Ecuador reinstaura las visitas en prisi¨®n: ¡°Encontr¨¦ a mi hijo en huesos, cuenta que todas las ma?anas lo golpean¡±
Hace m¨¢s de seis meses el Gobierno de Noboa prohibi¨® el ingreso de familiares en las c¨¢rceles debido a la declaraci¨®n de conflicto armado interno
Silvia atraviesa el corredor de rejas de la prisi¨®n de Guayaquil con una expresi¨®n amarga y se detiene a protestar. ¡°He visto solo diez minutos a mi hijo¡±, reclama indignada. Es mediod¨ªa y lleg¨® a la Penitenciar¨ªa de Guayaquil al amanecer. Desde hace seis meses, las visitas a los presos de las c¨¢rceles de Ecuador han estado prohibidas tras la declaraci¨®n de conflicto armado interno, decretado por primera vez en el pa¨ªs por Daniel Noboa. Esta medida, destinada a entregar la seguridad de las calles y las c¨¢rceles a los militares, dej¨® a las familias sin contacto con los presos. Silvia no hab¨ªa tenido noticias de su hijo hasta el mi¨¦rcoles pasado, cuando lo volvi¨® a ver. ¡°Est¨¢ flaco, casi en huesos, se me salieron las l¨¢grimas ni bien lo vi¡±, comenta la madre, mientras revive el encuentro. ¡°A todos les dan de comer solo una vez al d¨ªa, a las tres de la tarde. Despu¨¦s intentan aguantar el hambre con galletas y jugos que compran en la tienda de la c¨¢rcel¡±, explica Silvia.
El anuncio del restablecimiento de las visitas tom¨® por sorpresa a los parientes, porque se da en medio de denuncias contra las Fuerzas Ar madas por torturas y maltratos a los presos de varias c¨¢rceles, entre esas la Penitenciar¨ªa del Litoral. El Gobierno de Noboa se ha hecho del control de los presidios a cualquier costo, incluso, como la violaci¨®n de derechos humanos, como ha documentado EL PA?S y que han confirmado diferentes organizaciones como la Defensor¨ªa del Pueblo, el Comit¨¦ de Derechos Humanos y Human Rights Watch.
En los exteriores de la penitenciar¨ªa, un centenar de personas, en su mayor¨ªa mujeres, repasan entre ellas los requisitos para atravesar los filtros de seguridad que otras visitantes les han comunicado a trav¨¦s de grupos de WhatsApp. Deben vestir camiseta blanca, pantal¨®n de mezclilla, zapatillas que dejen los dedos de los pies al descubierto, ning¨²n accesorio, ni aretes, anillos o cadenas, y el cabello suelto. El cubrebocas es obligatorio, hay un brote de tuberculosis en la c¨¢rcel que no ha cumplido con los protocolos de aislamiento, los presos tampoco tienen acceso a los tratamientos. Algunos familiares han ca¨ªdo enfermos tras las primeras visitas.
Los tel¨¦fonos m¨®viles tambi¨¦n est¨¢n prohibidos, algunas visitantes no sab¨ªan esto y no tienen d¨®nde dejarlos, lo que las tiene perturbadas y molestas. Una mujer menuda, que bordea los 80 a?os y a quien todos llaman Bolita, camina por la fila ofreciendo alquilar camisetas blancas para la visita, mascarillas o guardar los tel¨¦fonos por un d¨®lar. Algunas lo consideran, otras no tienen opci¨®n si no quieren perder su turno y no saben cu¨¢ndo volver¨¢n a habilitar las visitas. Todo es incierto.
La entrada de la c¨¢rcel luce ordenada, la Polic¨ªa ha desalojado a los vendedores ambulantes que por d¨¦cadas han estado instalados afuera, aunque todav¨ªa hay quienes llevan empanadas o s¨¢ndwiches en canastas de mimbre vendiendo en silencio en la fila a quienes esperan su turno para entrar a la c¨¢rcel. A los ¨²nicos que les permiten estar un poco m¨¢s cerca de la puerta es a un grupo de adultos mayores que est¨¢n sentados en un filo de cemento, resguardados bajo el sol. En ellos no se ha pensado, no hay sillas, nada.
Ah¨ª est¨¢ Jacqueline, reci¨¦n operada de su f¨¦mur izquierdo que se destroz¨® con una ca¨ªda. Tiene extendida la pierna, mientras se sostiene de su bast¨®n. ¡°Son nuestros hijos y no podemos dejarlos morir ah¨ª¡±, dice Jacqueline, vestida con una camiseta blanca que ha alquilado a 50 centavos porque no se enter¨® de las exigencias. Ha hecho de todo para mantener a su hijo que lleva detenido cuatro a?os de los 13 a los que fue sentenciado por tr¨¢fico de drogas. ¡°He hecho rifas entre vecinos, he vendido comida o a veces alg¨²n hermano me apoya para depositarle dinero a mi hijo y pueda comer¡±, dice la mujer de 65 a?os, que esta vez no va a rega?ar a su hijo por lo que hizo, solo quiere saber si est¨¢ bien.
Los bingos para recoger dinero para familiares detenidos son una actividad com¨²n en los barrios populares de Guayaquil. La precaria situaci¨®n econ¨®mica del pa¨ªs golpea a¨²n m¨¢s a los adultos mayores, quienes sobreviven de la venta informal y la caridad. Bety, que cuida a tres nietos, uno de los cuales est¨¢ en prisi¨®n, es el primog¨¦nito de su hija fallecida hace siete meses en un accidente dom¨¦stico por la explosi¨®n de un tanque de gas. Junto a ella est¨¢n otros abuelos, que solo saben que sus familiares en prisi¨®n tambi¨¦n tienen sarna y han pasado la mayor parte del tiempo en ropa interior.
Tras cumplirse las dos horas de visita del primer grupo, los familiares comienzan a salir con el rostro acongojado. ¡°Encontr¨¦ a mi hijo en huesos y me cont¨® que todas las ma?anas los golpean¡±, dice Pablo. Las visitas se realizan en medio del patio del pabell¨®n, donde los presos esperan en fila bajo la mirada y el fusil de los militares. ¡°Ahora que lo vi, me siento m¨¢s tranquilo. ?l lleva cuatro meses dentro, y los primeros d¨ªas no pod¨ªa asimilarlo, me daban las tres de la ma?ana y no pod¨ªa dormir¡±, a?ade el padre. La visita, en realidad, dur¨® no m¨¢s de diez minutos; el resto del tiempo se perdi¨® en los filtros de seguridad y el camino hasta el pabell¨®n. ¡°Nos revisan todo, nos sellan en el brazo, nos gritan que hagamos caso, que obedezcamos, nos tratan como privados de libertad¡±, explica Pablo, quien reclama por la mala alimentaci¨®n que reciben los internos, una sola vez al d¨ªa, dej¨¢ndolos con un aspecto cadav¨¦rico.
Para las mujeres, el orden militar y la exigencia de usar el mismo tipo de ropa han permitido que por primera vez no sean sometidas a tratos indignos para pasar los filtros de seguridad, como desvestirse o hacer sentadillas sin ropa, o que un oficial les pase las manos por los senos, como ha ocurrido en ocasiones anteriores. Algunas aprueban el orden, incluso los malos tratos a los presos si es necesario para mantener el control. ¡°?Qu¨¦ m¨¢s toca?¡±, dice Gladys, una de las madres, que reconoce que lleva siete meses sin ser extorsionada por otros presos. ¡°Ya no he pagado para que tenga agua para ba?arse, o por una llamada telef¨®nica o por seguridad para que no lo maten¡±, a?ade.
El estricto control deja un mal sabor a los visitantes, que no saben si se debe al poco tiempo que tuvieron para ver a sus familiares, al aspecto demacrado de los presos, al des¨¢nimo, los mensajes de tortura, o al orden mismo. Ah¨ª est¨¢n sus hijos pagando una sentencia a los que el Gobierno responsabilizaba de los cr¨ªmenes en las calles, del caos, las masacres y los robos comunes. Pero ahora que los han visto sometidos, saben que cumplen su pena, pero no son los ¨²nicos responsables de la violencia exterior que contin¨²a cobrando vidas sin control, en masacres, extorsiones y asaltos a pesar de que el presidente y sus autoridades repitan que la inseguridad se ha reducido a niveles hist¨®ricos.
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