Adi¨®s ping¨¹ino
Le regal¨¦ mi ¡®Pingu¡¯ a la exploradora polar que colecciona reproducciones del ave y tiene doscientas
Fui a casa de la veterana exploradora polar con el coraz¨®n encendido por el ansia de aventuras y un ping¨¹ino en el bolsillo. Josefina Castellv¨ª (Barcelona, 1935), Pepita para los amigos, que fue jefa de la base espa?ola en la Ant¨¢rtida, me recibi¨® con gran cordialidad y hablamos largo y tendido, pero cuando el ambiente realmente se calde¨® fue al mostrarle el ave. La tom¨® en sus manos y se quedaron mirando uno y otra, el ping¨¹ino y la investigadora, mientras en el rostro de Castellv¨ª se abr¨ªa una amplia sonrisa. Suspir¨¦, iba a ser imposible separarlos.
La idea de llevarme a Pingu conmigo a la entrevista se me ocurri¨® en el ¨²ltimo momento. Pens¨¦ que hacerme acompa?ar por ¨¦l me granjear¨ªa las simpat¨ªas de la cient¨ªfica y dar¨ªa para una foto divertida. As¨ª fue, pero lo que no pod¨ªa imaginar es que la dama ant¨¢rtica coleccionaba ping¨¹inos.
Pingu es un viejo amigo, lo rescat¨¦ de la caja de juguetes descartados de las ni?as hace mucho tiempo. En realidad, para ser estrictos, es el padre de Pingu, el peque?o ping¨¹ino de la serie televisiva de mu?ecos animados. En ella trabajaba de cartero y cuidaba de la familia; los guionistas no le pusieron nombre propio pero eso siempre es mejor a que te bauticen como al peque?o ping¨¹ino azul (Eudyptula minor) universalmente conocido por su mal genio como ¡°bastardo ping¨¹ino enano¡±.
Se vino a vivir Pingu a la redacci¨®n del diario en la Zona Franca, luego se traslad¨® con nosotros a Consell de Cent y finalmente hab¨ªa aterrizado en nuestro nuevo destino en la calle de Casp. Siempre ha estado junto a mi ordenador, en los momentos de j¨²bilo creativo y grandes exclusivas (?) y en las horas bajas de picar piedra y cerrar p¨¢ginas sin tregua. Me ayudaba el ping¨¹ino a conjurar el terror a la p¨¢gina en blanco y con su actitud flem¨¢tica pon¨ªa una nota de cordura en este oficio de locos. Cuando no encontraba consuelo en el consejo de redacci¨®n ¨¦l siempre estaba ah¨ª, con su mirada fija de entre ave y pescado, pareciendo decir: ¡°M¨¢s canutas las pas¨¢bamos en el cabo Crozier, a la sombra del Erebus; nos com¨ªan las morsas y adem¨¢s la gente de Scott se empe?aba en tocarnos los huevos, por no hablar del fr¨ªo¡±.
Destacaba por su personalidad entre la colecci¨®n de objetos que adorna mi mesa: el fusilero de plomo de casaca azul, el potecito con arena de la tumba de Tutankam¨®n, el recurvado colmillo de facocero, el grillo encapsulado¡. Hemos pasado muchas cosas juntos, Pingu y yo: noticias de ¨²ltima hora, obituarios de madrugada, marrones de todo tipo, broncas. Esas circunstancias unen, como la mili.
Cuando qued¨¦ para entrevistar a Castellv¨ª, sobre la que se acaba de estrenar un espl¨¦ndido documental, Los recuerdos del hielo, de Albert Sol¨¦, me pareci¨® que le sentar¨ªa bien a Pingu salir a dar una vuelta y conocer gente nueva. Se lo merec¨ªa. Qu¨¦ sorpresa le iba a dar cuando viera a la exploradora. Ahora pienso que fui un imprudente.
Josefina Castellv¨ª ya no solt¨® a Pingu durante toda la charla. ?l segu¨ªa la conversaci¨®n con los ojos muy abiertos, evocando su fabulosa vida de ping¨¹ino en cada palabra sobre el hielo y la Ant¨¢rtida. Al acabar, la se?ora del polo se me qued¨® mirando mientras sopesaba a Pingu y yo supe lo que, noblesse oblige, no ten¨ªa m¨¢s remedio que decir. ¡°El ping¨¹ino es un regalo, por supuesto¡±. Su rostro se ilumin¨® de felicidad, con un punto de piller¨ªa. Aunque, mujer intuitiva ¡ªno diriges una base en la Ant¨¢rtida para luego no saber descifrar estados de ¨¢nimo¡ª, entendi¨® que algo me pasaba. ¡°Acomp¨¢?ame a llevarlo a su sitio¡±, me dijo con una sonrisa.
Atravesamos un largo pasillo y unas estancias fr¨ªas (¡°solo caliento la parte central de la casa¡±) hasta llegar a un saloncito con una alta vitrina. Estaba llena de ping¨¹inos, cientos de ellos, de todos los tipos y tama?os. Una soberbia ping¨¹inera. ¡°Empezaron regal¨¢ndomelos, y luego he seguido yo con la colecci¨®n¡±. Pens¨¦ que esa profusi¨®n de ping¨¹inos ayudaba de alguna forma a la investigadora a soportar su destierro de la Ant¨¢rtida. Abri¨® Josefina con una llavecita y estudi¨® los estantes antes de decidirse por uno, donde coloc¨® con cuidado a mi Pingu. Nos quedamos los dos observ¨¢ndolo. All¨ª, rodeado de cong¨¦neres, parec¨ªa feliz, e indudablemente estaba en su sitio. No podr¨ªa haber hecho nada mejor por ¨¦l. Bueno, s¨ª, llevarlo al polo, pero me queda m¨¢s lejos que la Gran Via. Un hogar con cientos de amigos en casa de una exploradora polar parec¨ªa una muy buena opci¨®n. Tragu¨¦ saliva. Castellv¨ª me estudi¨® detenidamente. ¡°Puedes venir a visitarlo siempre que quieras¡±, dijo. Asent¨ª notando que me embargaba una tristeza tan honda como absurda. No mir¨¦ atr¨¢s. Por si detectaba en Pingu una expresi¨®n de reproche.
Camin¨¦ de vuelta al diario preso de sentimientos encontrados. Recordaba el proverbio japon¨¦s: ¡°Quien ama a sus hijos los env¨ªa lejos¡±. Por otro lado me pesaba la p¨¦rdida. Se dice que los ping¨¹inos son fieles de por vida, ?ay! Eres tonto, me reproch¨¦, era solo un ping¨¹ino de juguete y en el diario tienes a mucha gente de carne y hueso. Ah¨ª est¨¢ Carles Geli.
Sentado ante el ordenador, empec¨¦ mi nueva vida sin Pingu. No est¨¢ siendo f¨¢cil. A menudo me quedo ensimismado, mirando al infinito y me parece verlo en una lejan¨ªa blanca. No me dice nada, permanece inm¨®vil, oteando un desierto helado en mi alma. Poco a poco he ido madurando una decisi¨®n. Regresar¨¦ al piso de la exploradora y tras explicarle el caso iremos los dos de nuevo hasta la vitrina. Le pedir¨¦ que la abra y si el pinguino no quiere seguirme por las buenas tratar¨¦ de hacerme un espacio, de la manera que sea, para quedarme a vivir all¨ª, con ¨¦l.
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