La crisis de la abdicaci¨®n
El camino que le queda al nuevo Rey, en este pa¨ªs envuelto en excesos de poder y pol¨ªticos corruptos, no ser¨¢ f¨¢cil
Los brit¨¢nicos llaman la ¡°crisis de la abdicaci¨®n¡± a la provocada en noviembre de 1936 por el deseo de Eduardo VIII de casarse con Wallis Simpson, una estadounidense que se hab¨ªa divorciado dos veces.
Fue una crisis, no hay duda, en un pa¨ªs ya acostumbrado a sucesiones reales poco traum¨¢ticas, resuelta de forma pac¨ªfica en menos de un mes, lejos ya de los tiempos de la ¡°Revoluci¨®n Gloriosa¡± de finales del siglo XVII. Pero nada que ver con las abdicaciones y derrocamientos que hab¨ªan ocurrido en las viejas monarqu¨ªas e imperios de Europa en las dos d¨¦cadas anteriores, cuando los cambios en el poder hab¨ªan ido acompa?ados de aut¨¦nticas crisis de todo el sistema, de revueltas populares y fiestas revolucionarias.
Al comenzar el siglo XX, Europa estaba dominada por vastos imperios territoriales, gobernados, excepto en el caso de Francia, por monarqu¨ªas hereditarias. La Gran Guerra de 1914-1918 destruy¨® los m¨¢s importantes del continente -el austroh¨²ngaro, el alem¨¢n y el turco-otomano-, por el camino se llev¨® al ruso y provoc¨® tambi¨¦n la conquista bolchevique del poder, el cambi¨® revolucionario m¨¢s s¨²bito y amenazante que conoci¨® la historia del siglo XX. Y con esas monarqu¨ªas desapareci¨® adem¨¢s un amplio ej¨¦rcito de oficiales, soldados, bur¨®cratas y terratenientes que las hab¨ªan sustentado. Por eso se vivi¨® como una ruptura traum¨¢tica con la pol¨ªtica dominante, con cortes generacionales, y como el derrumbe de la civilizaci¨®n liberal y burguesa.
Hasta las grandes revoluciones del siglo XVIII, los asuntos reales y la pol¨ªtica de las clases superiores pod¨ªan ser dirigidos sin la m¨¢s m¨ªnima consideraci¨®n al grueso de la poblaci¨®n sometida, excepto en circunstancias muy excepcionales de revueltas e insurrecciones que rara vez se extend¨ªan m¨¢s all¨¢ del ¨¢mbito local. Eso no significaba que la mayor¨ªa de la poblaci¨®n estuviera satisfecha sino, m¨¢s bien, que la relaci¨®n entre s¨²bditos y poder estaba convenida en t¨¦rminos orientados a mantener el descontento dentro de unos l¨ªmites aceptables. Las clases populares aceptaban su subordinaci¨®n, consideraban pr¨¢cticamente impensable una alteraci¨®n radical de las estructuras y valores sociales y reduc¨ªan sus manifestaciones de protesta a combatir, cuando las condiciones vigentes se hac¨ªan insoportables, a esos opresores con quienes ten¨ªan contacto inmediato.
Las revoluciones liberales, el desarrollo democr¨¢tico de los Estados constitucionales, con el gradual reconocimientos del sufragio universal, y la industrializaci¨®n cambiaron ese escenario. Desde ese momento, ¡°el pueblo¡± se convirti¨® en un factor constante en la construcci¨®n de las decisiones y de los acontecimientos pol¨ªticos. El ¡°pueblo¡±, las clases trabajadoras, con sus acciones colectivas y movilizaciones aparecieron en el escenario p¨²blico y pidieron, persistentemente, que no se les excluyera del sistema pol¨ªtico. La mayor¨ªa de los reyes y emperadores, antes del 1914, no supieron ni quisieron encauzar los intereses de esas clases sociales salidas de la industrializaci¨®n, la modernizaci¨®n y el crecimiento urbano. Lo ¨²ltimo que deseaban era dejar el trono. Y actuaban con una frivolidad y falta de responsabilidad bastante sorprendentes en pleno siglo XX, disfrutando de una vida privilegiada y exquisita, envuelta en el lujo de yates, grandes autom¨®viles, caza de corzos, amantes y carreras de caballos.
Alfonso XIII, que cay¨® un poco m¨¢s tarde, en abril de 1931, sigui¨® al pie de la letra ese camino. Y adem¨¢s intervino en pol¨ªtica, tratando de manejar a su gusto la divisi¨®n interna de liberales y conservadores, con facciones, clientelas y caciques enfrentados por el reparto del poder, y apoy¨® un golpe militar, convertido en dictadura, en el momento en que todo ese manejo ya no serv¨ªa. Cuando se march¨® de Espa?a, cre¨ªa que la Rep¨²blica ser¨ªa ¡°una tormenta que pasar¨¢ r¨¢pidamente¡±, como hab¨ªan pasado las que llevaron al exilio a Carlos IV y a su abuela Isabel II.
Las abdicaciones reales en Espa?a, como en muchos otros pa¨ªses del continente europeo, no fueron nada naturales y se resolvieron en medio de sonados conflictos y de luchas entre mon¨¢rquicos y republicanos. No es casualidad carente de significado que Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII murieran lejos de quienes fueron sus s¨²bditos. Sin contar con el todav¨ªa m¨¢s extraordinario caso de Amadeo de Saboya, que fue rey de Espa?a durante poco m¨¢s de dos a?os y renunci¨® al trono ¡°entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opini¨®n p¨²blica¡±.
Podr¨ªa pensarse que el abandono de Juan Carlos I es un asunto, por fin, natural, muy en la l¨ªnea de las cercanas abdicaciones de monarcas de pa¨ªses tan civilizados como B¨¦lgica u Holanda. Pero sabemos que se produce en medio de una crisis de la pol¨ªtica institucional, de esc¨¢ndalos en torno a la Casa Real, graves para la salud del sistema democr¨¢tico, y de falta de transparencia y de respuestas ante ellos, que han socavado la figura de Juan Carlos ante amplios sectores de la poblaci¨®n.
¡°La Monarqu¨ªa se hab¨ªa suicidado¡±, declar¨® Miguel Maura, el hijo del l¨ªder conservador Antonio Maura, cuando hizo balance de por qu¨¦ hab¨ªa ca¨ªdo Alfonso XIII. Y los espa?oles, escribi¨® Arturo Barea, ¡°hasta cohetes tiraron¡±, de alegres y esperanzados que estaban.
Juan Carlos ha elegido la abdicaci¨®n antes que el suicidio y el pueblo espa?ol no ha tirado a¨²n cohetes de alegr¨ªa. Pero el camino que le queda al nuevo Rey, en este pa¨ªs envuelto en excesos de poder y pol¨ªticos corruptos que saquean los recursos comunes, no ser¨¢ f¨¢cil. Hace apenas cinco a?os, nadie habr¨ªa pronosticado tanta dificultad y necesidad de regeneraci¨®n.
Juli¨¢n Casanova es catedr¨¢tico de Historia Contempor¨¢nea en la Universidad de Zaragoza.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.