La masacre de Santa Marta
Cincuenta gatos, beb¨¦s en su mayor¨ªa, murieron por el fuego que alg¨²n poseso decidi¨® prenderles hasta calcinarlos
Imag¨ªnense a decenas de gatos, beb¨¦s en su mayor¨ªa, gritando de p¨¢nico y dolor por las llamas que queman sus cuerpos. Cincuenta criaturas que, tras el desamor del abandono, arden y se consumen por el fuego que alg¨²n poseso decidi¨® prenderles hasta calcinarlos. Animales, peque?os y fr¨¢giles, envueltos en candela avivada por las cajas de cart¨®n, los trapos y los palos de madera que ser¨ªan su cambuche en pleno coraz¨®n ¨Cque iron¨ªa¨C de una ciudad.
Esto ocurri¨® hace un par de d¨ªas en Santa Marta, distrito tur¨ªstico, cultural e hist¨®rico de Colombia, donde a los animales los abandonan a diario, los envenenan, los aplastan y ahora los queman. Cualquiera que haya ido a esa ciudad habr¨¢ visto gatos deambular con la piel sangrante, las costillas marcadas, los ojos cubiertos con costras y una tristeza en la mirada que le rompe al alma a quien tenga. Y aunque miles de ellos han sido socorridos por fundaciones y rescatistas, que tambi¨¦n han hecho miles de esterilizaciones, cada vez pareciera haber m¨¢s. No por obra y gracia de una naturaleza ingrata, sino por el desgobierno y la indolencia que, hace tiempo, campea en la ciudad.
Pero no es mi inter¨¦s ense?arme con Santa Marta que, aunque se destaca por su apat¨ªa al sufrimiento de los animales, no es exclusiva en el trato miserable a ellos. En otros municipios del pa¨ªs los ahogan, los machetean, los tiran a la basura, los arrojan a r¨ªos entre bolsas y, al final, la agon¨ªa y la muerte les llegan, por ahogamiento o por incineraci¨®n. Tampoco pretendo especular sobre la salud mental de los colombianos que odian a los animales y seguramente a la vida, pues son pocos y quiz¨¢s est¨¢n enfermos o perdieron el alma en alguna borrachera: han de ser unos pobres desgraciados.
En cambio, se?alo la culpa de los gobernantes que, pudiendo y debiendo hacer, no hacen; que se roban todo, hasta la esperanza; que gobiernan con indolencia y desd¨¦n; que van tras lo suyo, insaciables, desoyendo a quienes les exigen que, como estado, atiendan a quienes m¨¢s lo necesitan, cualquiera sea el cuerpo vivo y sufriente que encarne la necesidad. Esos gobernantes que siempre est¨¢n buscando excusas para no atender a los animales, pero que ante la m¨¢s m¨ªnima oportunidad sacan el bol¨ªgrafo para firmar contratos en los que una cirug¨ªa de esterilizaci¨®n vale cuatro veces m¨¢s de lo que cuesta en realidad. Malditos. Ladrones. Y nosotros tontos, que seguimos votando por c¨ªnicos y pusil¨¢nimes.
Pero la masacre de Santa Marta deja dos cosas positivas, que ojal¨¢ persistan. Primera, evidencia la imperiosa necesidad de desarrollar una gran pol¨ªtica nacional de protecci¨®n animal que permita salvaguardar la vida, el bienestar y la dignidad de los m¨¢s de tres millones de gatos y perros que sufren en las calles y est¨¢n expuestos a locos incendiarios, as¨ª como las de los dem¨¢s animales, dom¨¦sticos y silvestres, de quienes menos hablamos. Segunda, la certeza de que Colombia est¨¢ llena de gente sensible y compasiva que hoy no teme ni se averg¨¹enza de alzar la voz para manifestar su dolor e indignaci¨®n por la violencia contra los animales. Esa gente buena, que se cuenta por millones, debe apagar el fuego y sanar, con su amor, las pieles quemadas; dejarles claro a los malos que no permitir¨¢n que calcinen la vida.
Andrea Padilla Villarraga es senadora y activista por los derechos de los animales
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