Jinetes h¨²ngaros y criollos
Como muchos otros, Lajos lleg¨® a Buenos Aires en un barco que lo trajo desde Bremen. Cre¨ªa que iba a Estados Unidos
Me ense?¨® a andar a caballo un exsoldado del ej¨¦rcito austroh¨²ngaro que hab¨ªa peleado durante la primera guerra. Su nombre era Lajos y v¨¢yase a saber cu¨¢l era su nacionalidad. En 1914, integrar el ej¨¦rcito austroh¨²ngaro no aseguraba nacionalidad, sino haber nacido en una vasta ¨¢rea partida en pedazos que, durante d¨¦cadas, fueron variando en extensi¨®n y soberan¨ªa. Bastaba ser un campesino para convertirse en recluta. Terminada la guerra, Lajos emigr¨®, porque ya nada quedaba de su aldea ni de su familia.
Mucho tiempo despu¨¦s, consult¨¦ archivos argentinos y, en los registros de llegada al puerto, lo encontr¨¦ a Lajos, sin nacionalidad, pero con su apellido: Kovacic. Como muchos otros, lleg¨® en un barco que lo trajo desde Bremen. Lajos estaba convencido de que embarcaba rumbo a Estados Unidos, pero no fue esa su traves¨ªa. Probaba su certeza de que emigraba hacia Am¨¦rica del Norte un librito de vocabulario ingl¨¦s, que todav¨ªa conservaba como recuerdo de un malentendido que lo hizo desembarcar en el puerto de Buenos Aires. De all¨ª parti¨® hacia una provincia del centro del pa¨ªs, en un largo trayecto que comparti¨® con otros inmigrantes despistados de la ruta que les hab¨ªan prometido. Finalmente, lleg¨® en carro a un remoto pueblo de C¨®rdoba. All¨ª mismo compr¨® un caballo tobiano que yo llegu¨¦ a conocer. El Tubi, como lo llamaba, era de gran alzada y ancho de pecho, bueno para el carro m¨¢s que para ser montado.
Dos d¨¦cadas despu¨¦s de su llegada, Lajos se hab¨ªa convertido en casero de la finca serrana donde viv¨ªa con Maria, su mujer, que se identificaba como checa. Escribo Maria sin tilde porque as¨ª lo pronunciaban ella y su marido. Do?a Maria ten¨ªa una habilidad, in¨¦dita en esos campos, para hacer arrollados de manzana y bizcochuelos. Su comida, en cambio, no se adaptaba a nuestros gustos, ya que nada sab¨ªamos de peque?os gnocchi con salsa de tomate dulce. Para nosotros, toda comida salada deb¨ªa tener por lo menos algo de picante. Com¨ªamos esos gnocchi con desconfianza, mitigada por la fe que ten¨ªamos en los postres que luego nos serv¨ªan.
La h¨²ngara o checa nos seduc¨ªa con esos postres, que borraban sus respuestas duras y lo que los criollos de la casa consideraban malos modales, que hoy me explico por el muy b¨¢sico espa?ol que ella hablaba
La h¨²ngara o checa nos seduc¨ªa con esos postres, que borraban sus respuestas duras y lo que los criollos de la casa consideraban malos modales, que hoy me explico por el muy b¨¢sico espa?ol que ella hablaba y el poco esfuerzo que hac¨ªamos nosotros para que nos entendiera.
La recuerdo a do?a Maria como una rubia de cabello decididamente lacio que anudaba en un peque?o rodete, generalmente desprolijo por las carreras del gallinero a la cocina, de la cocina a la le?era y de all¨ª al corral de las cabras. El llamado h¨²ngaro, su marido, me hab¨ªa informado que Quichi, mi sobrenombre, en su lengua, quer¨ªa decir se?orita, casualidad que le parec¨ªa auspiciosa en las relaciones estrechas que el h¨²ngaro y yo manten¨ªamos desde mi primera infancia. ?bamos en su carro al pueblo, con una larga lista de provisiones que deb¨ªamos comprar en el almac¨¦n de ramos generales. Por el camino, nos deten¨ªamos un rato para comer un pan de grasa que el h¨²ngaro acompa?aba con fernet y yo con naranja Sald¨¢n, la marca de la gaseosa cordobesa.
Lajos corrigi¨® mi manera de montar, que, hasta recibir sus lecciones, era c¨®modamente criolla, sobre apero ancho de cuero de oveja. Le pidi¨® a mi padre que comprara en el pueblo una montura de las que se llaman inglesas y as¨ª pas¨¦ de la blanda comodidad del apero criollo a la dureza de esa montura que, a diferencia de la criolla, no se ajustaba en la panza, sino en el lugar donde las patas delanteras se adhieren al cuerpo del caballo, que no hab¨ªa sido entrenado para ese tipo de recado y, por lo tanto, corcoveaba hasta que el h¨²ngaro, con certeros golpes de rebenque, hizo que se acostumbrara. Exactamente, lo que hoy se llamar¨ªa una fusi¨®n de culturas y entonces se consideraron berretines del exsoldado extranjero, compensados por la reposter¨ªa de su esposa, que se las arreglaba con un hornito de hierro alimentado por fuego de algarrobo.
Con el h¨²ngaro deb¨ª aprender a cuidar mi caballo, ya que le parec¨ªa pura desidia criolla que yo llegara de vuelta de alg¨²n paseo y no le sacara el bozal, le diera agua y lo dejara pastando en el potrero cercano. Tuve que aprender a rasquetearlo, a llevarlo al arroyo y, reci¨¦n despu¨¦s de esos rituales higi¨¦nicos, abandonarlo hasta la siguiente salida. El h¨²ngaro desaprobaba que el caballo llegara transpirado y sucio de mis recorridos por la sierra. Estaba convencido de que sab¨ªa m¨¢s de animales que los criollos de quienes yo heredaba mis tratos descuidados.
El h¨²ngaro, seg¨²n dec¨ªan en mi familia, montaba como un cosaco. Por supuesto, nunca hab¨ªan visto un cosaco, pero era la palabra que se les ocurr¨ªa para diferenciarlo de la serena languidez de los criollos, o de la severidad muy masculina de los cowboys en las pel¨ªcu?las que se proyectaban en el pueblo.
Con Lajos conoc¨ª habilidades diferentes a las nuestras. Ac¨¢ todos ten¨ªamos caballo y abundaban las vacas y cabras, algo que no suced¨ªa en la remota aldea donde el h¨²ngaro hab¨ªa nacido. All¨¢, poseer un caballo era una marca de clase y solo eran buenos jinetes los pobres que hab¨ªan servido en la caballer¨ªa. Aqu¨ª era algo que todos d¨¢bamos por descontado, y hasta el ciego del pueblo ped¨ªa limosna montado en un tordillo.
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