Un pa?uelo mojado en saliva
La culpa es uno de los grandes motores que nos impulsan a escribir sobre nuestro padre y nuestra madre
Miras las manos de tu madre. Sigues atentamente con la mirada las rutas que marcan sus venas, como si as¨ª pudieras llegar al origen de algo. Quiz¨¢s escribes sobre ella por esa misma raz¨®n, porque conf¨ªas en que, llegando al germen, al molde del que has salido, encontrar¨¢s por fin alguna pista sobre qui¨¦n eres y c¨®mo te has construido mientras viv¨ªas, sin ser consciente de ello, en aquellas manos.
?Por qu¨¦ escribimos de nuestra madre, de nuestro padre? Tal vez sea un intento de recuperar aque...
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Miras las manos de tu madre. Sigues atentamente con la mirada las rutas que marcan sus venas, como si as¨ª pudieras llegar al origen de algo. Quiz¨¢s escribes sobre ella por esa misma raz¨®n, porque conf¨ªas en que, llegando al germen, al molde del que has salido, encontrar¨¢s por fin alguna pista sobre qui¨¦n eres y c¨®mo te has construido mientras viv¨ªas, sin ser consciente de ello, en aquellas manos.
?Por qu¨¦ escribimos de nuestra madre, de nuestro padre? Tal vez sea un intento de recuperar aquella voz que hemos utilizado siempre con ellos. Una voz arriesgadamente ¨ªntima que no nos sale con nadie m¨¢s. Quiz¨¢s intuimos que, en ese timbre, ese tono, se esconde alguna verdad y confiamos en que, recobr¨¢ndola a trav¨¦s de la escritura, podremos llegar a la mu?eca rusa m¨¢s peque?a de todas, la que se esconde tras las capas que nos hemos ido poniendo encima con los a?os.
Recuerdo que, de peque?a, un d¨ªa mi madre me sac¨® de casa con tanta prisa que sal¨ª en zapatillas. Cuando me di cuenta, ya en la calle, le supliqu¨¦ que volvi¨¦ramos, pero se neg¨®, lleg¨¢bamos tarde al m¨¦dico. ¡°Nadie se va a dar cuenta¡±, me dijo. Nunca he olvidado aquel sentimiento tan profundo de verg¨¹enza. Me hubiese cortado los pies para que el mundo no me viera con aquellas zapatillas de felpa.
Hablar de nuestros padres es una manera de dejar de mostrar a los invitados el sal¨®n de nuestra casa para ense?arles el patio donde colgamos la ropa. Es mostrarnos en zapatillas de casa. Es abrir la puerta de un 5? C o un 4? D y compartir su olor, sus voces, el ruido de las cazuelas, del batir de huevos, el sonido de fondo del telediario en el televisor¡ Es coger entre las manos esa foto de tu comuni¨®n que tus padres a¨²n tienen sobre el mueble del sal¨®n, poner tu mano derecha sobre ella, como si fuera una Biblia, y proclamar: ¡°Juro decir la verdad y nada m¨¢s que la verdad¡±.
En lo familiar se esconden las verdades, y hablar de nuestros padres nos lleva irremediablemente a ese espacio ¨ªntimo
Escribir tiene mucho de encontrar lo extraordinario y lo misterioso en lo familiar, en lo cotidiano, porque es ah¨ª donde se esconden las verdades, y hablar de nuestros padres nos lleva irremediablemente a ese espacio ¨ªntimo, a ese ¨¢lbum familiar de fotos que describe con tanta precisi¨®n el gran Rafael Berrio en una de sus canciones. All¨ª encontramos lo que nos dijimos, pero, sobre todo, lo que nos dejamos sin decir. Y esos silencios familiares, todas las palabras no dichas a nuestros padres, esas lagunas que tanto escuecen, sobrevuelan la necesidad de escribir sobre ellos.
Escribes de tu madre o de tu padre cuando al entrar en su casa te encuentras telara?as en el cierre de la dentadura, como canta Quique Gonz¨¢lez, y sabes que llegas tarde. Cuando el silencio familiar, al no haberse rectificado a tiempo, se ha convertido ya en cemento.
Se puede escribir sobre tus padres desde el ajuste de cuentas como hizo Kafka; desde el homenaje, como ha hecho Manuel Vilas; desde la comprensi¨®n, como Elvira Lindo; desde un apego feroz, mezcla de odio y amor, como Vivian Gornick; desde la b¨²squeda de la mujer que se esconde tras la madre, como Annie Ernaux, o desde la a?oranza por seguir siendo el ni?o que vive en las manos de su madre, como Antonio Gamoneda. Pero se escribe sobre todo desde la culpa. La culpa es uno de los grandes motores que nos impulsan a escribir sobre nuestros padres. La culpa por no haberlos visto a pesar de haber estado a su lado todo el tiempo, por haber sepultado sus nombres bajo unos r¨ªgidos y pesados roles de madre y padre.
En la mayor¨ªa de los casos ese sentimiento de culpa se acrecienta cuando miramos a la madre, porque somos conscientes de que el padre por lo menos ya ten¨ªa un nombre fuera, era alguien con sus compa?eros de trabajo o con los amigos con los que se tomaba unos vinos.
Sientes la necesidad de adivinar para qui¨¦n se pon¨ªa el collar de perlas que encuentras en su joyero
Escribir sobre nuestra madre es tambi¨¦n destapar la realidad de aquellas mujeres a las que en su cumplea?os se les regalaba una plancha. Escribes sobre tu madre cuando, tras su muerte, abres su armario y sientes la necesidad de rellenar con un cuerpo de mujer esos cuellos y esas mangas que cuelgan de las perchas; de adivinar para qui¨¦n se pon¨ªa el collar de perlas que encuentras en su joyero; de preguntarte si alguna vez estuvo enamorada de tu padre o dese¨® a alg¨²n otro hombre. Es buscar a la mujer, a la persona, bajo ese fantasma que cuelga tras la puerta de su habitaci¨®n en forma de bata de casa.
No es casualidad que escribamos de nuestros padres, sobre todo, a partir de una edad, cuando mueren o cuando no los reconocemos en esos ojos empeque?ecidos por la vejez. Creo que el desamparo que sentimos al ser conscientes de que ya no seremos m¨¢s el ni?o o la ni?a al que cuidaban, que nadie nos va a cuidar nunca m¨¢s as¨ª, es precisamente, otra de las grandes razones que nos lleva a escribir sobre ellos.
Se escribe desde ese vac¨ªo, desde esa orfandad. Porque lo que m¨¢s a?oramos de nuestra infancia no son las pagas del domingo, ni jugar al escondite por la casa, ni merendar con margarina. Lo que realmente echamos en falta a partir de una edad es tener la seguridad de que siempre habr¨¢ alguien con un pa?uelo mojado en saliva dispuesto a limpiar los restos de desayuno de nuestros labios.
Karmele Jaio es autora de las novelas Las manos de mi madre y La casa del padre.
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