La noche que dispararon a J. R.
Apenas recuerdo nada del cap¨ªtulo, solo la devoci¨®n de la parroquia femenina y la aparente distancia con la que no perd¨ªan ripio los hombres; alg¨²n chiste soez a costa de Pamela y los disparos que se celebraron como un gol en el descuento
A principios de los ochenta a mi abuelo le dio ¡°algo¡±. Antes no se hablaba de ictus o aneurismas, te daba ¡°algo¡±, un mal abstracto que te jod¨ªa la vida en mayor o menor grado. A pesar de su lucha por mantener la independencia, mi madre se lo trajo a nuestra casa, un piso de dos habitaciones en una barriada minera asturiana a 400 kil¨®metros de su adorada aldea gallega. Para alguien cuya idea de la felicidad era beber vino caliente, bailar abrazado a s¨ª mismo y lanzar besos al aire ¡ªnunca he dudado sobre a qu¨¦ persona de la familia es a la que m¨¢s me parezco¡ª, verse bajo el yugo de una hija que le racionaba los Ducados y el tintorro era, seg¨²n dec¨ªa, casi peor que la muerte. No tard¨¦ en ser consciente de que iba a ser la principal damnificada por aquel movimiento. Pas¨¦ a dormir en el sal¨®n y aunque me hice la m¨¢rtir durante meses, estaba radiante, aquella situaci¨®n in¨¦dita me permit¨ªa disfrutar ilimitadamente de la televisi¨®n, mi mayor pasi¨®n. Sobra decir que el sal¨®n no se convirti¨® en una habitaci¨®n propiamente dicha y que nadie m¨¢s modific¨® sus h¨¢bitos. A una hora indeterminada se abr¨ªa el sof¨¢ cama, pero la televisi¨®n no se apagaba, mi madre tan solo bajaba el volumen y me ordenaba dormir como si fuese ella Tony Kamo. As¨ª aprend¨ª a mirar con los ojos cerrados y as¨ª vi sin ver una mir¨ªada de contenido ¡°inapropiado¡±: Los gozos y las sombras, Avenida del Parque 79, Capitanes y reyes o Retorno a Brideshead ¡ªqu¨¦ enamorada estaba de Diana Quick, o de Julia Flyte, por entonces actores y personajes me parec¨ªan lo mismo¡ª.
De todas las series que, m¨¢s que ver, intu¨ªa, ninguna me gustaba m¨¢s que Dallas. Estaba obsesionada con los Ewing, el rancho Southfork, los sombreros de cowboy y las mansiones blancas, el summum del lujo para alguien que viv¨ªa en un bajo de sesenta metros cuadrados con vistas a otro bajo. Era una pasi¨®n compartida, desde el cabo de Gata hasta Finisterre, Espa?a hab¨ªa sucumbido a la belleza bobina de Bobby y Pamela, la et¨ªlica Sue Ellen ¡ªla verdadera hero¨ªna¡ª y la desacomplejada maldad de J. R. Millones de espectadores se rindieron a las vidas exageradas de aquellos multimillonarios que a pesar de su opulencia vest¨ªan como granjeros. No fue hasta que Dinast¨ªa y Alexis Morell Carrington Colby Dexter Rowan renovaron el canon del rico televisivo, con sus desayunos a base de caviar y su opulento guardarropa, cuando empezamos a sentir envidia real por los adinerados: si hay que sufrir, que sea bebiendo champ¨¢n en el jacuzzi. Medio mundo estaba encandilado con Dallas, aquella serie que, seg¨²n su creador, David Jacobs, naci¨® inspirada por Secretos de un matrimonio de Ingmar Bergman. Cosas leer¨¦is. Qu¨¦ feliz era yo siendo la ni?a m¨¢s ojerosa del colegio por culpa de los dramas entre los Ewing y los Barnes. Una dicha que siempre cercenaba el maldito verano, el ¨²nico momento en que la televisi¨®n perd¨ªa protagonismo para todos, excepto para m¨ª.
Lo peor llegaba en agosto, cuando como tantas familias asturianas nos ¨ªbamos a alg¨²n pueblo de Le¨®n ¡°a secar¡±. Mis excitantes d¨ªas de televisi¨®n y rosas eran sustituidos por una vida anodina de hostal y piscina municipal, de madres con estrafalarios gorros de goma nadando con la cabeza erguida para que no se arruinase la permanente y padres que sustitu¨ªan el tergal por los Wrangler y los revolucionarios ¡°mil rayas¡±. Los m¨¢s modernos incluso sucumb¨ªan a ba?adores que por la noche secaban en el balc¨®n. Todos los d¨ªas eran iguales y solo mejoraban cuando, para paliar mi melancol¨ªa ante aquella televisi¨®n del bar sempiternamente apagada, me aflojaban algunas monedas a dividir entre los ColaJets y el Mars Invaders. Toma 20 duros y deja ya de joder con la televisi¨®n, ni?a. La idea de no ver la conclusi¨®n de la serie de mis desvelos me tuvo moh¨ªna todo el verano de 1982, pero era inevitable: TVE hab¨ªa programado el fin de temporada de Dallas, su serie estrella, el 17 de agosto, algo inconcebible hoy cuando el verano se nutre de reposiciones y menudencias.
Tan triste como resignada, ese martes segu¨ª la rutina de piscina y pel¨ªcula. Aquel d¨ªa pusieron Orca, la ballena asesina, que no era tolerada, pero los cines al aire libre eran una tierra sin ley: all¨ª lo mismo dabas el primer beso que fumabas tu primer Winston ¡°de importaci¨®n¡± o con 10 a?os contemplabas a un cet¨¢ceo odontoceto devorar a una ba?ista distra¨ªda. Mientras arrastraba las cangrejeras de vuelta al hostal percib¨ª algo diferente, un bullicio impropio de un d¨ªa laborable. Al acercarme vi la televisi¨®n en la terraza y las sillas de pl¨¢stico dispuestas frente a ella; la televisi¨®n siendo cine, mi idea de la felicidad. Viv¨ªa tan desconectada de los adultos que ni pod¨ªa imaginar que compart¨ªamos la misma emoci¨®n ante lo que iba a pasar aquella noche. Tras el final de 300 Millones se hizo un silencio para honrar la sinton¨ªa de Jerrold Immel y la ic¨®nica cabecera de Dallas ¡ªhay pocas ocasiones en las que se pueda usar la palabra ic¨®nica con precisi¨®n y esta es una de ellas¡ª, con su ¡°in alphabetical order¡± y sus planos a¨¦reos de vacas y pozos de petr¨®leo (aunque en Dallas no hay vacas ni pozos de petr¨®leo, pero eso lo supieron despu¨¦s de elegir el nombre de la serie; solo la historia de la televisi¨®n es mejor que la propia televisi¨®n).
En las mesas, Larios con t¨®nica para ellos y, para ellas, botellitas de Benjam¨ªn y caf¨¦ irland¨¦s. Las mujeres estaban condenadas al alcohol disimulado aunque a buen seguro hubiesen querido emular a la heroica Sue Ellen ech¨¢ndose un buen copazo al gaznate, pero el qu¨¦ dir¨¢n no descansaba ni en est¨ªo. Durante una hora viv¨ª una emoci¨®n inaudita, m¨¢s por c¨®mo estaba pasando que por lo que pasaba. Como hab¨ªa hecho Supertele con su ¡°el domingo se muere Chanquete¡±, los peri¨®dicos ya hab¨ªan destripado el final. EL PA?S lo llevaba aquel d¨ªa en su secci¨®n de televisi¨®n: ¡°Hoy finaliza la primera parte de la serie Dallas con su principal protagonista, J. R., herido de muerte con dos tiros en el cuerpo. En Estados Unidos este desenlace caus¨® conmoci¨®n porque los telespectadores lo ignoraban¡±. D¨ªganme que han le¨ªdo alguna vez un spoiler con m¨¢s mala fe. Fue peor, por culpa de Henry Kissinger que se lo hab¨ªa contado a unos periodistas en Alemania, sab¨ªamos que la asesina era Mary Crosby ¡ªKristen Shepard, cu?ada de J. R., amante despechada y embarazada¡ª. Ese Kissinger, s¨ª, el ex secretario de Estado, a ese nivel llegaba Dallas, y m¨¢s arriba, hasta la reina madre le pidi¨® a Larry Hagman que le contase qui¨¦n le hab¨ªa disparado, pero no dijo ni m¨², le daba m¨¢s miedo la ira de los productores que acabar en la Torre de Londres.
A pesar de aquel ¨¦xito disparatado de la ficci¨®n de la CBS, nunca se la incluye en la edad de oro de la televisi¨®n, ni en la de plata, bronce o chocolate, pero jam¨¢s he vuelto a vivir una emoci¨®n as¨ª ante un evento no deportivo. Apenas recuerdo nada del cap¨ªtulo, s¨ª guardo en la memoria la devoci¨®n de la parroquia femenina y la aparente distancia con la que no perd¨ªan ripio los hombres; alg¨²n chiste soez a costa de Pamela ¡ªsu nombre daba rienda suelta al humor sofisticado que nos gustaba¡ª, y los disparos que se celebraron como un gol en el descuento. Mientras la televisi¨®n que ya solo miraba yo, feliz de no fingirme dormida, emit¨ªa la ¨²ltima edici¨®n del informativo, las mesas se llenaron de corrillos improvisados en los que solo se hablaba del destino del diab¨®lico J. R.; en la barra, mi abuelo, tal vez el ¨²nico adulto al que le importaban un pito los Ewing, bailaba abrazado a s¨ª mismo y lanzaba besos al aire porque la alegr¨ªa colectiva embriaga m¨¢s que el vino caliente. Podr¨¦ olvidar muchas noches de verano, pero nunca aquella.
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