¡®El pato salvaje¡¯: La mentira que nos sostiene
Carlos Aladro dirige un montaje vigoroso y contrastado de la comedia dram¨¢tica en la que Ibsen fustiga la rigidez moral y el exceso de rectitud
Gregers Werle, la espoleta que dispara una bomba de efecto retardado en El pato salvaje, es el reverso del doctor Stockmann, protagonista de Un enemigo del pueblo, la obra inmediatamente anterior de Ibsen. Ambos personajes se empe?an contra viento y marea en aflorar una verdad inc¨®moda: el m¨¦dico, motivado por el derecho a la salud comunitaria; Werle, porque cree que la verdad har¨¢ libre a Hjalmar Ekdal, su amigo del alma, que est¨¢ enredado en una relaci¨®n conyugal susceptible de ser aclarada. La porf¨ªa de Stockmann es leg¨ªtima; la del coprotagonista del vigoroso montaje de El pato salvaje que se representa en el Teatro de La Abad¨ªa es digna de mejor causa.
Carlos Aladro, cesado en febrero como director del teatro fundado por Jos¨¦ Luis G¨®mez, se ha sacado la espina poniendo en escena este montaje trenzado sobre una versi¨®n donde Pablo Rosal poda los personajes secundarios, acerca el texto primigenio al o¨ªdo del espectador de ahora y se toma algunas libertades que reman a favor de la obra. Solo cabe ponerle dos reparos a su trabajo: que utilice un personaje como narrador (sus intervenciones consecutivas, mediado el espect¨¢culo, cortan el ritmo de la acci¨®n dram¨¢tica) y que lo haya bautizado con el t¨ªtulo que por inercia se utilizaba antes de los a?os ochenta. En la traducci¨®n directa del noruego, de Cristina G¨®mez-Baggethun, sobre la que Rosal ha trabajado, la obra se llama El pato silvestre (tambi¨¦n Antonio Buero Vallejo titul¨® as¨ª su adaptaci¨®n, dirigida por Jos¨¦ Luis Alonso en 1982), porque el adjetivo salvaje, por sus connotaciones, parece m¨¢s adecuado para otro tipo de fauna. Resultan elocuentes y divertidos, en cambio, los apartes que hacen los personajes, alguno de los cuales se ve que ha sido improvisado por los actores durante los ensayos y fijado por el director.
El montaje acerca el texto primigenio al o¨ªdo del espectador de ahora y se toma algunas libertades que reman a favor de la obra
Aladro y su equipo han llevado a su extremo el universo emocional de Ibsen. Por un lado, aguzando el melodram¨¢tico final del cuarto acto. Por otro, introduciendo en su puesta en escena un poderoso sentido del humor que cuesta entrever en la obra original, impresa en 1884. No hay traici¨®n alguna en ello. Juan Ceacero, int¨¦rprete de Hjalmar Ekdal, colorea intensamente la inmadurez, la jovialidad, el candor, el despiste y el autoenga?o caracter¨ªsticos de su personaje, un joven que quiere pero no puede, que intenta hacer algo pero no sabe c¨®mo. Su relaci¨®n de dependencia con Gina, el papel de Eva Rufo, est¨¢ finamente hilada por ambos int¨¦rpretes. Hay qu¨ªmica entre ellos. Del trecho que va de la versi¨®n escrita a la representada, se infiere que los actores han puesto lo suyo no solo en la recreaci¨®n de sus papeles, sino tambi¨¦n en la invenci¨®n de acciones vivaces y coherentes.
Gregers Werle es un personaje endemoniado. No solo porque lleve en el cuerpo el diablo de la integridad moral, que intenta sembrar a su alrededor, caiga quien caiga, sino porque su discurso resulta ins¨ªpido. Ibsen le ha privado del apasionamiento del doctor Stockmann. El joven Werle amasa su honradez como un codicioso amasa su fortuna. Tanta apelaci¨®n suya a la rectitud acaba agotando a cualquiera. Su af¨¢n de ejemplaridad debi¨® de rondarle a Rafael Azcona cuando escribi¨® El repelente ni?o Vicente, pero tambi¨¦n a Javier Gom¨¢ mientras imaginaba el personaje de F¨¦lix de El peligro de las buenas compa?¨ªas. Durante su interpretaci¨®n de este chico que se pasa de listo, Javier Lara se recorta a s¨ª mismo, se desprovee de luz para que brille a¨²n m¨¢s, mediante el contraste entre ambos, el hiperactivo personaje que encarna Ceacero. En la versi¨®n de Rosal, Werle no solo se mete en casa de su camarada (de cuyos hilos afectivos tira con mano maestra), sino que adem¨¢s introduce en ella el arma cuyo gatillo alguien acabar¨¢ apretando.
Hay un par de ecos del montaje de Alonso en este de Aladro: el agrisamiento consciente del personaje que mueve la trama (el Gregers Werle de 1982 era un Manuel Galiana erigido en protagonista absoluto) y la claraboya abierta en la escenograf¨ªa, a trav¨¦s de la cual se entrev¨¦ el altillo donde habita el pato silvestre y donde juegan la ni?a de la casa y el anciano teniente Ekdal, a quien Rosal ha transformado en un capit¨¢n de Marina. Ricardo Joven le imprime a esta criatura un aire alunado fulgurante: algo tiene del capit¨¢n Ahab y un poquito del almirante Boom de Mary Poppins. Nora Hern¨¢ndez es una Hedvig fant¨¢stica, pol¨ªcroma y vulnerable, determinada a todo. Pilar G¨®mez tiene que bregar con el papel de narradora, pero cuando le permiten ser Berta sabe coger la ola. En un montaje claro y bien definido, en el que cada actor juega un solo papel, que a uno de ellos se le encomienden dos personajes supone una ruptura del c¨®digo establecido. Jes¨²s Noguero supera ese handicap con empuje y oficio.
¡®El pato salvaje¡¯. Henrik Ibsen. Versi¨®n: Pablo Rosal. Director: Carlos Aladro. Teatro de La Abad¨ªa. Madrid. Hasta el 19 de junio.
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