Las claves de la maleta de Portbou
¡°Me pregunto por qu¨¦ la construcci¨®n de Europa ha significado la anulaci¨®n de un pueblo¡±
La maleta de mis padres lleg¨® a Portbou (?Catalu?a, Espa?a, Europa?) ligera de equipaje pero cargada de ilusiones. Portbou era en los primeros a?os cincuenta no solo un enclave fronterizo estrat¨¦gico, sino tambi¨¦n una tierra de promisi¨®n encajonada entre unas monta?as castigadas desde tiempos inmemoriales por la filoxera y la tramontana y mecida por un mar que ofrec¨ªa riquezas infinitas. El pueblo era un paisaje m¨ªtico, donde la escasez severa se viv¨ªa con la alegre resignaci¨®n del aroma de caf¨¦ y el olor a queso que llegaba de la cercana prosperidad francesa. En Portbou conviv¨ªan un convento benedictino bombardeado y en ruinas, una iglesia neog¨®tica, una estaci¨®n con una gigantesca b¨®veda de cristal y acero, pasadizos y b¨²nqueres, dos cines y un casino, un cuartel de la guardia civil, unas escuelas nacionales, la quinta rural (las Cuadras) de la familia Santos Torroella y un cementerio en el que los ni?os pod¨ªan jugar macabramente a ser enterrados en la fosa com¨²n o en el camposanto anexo donde reposaban masones, jud¨ªos y otros seres no bienquistos de la doctrina sacra imperante. Iba a ser el feudo de un sacerdote devoto del Opus Dei, un m¨¦dico acostumbrado a tener mando en plaza y un carism¨¢tico maestro de escuela con olor a orines de gato, todos ellos con la cobertura de tricornios charolados por doquier. No exist¨ªan ni remotamente la idea de ¡°todo por la patria¡± ni la ilusi¨®n de Europa, tan cerca y tan lejos.
Ese mismo universo de opulencia y sacrificio se mantuvo sin cambios en las dos d¨¦cadas por venir. Recuerdo que deb¨ªa ser el a?o 1976: la casa del doctor que hab¨ªa firmado acta de defunci¨®n de Walter Benjamin; a mi hermano disfrazado de valenciano t¨ªpico con la nieta de los propietarios del Hotel Internacional, donde hab¨ªan encontrado muerto al fil¨®sofo alem¨¢n; las calles con alfombras de flores para celebrar el solemne Corpus, con las autoridades religiosas y militares bajo palio; la clase del se?or Smith, que impart¨ªa su justiciera educaci¨®n a ni?os y ni?as de diez a?os, o la del se?or Planas, cuya afilada u?a hac¨ªa el prodigio de convertir a las criaturas en prodigios mnemot¨¦cnicos. Por todo el pueblo la imaginer¨ªa nos remit¨ªa al ¨¢guila imperial y el yugo y las flechas: en los patios segu¨ªan ondeando las astas con la rojigualda; en las aulas los retratos de Francisco Franco Bahamonde (en riguroso sepia) y Jos¨¦ Antonio (virado en azul), los crucifijos con santo Cristo, el enorme mapa de Espa?a de yeso en sobrerrelieve (pirenaica, carpetana, oretana, b¨¦tica y penib¨¦tica). Se separaba y se segregaba por el nivel de notas y de presuntas capacidades (desde el n¨²mero 1 de la fila 1 hasta el n¨²mero 40 de la fila 5), imperaba el castigo f¨ªsico con dolor y se prescrib¨ªan el cabeza abajo y las orejas de burro. La educaci¨®n era clasista, machista, limitada, castrante, excluyente, cat¨®lica y apost¨®lica (¡°?Victoria! T¨² reinar¨¢s!¡±) y, por supuesto, espa?ola y espa?olizante.
En ese a?o en el que todo era siniestramente gris, la lengua de comunicaci¨®n imperante e imperativa era el castellano de Despe?aperros. Con todo, antes de la cena, un grupo de ancianos y algunos j¨®venes con pantal¨®n acampanado estudiaba catal¨¢n con un sacerdote venido de otro pueblo de la comarca y vestido de gris, pero de porte moderno y elegante, sin la halitosis del nuestro; estudiaban catal¨¢n clandestino con la gram¨¢tica de Josep Miracle, un libro pl¨²mbeo de tapas decorosamente grises, y no escond¨ªan su asombro ante el hecho de que el mejor alumno fuese un ni?o, que estaba ah¨ª por una serie de tontos rebotes. En horas de recreo, que eran casi todas, se aprend¨ªa franc¨¦s con chicos y chicas del otro lado de la frontera, una relaci¨®n que acababa siempre a golpes: de forma amistosa en los Entre Villes (remedo local de los tan exitosos Jeux sans Fronti¨¨res) o de mala manera, en alguna fiesta mayor muy pasada de alcohol, al grito guerrero de ¡°que vienen los gabachos¡¡±, de los que envidi¨¢bamos sobre todo sus profesionalizados y aguerridos cuerpos de polic¨ªa y de bomberos. Era un delirante microcosmos rebosante de rancia iconograf¨ªa hisp¨¢nica, incipiente simbolog¨ªa catalana y posos europeos, donde el castellano, el catal¨¢n y el franc¨¦s se aprehend¨ªan por ¨®smosis y capilaridad, sin apriorismos ni pretensiones de "excelencia" y, por supuesto, sin los hoy tan cacareados "recursos".
As¨ª pasaron los a?os y los desenga?os, hasta que, a principios de los ochenta, las maletas hac¨ªan ya el viaje de vuelta, del pueblo a la ciudad o al para¨ªso de los psicotr¨®picos, de donde se volv¨ªa a Portbou como Vittorio Gassman regresa a casa en La familia, con un punto de tristeza y desaz¨®n, recordando a los seres queridos que se quedaron en el camino. As¨ª desaparecieron, con un golpe de tramontana feroz, con el estallido de un torpedo en medio de la bah¨ªa, los iconos de nuestra infancia. Los despojos del viejo convento fueron engullidos por la ampliaci¨®n de la estaci¨®n; los b¨²nqueres de playa fueron arrancados de cuajo; la se?orial fachada modernista frente al mar, con sus cines y sus casinos, fue transformada en bloques de pisos de veraneo; los azulejos de las casas consistoriales se fueron cayendo a trozos; el cuartel de la guardia civil fue abandonado y sellado a cal y canto; los pasadizos secretos subterr¨¢neos fueron taponados. Desde los a?os noventa, con la invenci¨®n de la idea de Europa y su implantaci¨®n mediante normativas y tratados, se han ido perdiendo las aduanas, las fronteras, los pasaportes y el ancho de los ra¨ªles. Portbou ha entrado as¨ª en un bucle depresivo, del que, me temo, le costar¨¢ salir. Solo queda ahora el espacio que alg¨²n d¨ªa fue: las monta?as, el mar, el viento y el fuego siguen siendo las mismas fuerzas tel¨²ricas, pero la escenograf¨ªa que los rodea ha cambiado por completo. Para los que una vez fuimos ni?os en ese punto y ese momento, tan humilde como estimulante para viajar y aprender sin salir de ese rinc¨®n de Espa?a que era una gran bazar del turista, solo nos queda hoy lamentar la vulgaridad de un territorio, como tantos otros, incapaz de reinventarse en lo econ¨®mico (tabaco, alcohol y carburante como tabla de salvaci¨®n), en lo educativo (escuela catalana, integradora y laica) y en lo cultural. En este punto, solo podemos aferrarnos ya al posmoderno t¨²mulo inventado de Walter Benjamin, al que grupos de intelectuales se acercan a rendir pleites¨ªa, convertido solemnemente (a trav¨¦s de placas conmemorativas, seminarios, conferencias, exposiciones, monumentos, rodajes o paseos) en santo y patr¨®n de un prepotente papanatismo cultural paneuropeo.
Mientras tanto, me pregunto por qu¨¦ la construcci¨®n de Europa ha significado la anulaci¨®n de un pueblo; por qu¨¦ con Franco ¨¦ramos malos estudiantes y con la escuela catalana, laica y progresista lo seguimos siendo; por qu¨¦ el catal¨¢n y el castellano se hablan y se escriben igual de mal que contra Franco; y por qu¨¦ tenemos que creer en los h¨¦roes de cart¨®n piedra impuestos por otros en menoscabo de nuestros propios mitos infantiles, cuando la luz de los pueblos deten¨ªa el tiempo. ?Qu¨¦ pueden aportar, entonces, la vieja y la nueva Europa o, ya puestos, la Catalu?a independiente a una plaza ex fronteriza, cruel ejemplo de lo mejor y lo peor de lo que esos pretendidos y remotos para¨ªsos (la ancha v¨ªa europea o la estrecha v¨ªa catalana) representan? Tengo para m¨ª que la verdadera maleta de Portbou no es la de los pasajes de Walter Benjamin, ni la de viejos pol¨ªticos de guante blanco que persiguen con m¨¢s pena que gloria una silla oficial hasta despu¨¦s de su jubilaci¨®n forzosa ni la de pensadores habituales que especulan con el pist¨®n bajo, sino la de tantas buenas y malas personas, tantos familiares y amigos, que han tenido que hacerla muy a su pesar.
Manel Martos es doctor en Humanidades y editor de RBA.
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