Los poetas del Rey
Felipe VI mencion¨® en su discurso a cuatro literatos vinculados a la memoria republicana
Seg¨²n daba a entender socarronamente Juan de Mairena, heter¨®nimo y ¨¢lter ego literario de Antonio Machado, las afirmaciones de un discurso de la Corona se caracterizan por su evidencia bienintencionada; o, si se quiere, por su previsibilidad. Todo lo que se dice en tales discursos o es obvio (la obviedad los protege contra la disensi¨®n: lo evidente no se discute) o aparece como si lo fuera, cargado de una poderosa gravidez simb¨®lica. El discurso de Felipe VI ante las Cortes Generales ha citado a cuatro poetas que forman una encrucijada, en cuanto que su sentido central y compartido es el n¨²cleo de ese encuentro. ?Qu¨¦ tienen en com¨²n Antonio Machado, Salvador Espriu, Gabriel Aresti y Rodr¨ªguez Castelao? M¨¢s precisamente: ?qu¨¦ comparten estos cuatro escritores que los singulariza respecto a la historia cultural m¨¢s oficial o epid¨¦rmica?
Es notorio que todos ellos pertenecen a la otra Espa?a, o a la Espa?a otra, porque la Espa?a una se hab¨ªa apoderado del solar com¨²n. Los trae a colaci¨®n un rey, aunque (o porque) est¨¢n vinculados a una memoria republicana. Algunos, como Castelao, incluso tuvieron parte activa en la gobernaci¨®n de la Rep¨²blica o de lo que qued¨® de ella (antes y despu¨¦s de 1939). Si bien no coet¨¢neos en sentido riguroso, s¨ª son contempor¨¢neos. Antonio Machado, el mayor de todos, naci¨® en 1875, con la Restauraci¨®n borb¨®nica, y muri¨® en 1939 en Collioure, pueblecito de la frontera francesa donde los desenga?os, la enfermedad y una precoz vejez lo hicieron encallar cuando sal¨ªa hacia un exilio que se convertir¨ªa en punto de t¨¦rmino. Gabriel Aresti, el m¨¢s joven, naci¨® en 1933 en Bilbao, y fue uno de esos ni?os de la guerra cuya batalla m¨¢s importante la constituy¨® no un hecho de armas, sino lo que vino despu¨¦s: la ¡°longa noite de pedra¡± de la posguerra, por decirlo con palabras de Celso Emilio Ferreiro.
Aresti muri¨® joven, diez a?os antes que Salvador Espriu, y aunque por su edad no tuvo que vivir las mismas desventuras que sus compa?eros de cita (Machado y Castelao murieron en el destierro, el catal¨¢n Espriu vivi¨® y muri¨® en una suerte de exilio interior, haciendo patria dentro de la patria), a ¨¦l le toc¨®, como a Espriu y a Castelao, levantar una obra personal, testimonio de un alma, en una lengua m¨¢s prohibida que preterida. En esa encrucijada a la que me he referido se cortan los idiomas de la vieja casa ib¨¦rica; pero tambi¨¦n la continuidad de unas culturas territoriales que tantas veces han vivido de espaldas y que, en la obra de escritores como los referidos, forman una trenza de influencias y enriquecimientos rec¨ªprocos.
A Castelao, como a Vicente Risco y los escritores del grupo N¨®s, se le debe la conformaci¨®n de un galleguismo cultural que hab¨ªa tenido una dilatada presencia en el mundo hisp¨¢nico antes del exilio de 1939. T¨¦ngase en cuenta que Buenos Aires, por ejemplo, era en los a?os veinte una ciudad tan gallega en t¨¦rminos cuantitativos como Orense, adem¨¢s de ser ¡°a cidade m¨¢is ecum¨¦nicamente culta de fala castel¨¢n¡±, en palabras de Eduardo Blanco-Amor, uno de los disc¨ªpulos de Risco. Pero fue en la posguerra donde sostuvo el pulso de una cultura bajo m¨ªnimos, con obras que trascienden su propia entidad literaria, como Sempre en Galiza. La Galicia que Castelao erige desde Nueva York o desde Buenos Aires no tiene mucho que ver con la Castilla que el sevillano Machado erigi¨® desde Soria, Baeza o Madrid; pero una y otra coinciden en el hecho de ser una proyecci¨®n, a horcajadas entre el paneg¨ªrico y la eleg¨ªa, de los afanes y de las heridas de sus creadores.
Gabriel Aresti articula, por su parte, un universo simb¨®lico de la cultura vasca, en tiempos en que los estertores existenciales y los afanes socialrealistas asfixiaron a muchos versificadores, convertidos en emisores de ripios dogm¨¢ticos tan sobrados de doctrina como faltos de verdadera poes¨ªa. Pero no todos eran como el ¡°hombre al uso que sabe su doctrina¡± (A. Machado), pues hubo poetas de verdad, como los bilba¨ªnos Blas de Otero y Aresti, que escribieran sendas epopeyas interiores, o cantos l¨ªricos de entonaci¨®n coral, en que lo personal no se opone a lo colectivo, sino que lo ejemplifica y concreta. Otero lo hizo en castellano: as¨ª se titula uno de sus libros inicialmente publicado en franc¨¦s (bajo el r¨®tulo de Parler clair; la censura no consent¨ªa que se hablara ¡°en castellano¡±); Aresti lo hizo en el vasco que aprendi¨® para reconocerse. Aresti, adem¨¢s, es un poeta que, como el Miguel Hern¨¢ndez de los mazos, hoces, martillos o herrer¨ªas, compone un imaginario de un impresionante poder¨ªo s¨ªgnico (que los socialrealistas aprendieron en el cubofuturismo de la revoluci¨®n sovi¨¦tica).
Frente a ellos, pero tambi¨¦n junto a ellos, el catal¨¢n (de Santa Coloma de Farners) Salvador Espriu es el m¨¢s herm¨¦tico, el m¨¢s enjuto y recortado de todos; pero su precisi¨®n denotativa y su capacidad de irradiaci¨®n simb¨®lica hacen de ¨¦l un poeta mit¨®geno, de esos poetas mayores que generan historias que, como las b¨ªblicas o las de la mitolog¨ªa cretense, parecen haber existido desde siempre y pueden radicarse en todos los lugares: la historia de la torturada Sefarad, madrastra y madre al mismo tiempo; la de la piel de toro (La pell de brau).
Puede, en fin, que los escritores del nuevo Rey no sean exactamente escritores obvios, como parece requerirlo un discurso de la Corona y sobreentenderlo Juan de Mairena; pero est¨¢n, en su presentaci¨®n conjunta, cargados de sentido. Quien los ha citado no pretende despojarlos del significado que tuvo su protesta, su desolaci¨®n, su furia o su melancol¨ªa; pero s¨ª quiere, o eso he entendido yo, incorporarlos a una Espa?a que no puede renunciar a ellos.
?ngel L. Prieto de Paula es catedr¨¢tico de literatura de la Universidad de Alicante
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