Las nuevas democracias de los extra?os
Ahora la extra?eza le ha tocado a Argentina, un pa¨ªs que nunca ha sido lo que es Milei; y yo espero, por el bien de Am¨¦rica Latina, que se reencuentre a s¨ª mismo
Hace un par de semanas, Mart¨ªn Caparr¨®s puso en palabras l¨²cidas una realidad misteriosa. Record¨® los momentos previos al plebiscito colombiano de 2016, cuando toda la gente con la que hablaba parec¨ªa tener la misma opini¨®n: todos apoyaban los acuerdos con las FARC, todos votar¨ªan por el S¨ª, la victoria del S¨ª estaba asegurada. Pero avanz¨® la tarde del d¨ªa del voto y los resultados fueron saliendo, y lentamente se fue asentando entre nosotros la revelaci¨®n de la derrota. ¡°Recuerdo sobre todo¡±, escribe Caparr¨®s, ¡°la desaz¨®n de los que descubr¨ªan que su pa¨ªs no era lo que pensaban, que entend¨ªan que hab¨ªan vivido equivocados. Algo as¨ª sucede muy cada tanto, y es brutal: ese momento en que los tuyos te demuestran que no son lo que siempre hab¨ªas cre¨ªdo. Que vos mismo, de alg¨²n modo, no eras lo que cre¨ªas¡±. Y a?ade: ¡°Me est¨¢ pasando ahora, con perd¨®n, con la Argentina¡±.
Me ha parecido por lo menos curioso encontrarme la misma emoci¨®n sin nombre en la ¨²ltima columna de Leila Guerriero, que es argentina como Caparr¨®s y comparte con Caparr¨®s m¨¢s de una convicci¨®n pol¨ªtica. Habla Guerriero de la ¡°sensaci¨®n de extra?eza¡± que sinti¨® al regresar a la Argentina despu¨¦s de un viaje. ¡°?Qui¨¦nes eran las personas que lo hab¨ªan votado, dispuestas a seguir a un candidato que propone arrasar con buena parte de los derechos adquiridos como remedio para nuestros males, que son muchos? Esa extra?eza, que pens¨¦ que iba a atemperarse como se atempera el efecto de una pesadilla, no se ha ido. Camino entre la gente pensando: ¡®Ese hombre lo vot¨®, aquella mujer tambi¨¦n¡¯, con una alarmante sensaci¨®n de estar amenazada por los que, se supone, son los m¨ªos¡±. Caminar entre extra?os, se titula su bella columna. Vuelvo a leerla: vuelvo a leer ¡°sensaci¨®n de extra?eza¡±, y vuelvo a la columna de Caparr¨®s: ¡°Lo m¨¢s duro no es ¨¦l¡±, dice Caparr¨®s refiri¨¦ndose a Milei: ¡°es esa extra?eza de ser parte de un pa¨ªs en el que un tercio ¨Do incluso la mitad¨D de las personas est¨¢n dispuestas a entregarle el mando a un desquiciado¡±.
La misma extra?eza, me atrevo a decir, nos agobi¨® a los colombianos que apoy¨¢bamos el acuerdo de 2016. Por esos d¨ªas escuch¨¦ la misma opini¨®n en boca de gente muy diversa: era imposible que los acuerdos fueran derrotados. La confianza, al parecer, se traslad¨® al Gobierno. Yo no la compart¨ª nunca, no s¨®lo por mi terco pesimismo, sino porque todos los d¨ªas me topaba con personas que iban a rechazar los acuerdos, algunas por convicci¨®n y dolor (y uno no es nadie para decirles a los dem¨¢s c¨®mo lidiar con sus p¨¦rdidas), pero muchas otras por ignorancia, desconocimiento, enga?o o inocencia; y por eso me dediqu¨¦ en los ¨²ltimos meses, antes del plebiscito, a defender los acuerdos en mis columnas, pero sobre todo a reflexionar en ellas sobre lo que ve¨ªa: el ¨¦xito que ten¨ªan entre la gente las mentiras y las distorsiones de la campa?a por el No, la credulidad y la infinita docilidad con la que personas m¨¢s o menos educadas se tragaban enteras las falsedades m¨¢s disparatadas y las calumnias m¨¢s absurdas. Vivir en Colombia era confirmar, d¨ªa tras d¨ªa, que no hay mentira tan descabellada que no pueda ser cre¨ªda, si creerla satisface nuestros prejuicios, nuestra desconfianza o nuestros odios. Y moverse por la vida era mirar con extra?eza a todos los que las hab¨ªan cre¨ªdo: ?c¨®mo era eso posible?
No s¨¦ cu¨¢ntas veces he hablado de esto con los norteamericanos a los que la victoria de Trump tom¨® por sorpresa. Al d¨ªa siguiente de las elecciones se despertaron en un pa¨ªs irreconocible, compuesto por latinos que votaron por un hombre que llam¨® violadores a los mexicanos, por mujeres que votaron por un acosador sexual confeso (y orgulloso), por dem¨®cratas convencidos que votaron por quien no estaba dispuesto a reconocer una derrota electoral, por amantes de la verdad que votaron por un mentiroso irredento y compulsivo, por religiosos fan¨¢ticos que dieron su voto a un hombre cuya biograf¨ªa representaba todo lo que aborrec¨ªan. ?Qui¨¦nes eran los otros?, se preguntaron los norteamericanos que no eligieron a Trump. ?En qu¨¦ pa¨ªs vivimos? Una respuesta, una entre miles fue: no sabemos qui¨¦nes son los otros porque no sabemos c¨®mo viven, cu¨¢les son sus agravios, qu¨¦ frustraciones guardan.
No hay una sola respuesta que ilumine la extra?eza de la que hablan Caparr¨®s y Guerriero, pero no me cabe duda de que ninguna respuesta puede dejar de lado el fen¨®meno, mucho m¨¢s complejo y todav¨ªa desconocido de lo que creemos, de las redes sociales. No soy el primero en se?alar la manera intangible, pero muy real, en que las redes sociales han desmantelado nuestra realidad com¨²n, o han creado realidades individuales para cada uno de nosotros: realidades que los algoritmos manufacturan usando como materia prima la informaci¨®n que nosotros mismos les damos. Nuestra vida en las redes ha sustituido la vida real, la que compartimos con los otros, y ha derruido tambi¨¦n nuestra noci¨®n de una misma realidad que interpretamos de manera distinta. No: la realidad no es la misma para todos. Ya no se trata de interpretarla de manera distinta: es que no estamos viendo lo mismo. Y de ah¨ª la extra?eza.
Nunca me canso de citar a Jaron Lanier, pionero de las nuevas tecnolog¨ªas y ap¨®stata de Silicon Valley, que describe muy bien en un panfleto ¨Dporque ese libro suyo que llama a cerrar las redes sociales es eso, un panfleto, y adem¨¢s un panfleto urgente y necesario¨D las consecuencias pr¨¢cticas del funcionamiento de las redes. Es, dice Lanier, como si Wikipedia nos entregara a cada uno de nosotros una versi¨®n distinta de sus art¨ªculos dependiendo de nuestro perfil: de nuestro sexo, nuestra edad, nuestras convicciones pol¨ªticas y religiosas, nuestra ubicaci¨®n en el GPS del mundo, nuestro historial de navegaci¨®n en la red. Con todo eso, los algoritmos nos proponen una serie de contenidos que acaban conformando una visi¨®n de la realidad que otro ¨Dese otro con el cual se cruza Leila Guerriero en las calles, ese otro que a Caparr¨®s le parece incomprensible¨D no s¨®lo no comparte, sino que considera una afrenta. Si a esto se le a?ade el desdoblamiento de nuestras personalidades de internautas, el divorcio entre los ciudadanos est¨¢ consumado.
Por supuesto ¨Ddigo de nuevo¨D hay que tener cuidado con estos razonamientos. Lo que digo es parte del problema, no el problema entero, como tambi¨¦n es parte indudable del problema la frustraci¨®n intensa que sienten muchos ciudadanos ante lo que podr¨ªamos llamar, echando mano de un atajo intelectual, el Poder. ¡°No hay nada m¨¢s pobre que argumentar que el pueblo ha elegido muy mal y tratar de justificarlo por la magia negra de la publicidad, los medios de masas y las redes sociales¡±, dice Caparr¨®s. ¡°O decir que todo es culpa de la marginaci¨®n, la decadencia de la educaci¨®n, esa l¨®gica rabia de quien no ve salidas ni futuros¡±, a?ade. No, nada de eso basta para el divorcio entre nosotros, pero todo contribuye. Ahora la extra?eza le ha tocado a Argentina, un pa¨ªs que nunca ha sido ¨Dcreo yo¨D lo que es Milei; y yo espero, por el bien de Am¨¦rica Latina, que se reencuentre a s¨ª mismo. De todas formas, lo que s¨ª podemos ir aceptando es que somos ciudadanos m¨¢s radicalizados que ayer, que la rabia y el resentimiento y el odio tribal nos mueven pol¨ªticamente m¨¢s que ayer, y que la ilusi¨®n de entender a los dem¨¢s es hoy, m¨¢s que nunca, un espejismo. Y eso, en democracia, es un problema.
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