?De qu¨¦ hablamos cuando hablamos de Venezuela?
Buena parte de quienes hablan hoy del pa¨ªs lo hacen en realidad de sus propios dilemas y frustraciones, sus tragedias ya acontecidas o simplemente de su propio Gobierno de turno
Reza el lugar com¨²n que el nombre de Venezuela significa ¡°peque?a Venecia¡±, hispanizaci¨®n del Venezziolla con que Am¨¦rico Vespucio describi¨® los palafitos ind¨ªgenas de las costas del Lago de Maracaibo. Un nombre nost¨¢lgico, una met¨¢fora del navegante florentino que, al mirar el Nuevo Mundo, daba con los patrones del viejo. Esa fue la primera ocasi¨®n, aunque no as¨ª la ¨²ltima, en que el nombre de Venezuela sirvi¨® para referirse a algo ajeno a sus latitudes: a un mundo con el que tiene y al mismo tiempo no tiene que ver.
No son pocas las canciones y los dichos populares en que se menciona a nuestra ¡°peque?a Venecia¡±. La m¨¢s famosa tal vez sea la de Ricardo Montaner, a quien los argentinos consideran argentino y nosotros, al mismo tiempo, venezolan¨ªsimo. Pero hay otras, de pa¨ªses vecinos y no tan vecinos, en que Venezuela se nombra siempre como sin¨®nimo de riqueza y placidez, de r¨¢pidas prosperidades y, de vez en cuando, de los variados y emblem¨¢ticos paisajes que definen su territorio. Asimismo, en el imaginario local de Colombia, Brasil, Per¨² y Ecuador existi¨®, durante d¨¦cadas, la figura del familiar emigrado a Venezuela, cuyo retorno en vacaciones implicaba regalos generosos, ropa importada y autom¨®viles estadounidenses: el lugar com¨²n del nouveau riche sudamericano. Y en otras regiones, m¨¢s alejadas, del cono sur, la referencia se repite pero con matices pol¨ªticos, pues buena parte de los perseguidos de Chile y Argentina hallaron refugio en la que era, en ese entonces, una de las pocas democracias de la regi¨®n.
En tiempos recientes, sin embargo, el nombre de Venezuela ha pasado a tener connotaciones distintas. El punto de inflexi¨®n, naturalmente, tuvo que ver con la llegada de Hugo Ch¨¢vez al poder y el inicio de su revoluci¨®n bolivariana. A partir de entonces, el pa¨ªs se convirti¨® en la vitrina ideol¨®gica del continente. Tal y como ocurri¨® con Cuba a mediados del siglo XX, invocar a Venezuela se hizo el gesto que parte las aguas, el comod¨ªn habitual a la hora de hacer un posicionamiento pol¨ªtico. Y sus vericuetos nacionales, poco o nada comprendidos, han servido para impulsar diversas agendas locales.
Desde un primer momento, Venezuela y su l¨ªder carism¨¢tico pasaron a ocupar un lugar destacado entre los s¨ªmbolos de la izquierda regional, que en ese entonces parec¨ªa renacer de sus cenizas por obra y gracia del boom de los commodities de 2000 a 2014. Mientras los petrod¨®lares venezolanos mantuvieron la ¡°brisa bolivariana¡± soplando y algunos maletines repletos, el nombre de Venezuela, cual referencia a El Dorado, se pronunci¨® con respeto entre los cultores de la solidaridad latinoamericana y la dignidad de los pueblos. Desde Santiago de Chile hasta el Bronx, la generosidad revolucionaria no reparaba en fronteras, como tampoco lo hac¨ªan los turistas venezolanos, cuyos d¨®lares subsidiados serv¨ªan para abrirles todas las puertas. Nuestra presencia, en ese entonces, escasa en comparaci¨®n con los tiempos que corren, despertaba entre los locales cierto entusiasmo fraterno y se nos recib¨ªa a menudo d¨¢ndole v¨ªtores al comandante, como si todos fu¨¦ramos sus emisarios, como si a nadie se le ocurriera que uno pod¨ªa estar en desacuerdo con su gobierno.
Venezuela entonces pas¨® a ser un mito, una esperanza fundada en una mentira. Miles afirmaban, pensando tal vez en sus propias falencias hist¨®ricas, que fue Ch¨¢vez quien llev¨® la salud y la educaci¨®n p¨²blica al pa¨ªs, que antes de su Gobierno nadie ten¨ªa vacaciones, y otros enga?os o medias verdades semejantes. La peque?a Venecia, al parecer, se hab¨ªa convertido en la Rusia del zar. De los muy reales precipicios del militarismo, la desinstitucionalizaci¨®n y el culto a la personalidad, en cambio, por los que el pa¨ªs acab¨® despe?¨¢ndose, nadie ten¨ªa mucho que decir.
Entonces lleg¨® la ¨¦poca de las vacas flacas y los comandantes muertos, y Venezuela despert¨®, acabada la fiesta revolucionaria, con una resaca brutal. No tard¨® mucho en hacerse evidente la larga noche madurista que Hugo Ch¨¢vez nos dejaba como legado: las im¨¢genes de la escasez, la represi¨®n y la emigraci¨®n dieron la vuelta al mundo, coronando la indigna metamorfosis de pa¨ªs privilegiado y derrochador, a infierno socioecon¨®mico y fuente inacabable de migrantes.
A partir de entonces, todas las guerras se libran en Venezuela. Apoyar o condenar al Gobierno de Maduro pasa primero por Ucrania, por Gaza e Israel, por el Gobierno de Espa?a y la gesti¨®n de Javier Milei. As¨ª lo hacen los tankies gringos y europeos en su monserga incansable contra el imperialismo, al que intuyen detr¨¢s de todo aquello del tercer mundo que no alcancen o no tengan ganas de comprender. Lo hacen tambi¨¦n los ultras de la reacci¨®n y el anticomunismo, resurgidos como de un mal sue?o para sembrar el miedo hacia quienes aspiran, leg¨ªtimamente, a la construcci¨®n de sociedades m¨¢s justas. Y lo hacen tambi¨¦n con su silencio muchos partidos progresistas, escondidos detr¨¢s del improbable argumento de un bloqueo a Venezuela, para as¨ª no enfrentar el desastre del cual fueron beneficiarios y de cuya construcci¨®n, en alguna medida, tambi¨¦n fueron part¨ªcipes y testigos.
Como quien enciende por error la c¨¢mara frontal de su tel¨¦fono y se toma una selfie, buena parte de quienes hablan hoy de Venezuela lo hacen en realidad de sus propios dilemas y frustraciones, sus tragedias ya acontecidas o simplemente de su Gobierno de turno. Como si todo se tratara de lo mismo, muchos afirman que Venezuela podr¨ªa volver a ocurrir, en Chile, en M¨¦xico o incluso en Estados Unidos; y otros responden que, en realidad, nada ocurre en Venezuela que no ocurra ya en todos estos pa¨ªses. Poco importa lo que al respecto podamos decir los venezolanos, nuestras inveros¨ªmiles aclaratorias, nuestras largas y tediosas explicaciones. De nosotros no parece esperarse sino una l¨¢grima oportuna, o alguna an¨¦cdota que confirme lo que otros saben, sin saberlo, de nuestra tragedia.
Simplificado en extremo, nuestro propio relato deja as¨ª de pertenecernos y pasa a servir otros intereses, a veces incluso contrarios a la urgente soluci¨®n de nuestra crisis, o al deseo que albergamos por recuperar la democracia. Hay quienes necesitan que Venezuela siga existiendo tal y como es, para alimentar indefinidamente sus respectivos relatos pol¨ªticos. No existe luz sin sombra, reza tambi¨¦n el lugar com¨²n.
Parece, entonces, oportuna la pregunta que encabeza esta reflexi¨®n: ?de qu¨¦ hablamos realmente cuando hablamos de Venezuela?
Porque de Venezuela, en todo caso, pareciera no ser.
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