La basura se lee con anteojos
Al anochecer, en los barrios m¨¢s ricos de Buenos Aires, viejos jubilados inspeccionan los desperdicios. En las protestas, muchos ni?os llevan un cartelito donde se lee ¡§Pancitas vac¨ªas¡§
Ni los escritores sociales de 1920 y 1930, como Enrique Gonz¨¢lez Tu?¨®n o El¨ªas Castelnuovo, imaginaron tan oscuro el paisaje de las calles de Buenos Aires. Con harapos sobre cuerpos desnutridos o hinchados, forman batallones bajo el rojo pabell¨®n de su miseria, como escribi¨® Castelnuovo. As¨ª los vio Evaristo Carriego, el poeta barrial a quien Borges admiraba: ¡°Madre haraposa, madre desnuda, manto de amores de barrio bajo, ?es una amarga protesta muda, esa devota de San Andrajo!¡±.
J¨®venes desempleados vagan como in¨²tiles; mujeres de las villas miseria, con uno o dos hijos a cuestas, se juntan en las avenidas, que son un resto de lo que la ciudad fue y crey¨® que seguir¨ªa siendo. Desencantadas y solas, parecen vivir en un suburbio de La taberna, gran novela de ?mile Zola. A todas les atribuyo la garra de Gervaise, el personaje duro pero conmovedor de esa novela realista que no le tiene miedo al patetismo. Acto seguido, me autocritico, porque no puede ser que, cuando me encuentro con la realidad, yo dispare para el lado de la literatura.
Cientos de mujeres, con banderas, marchan por la avenida central que lleva a la casa de Gobierno. Camino entre ellas y hago preguntas sobre el motivo de esa larga marcha. Me contestan se?alando su panza. Muchos chicos llevan un cartelito donde se lee ¡§Pancitas vac¨ªas¡§. Al anochecer, en los barrios m¨¢s ricos, viejos jubilados inspeccionan la basura. Es la primera vez que veo gente revisando la basura con anteojos. Buscan algo que conserve todav¨ªa un precio miserable entre los acopiadores, llamados la ¡°mafia de la basura¡±.
Mientras tanto, por las calles, multitudes de tama?o variable se manifiestan pidiendo 30 d¨®lares mensuales de subsidio a la pobreza, que incluye al 50% de la poblaci¨®n y al 60% de los ni?os. En las provincias, j¨®venes marginales o respetables maestros y empleados p¨²blicos a quienes se debe meses de salario apedrean las casas de los pol¨ªticos locales y, si es posible, las saquean o las incendian. Afuera, en la noche, hay guitarreadas, con un buen cantor, dos o tres j¨®venes que se ofrecen para seguirlo, y varios borrachos pendencieros o ensimismados.
No le creo a nadie. Un bajo porcentaje de la poblaci¨®n, apenas el 15%, les cree a los partidos pol¨ªticos. No se sienten representados, salvo cuando alg¨²n caudillo gestiona una mesa com¨²n en la calle o reparte paquetes de comida. Cuando pregunto a los que marchan, la mayor¨ªa sigue a un vecino que los organiza. M¨¢s del 40% no sabe a qui¨¦n votar en las pr¨®ximas elecciones. No est¨¢n en condiciones de pensar hoy en la pol¨ªtica, no les interesa ni conf¨ªan en que haci¨¦ndolo contribuir¨¢n a que su futuro sea distinto; no tienen representaci¨®n y se han debilitado los lazos que los un¨ªa al peronismo, aunque el peronismo todav¨ªa conserve una mayor¨ªa de adhesiones populares.
Despu¨¦s de su paso, las calles quedan cubiertas de bolsas rotas, que otros pobres inspeccionan buscando restos. En la esquina de mi casa, todas las noches, se sienta una familia con tres chicos. Mientras el marido junta envases y latas vac¨ªas, la mujer pide limosna. Esperan hasta que regresa el ¨²ltimo vecino y conocen a quienes les dan una moneda, una prenda de ropa, medio paquete de fideos. Los viernes, algunos adolescentes de una parroquia cercana les llevan un plato de guiso y un pan.
Viven en la incertidumbre. De mi lado, recuerdo las veces que, desde mi escritorio, frente a mis libros, divagu¨¦ sobre la incertidumbre como estado creativo y que no entender era el paso inicial del pensamiento. Pero ese no entender puede ser un estado que solo conozco como primer cap¨ªtulo de un camino, no como condena prolongada e impuesta. No entiendo, luego existo.
Estos pobres que encuentro todos los d¨ªas no leen en las esquinas y tampoco encontrar¨ªan ning¨²n consuelo en libros que narraran una improbable historia de redenci¨®n por la lucha
Lo que hoy veo es un cuadro m¨¢s duro que el de toda la literatura costumbrista de las primeras d¨¦cadas del siglo XX en Am¨¦rica Latina. Aquellos escritores creyeron que la sociedad que describ¨ªan con realismo naturalista pod¨ªa cambiar a trav¨¦s de la acci¨®n de hombres y mujeres que, de pronto, se volv¨ªan protagonistas de su destino. Cre¨ªan que sus cuentos y novelas, al describir la miseria, pod¨ªan convertirse en armas de lucha. Pero estos pobres que encuentro todos los d¨ªas no leen en las esquinas y tampoco encontrar¨ªan ning¨²n consuelo en libros que narraran una improbable historia de redenci¨®n por la lucha. Hay que ser menos pobre para tomar esas decisiones radicales. Hay que tener, de verdad, la posibilidad de decidir. Los hijos de estos pobres, por otra parte, no est¨¢n aprendiendo a leer libros.
Nosotros, los que leemos y comemos, ya criticamos suficientemente esas ilusiones literarias que, de todas formas, tampoco eran muy buena literatura. Si tuviera que recomendar un libro ser¨ªa el que nos enfrenta con la soledad de los personajes de Beckett. En Malone muere, el hombre, inm¨®vil en una cama de hospital, trata en vano de recuperar el bast¨®n que se le ha ca¨ªdo. Est¨¢ destinado a la soledad no solo por altas razones metaf¨ªsicas, sino por las bajas razones del abandono. Como estos pobres que pasan y pasan cerca de donde escribo.
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