Las azoteas de Beirut como nuevo refugio
Acostumbrados a los subsuelos en tiempos de guerra, los libaneses invaden los terrados durante la pandemia
Las azoteas en mi barrio de Beirut cobran vida, a pesar de que las alturas nunca fueron un lugar predilecto para los libaneses. Alguna soleada ma?ana se pod¨ªa ver a alg¨²n trabajador arreglar las omnipresentes antenas parab¨®licas, los generadores el¨¦ctricos o parchear alguna fuga de los tanques de agua que pueblan los tejados. Porque en este pa¨ªs, en tiempos de pandemia o prepandemia, los grifos nunca escupen agua potable y los interruptores no suelen ser una llave directa al preciado chorro de amperios....
Las azoteas en mi barrio de Beirut cobran vida, a pesar de que las alturas nunca fueron un lugar predilecto para los libaneses. Alguna soleada ma?ana se pod¨ªa ver a alg¨²n trabajador arreglar las omnipresentes antenas parab¨®licas, los generadores el¨¦ctricos o parchear alguna fuga de los tanques de agua que pueblan los tejados. Porque en este pa¨ªs, en tiempos de pandemia o prepandemia, los grifos nunca escupen agua potable y los interruptores no suelen ser una llave directa al preciado chorro de amperios.
En L¨ªbano estamos confinados desde el 15 de marzo (unos 4,5 millones de nacionales, 1,5 de refugiados sirios, 300.000 de palestinos y unas 250.000 trabajadoras dom¨¦sticas extranjeras, a parte del pu?ado de miles de for¨¢neos). La crisis sanitaria ha hecho revivir a la poblaci¨®n libanesa los tiempos de guerra civil (1975-1990). O eso me dicen los vecinos en el ascensor y los amigos al tel¨¦fono. Rememoran aquel estado de ansiedad compartido, cuentan, m¨¢s pesado si cabe para un pueblo mediterr¨¢neo amante de la calle y las largas pausas para el caf¨¦, donde los saludos se convierten en interminables diatribas. Los rastros de bala y mortero a¨²n tat¨²an las fachadas.
En una sociedad patriarcal, los hombres act¨²an como los reyes de las aceras y los caf¨¦s; mientras que ellas son las reinas de intramuros. Replegados por el confinamiento, ahora sus maridos e hijos han invadido su espacio. Tal vez por eso mi vecina de la azotea de tres edificios m¨¢s all¨¢ ha decidido deshacerse de la chatarra que inundaba su terrado durante m¨¢s de ocho a?os para plantar menta, albahaca y perejil. Cada d¨ªa sube a regar un techo que muta del gris oscuro al verde amaz¨®nico.
En una azotea algo m¨¢s hacia el este, he descubierto lo que he bautizado como el tejado de la anarqu¨ªa. Un reino donde los ni?os disfrutan de plena libertad hasta para hacer partidos de f¨²tbol en el piso n¨²mero 10 o jugar al teje pintando el suelo con tizas. Nadie lleva guantes ni mascarillas. Los padres fuman nargiles (pipas de agua) y debaten sobre Al¨¢ sabe qu¨¦ hasta bien entrada la madrugada. A veces hacen barbacoas y me llega el olor de la suculenta carne especiada.
Puede que abunden las similitudes con los tiempos de guerra como dicen, pero la pandemia tiene sus propios par¨¢metros. Durante los ataques a¨¦reos el subsuelo es el rinc¨®n m¨¢s concurrido y preciado para conservar la vida. Lo tienen fresco en la memoria los libaneses que en julio de 2006 vivieron 33 d¨ªas de bombardeos israel¨ªes en la guerra contra la milicia libanesa Hezbol¨¢.
Aun recuerdo en 2008, cuando llegu¨¦ a L¨ªbano, a ese agente inmobiliario cuyo broche final de cada visita a un potencial piso de alquiler conclu¨ªa con un paseo por el refugio subterr¨¢neo. ¡°Et voila, en caso de bombardeo hay un b¨²nker¡±, dec¨ªa el hombre embutido en su traje, casi con orgullo, convencido de que el polvoriento zulo justificaba un extra de comisi¨®n.
En ¨¦poca de guerra, la muerte suele acechar en los tejados. En las de pandemia, se camufla en el cruce de una acera, en el contacto en la cola de la panader¨ªa, siempre a ras de suelo. El miedo al virus ha revalorizado las alturas y generado un inusual ajetreo en los tejados que ofrece una ¨ªntima y otrora inaccesible radiograf¨ªa del barrio y sus gentes. Algunas de entre las vecinas m¨¢s j¨®venes, desterradas de gimnasios y playas, han decidido hacer ejercicio en las azoteas y tomar el sol, en bikini. Algo que ha supuesto una inteligente y r¨¢pida conquista de las alturas de la ciudad a cambio de ese terreno cedido a los hombres en el interior de los hogares. Ning¨²n hombre osar¨¢ traspasar su intimidad en los tejados.
Subir a la azotea supone una nueva experiencia sensorial en esta coyuntura dist¨®pica. Desde lo alto se puede por fin o¨ªr el silencio. La banda sonora hasta hace un mes era monopolio de los taladros de las siempre inacabadas obras y los taxistas, compulsivos del claxon. En el silencio de la ma?ana a¨²n rechinan los generadores y las bombas de agua, pero se abre paso tambi¨¦n el canto de unos p¨¢jaros que vuelven a poblar el cielo. La voz de los muecines se antoja m¨¢s l¨ªmpida sin la contaminaci¨®n ac¨²stica y compite con el repiquetear de las campanas de la iglesia que linda con mi edificio en este barrio musulm¨¢n del West Beirut.
Como periodista, y motorizada, a¨²n tengo el privilegio no solo de poder eludir los toques de queda y las restricciones de circulaci¨®n sino tambi¨¦n los riesgos de ser contagiada al subirme a un manoseado service ¡ªtaxi colectivo¡ª a falta de transporte p¨²blico. Pero cuando bajo a la calle percibo esa olla a presi¨®n, silenciosa, a punto de estallar conforme la crisis econ¨®mica y la hambruna le ganan la partida al miedo al virus con renovadas y m¨¢s violentas protestas, aunque sea en unas calles desinfectadas.
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