico. De pronto hablando s¨ª que nos entendemos, y la escucha atenta se corresponde con la confidencia y tambi¨¦n con la confesi¨®n, con el relato confiado y veraz de lo que se ha vivido. El zumbido de un charlista sabelotodo en la radio o de un intoxicador profesional de la pol¨ªtica suena como una inaceptable intromisi¨®n. Si no tenemos nada que decir o si hay cosas que es preferible callar para no hacer un da?o in¨²til, lo mejor es quedarse en silencio, como quien despeja el escritorio o la mesa del taller en preparaci¨®n de una tarea. Est¨¢ bien escuchar m¨²sica, a condici¨®n de que sea elegida y no forzosa, pero muchas veces puede ser preferible el silencio, que nunca est¨¢ vac¨ªo ni es un espacio en blanco. Se han hecho muchas burlas sobre aquella pieza de John Cage, 4¡ä 33¡ä', en la que el int¨¦rprete se sienta al piano y permanece inm¨®vil durante ese tiempo exacto, pero en ella hay una llamada de atenci¨®n: en el silencio del pianista y del p¨²blico se descubren todos los rumores posibles de los que de otro modo nadie habr¨ªa sido consciente, como cuando en los d¨ªas de la pandemia sal¨ªamos a la calle sin tr¨¢fico y nos llegaba el canto solitario de un gorri¨®n en un ¨¢rbol de la acera y el sonido de nuestros pasos, y el de nuestra respiraci¨®n oscura tras la mascarilla.
A veces uno necesita el silencio como necesita un asm¨¢tico un aire fresco y limpio que le inunde de los pulmones. Una ma?ana de este febrero soleado he viajado varias horas hacia el norte para sumergirme durante dos d¨ªas enteros en un retiro de silencio, en una casa mon¨¢stica pero no penitencial en una ladera que dominaba un valle atravesado por el fragor de un torrente, cerca del antiguo molino que aprovechaba la fuerza de esas aguas, y de una colina por la que un sendero alfombrado de musgo muy espeso ascend¨ªa hasta una ermita, en medio de un bosque de hayas y robles todav¨ªa con la desnudez del invierno, aunque en las praderas de hierba jugosa ya hab¨ªa estallado una policrom¨ªa de peque?as flores silvestres.
Del amanecer a la noche, durante esos dos d¨ªas, he vivido entre un grupo numeroso de personas que permanec¨ªan tan en silencio como yo, compartiendo tareas y comidas, sin decir nada, sin necesidad de decir nada, pero unidos en una comunidad en la que cada uno ten¨ªa una presencia tan singular como los ¨¢rboles del bosque. No ten¨ªamos que esforzarnos en improvisar conversaciones con el comensal de al lado. No nos hac¨ªa falta conocer opiniones o afinidades para sentir una fraternidad sin palabras. El ¨²ltimo d¨ªa, en la comida, termin¨® el voto de silencio. Ahora nos animaba la alegr¨ªa de esa vida en com¨²n que de golpe se llenaba de palabras, y de carcajadas y brindis, pero en esas palabras que dec¨ªamos estaba la conciencia cuidadosa de su valor y su peligro.
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