La madre que me pari¨®
Hoy, tras un largo tiempo de invisibilidad, la mujer ha tomado el mando en el campo
Mi madre pas¨® un calvario con su cadera derecha, abierta hasta diez veces porque la herida no dejaba de supurar, infectada por una pr¨®tesis que se supone defectuosa, un mal hasta cierto punto com¨²n o nada extra?o si se tiene en cuenta que hasta el rey Juan Carlos tuvo problemas cuando quiso curar una cojera que seguramente le imped¨ªa seguir cazando elefantes en Botsuana. Las piernas se aflojan con la edad, ya no llevan a ninguna parte, cansadas de la vida, especialmente agotadora en los pueblos de comarcas tan desgarradas que todav¨ªa no son reconocidas o no saben ser tales, ninguna como el Llu?an¨¨s.
Aseguran en casa que las caderas de la familia ceden con los a?os de tanto subir y bajar escaleras, ahora para despachar en la tienda, despu¨¦s para dar de comer a las gallinas, a los conejos, a los cerdos o a las vacas, tanto da, porque mi padre sab¨ªa mucho de c¨®mo cuidar la tierra y muy poco de atender la casa y al negocio en tiempos de supervivencia, de una econom¨ªa dom¨¦stica que requer¨ªa una ayuda de la familia y un esfuerzo desgarrador de mujeres como la que me pari¨®, la mayor¨ªa protagonistas an¨®nimas, muy bien retratadas en un documental, La Primavera, de Cristophe Farnarier, filmado en Ogassa.
Nadie como Carme, la protagonista del film, para expresar la heroicidad femenina en tierras como las del Ripoll¨¦s. Las mujeres han soportado durante mucho tiempo a los hombres de manera sacrificada, esclavas de un trabajo ingente que empezaba con los hijos y acababa en la cocina despu¨¦s de limpiar la pocilga, siempre tan duras y constantes como dignas, hero¨ªnas en el s¨®rdido mundo de pay¨¦s, muy interiorizado en Catalu?a. A pesar de su determinaci¨®n, a menudo fueron menospreciadas, utilizadas incluso como moneda de cambio en aquellas partidas de cartas que los feudales organizaban hasta la madrugada en bares de Osona.
Hubo quien empe?¨® a su se?ora por una noche para cubrir una ¨²ltima apuesta, antes de volver a blasfemar a granel, renegar de los suyos y maldecir el pedrisco que se llev¨® la ¨²ltima cosecha, un lloriqueo que contrastaba con el silencio abnegado de la esposa que paseaba su pena por la plaza Mayor. A muchos de nosotros, nuestros padres nos agarraban de un brazo para que nos qued¨¢ramos, herederos de la nada, mientras nuestras madres nos tiraban del otro para que escap¨¢ramos en busca de fortuna, qui¨¦n sabe d¨®nde.
Algunos pudimos estudiar por el sudor de nuestras progenitoras y ganarnos la vida lo suficiente para regresar de vez en cuando a casa y contemplar qu¨¦ queda de aquellos campos que acabaron con la vida de los padres y de las escaleras que rompieron las piernas de las madres, agradecidos y reconciliados con ambos, capaces de admitir que si hubi¨¦ramos sabido cuidar del huerto habr¨ªamos sido capaces tambi¨¦n de cuidar mejor de nosotros mismos, como asegura el refr¨¢n. Hay una generaci¨®n que somos lo que somos por la generosidad de aquellas mujeres casadas con payeses que, agotadas, muchas enviudan de manera serena por el deber cumplido, felizmente redimidas.
Ahora son nuestros hijos los que a menudo se reencuentran con nuestros padres, porque las cosas se han puesto dif¨ªciles en la ciudad y a veces no hay mejor sitio para ejercitar una licenciatura grandilocuente que el pueblo de los abuelos, dichosos porque se recuperan los vi?edos, se limpia la tierra para el pasto o se plantan hortalizas ecol¨®gicas. Hoy ya no se habla de econom¨ªa de supervivencia sino de rentabilidad de las explotaciones familiares, un proceso en el que el protagonismo recae especialmente en la mujer, titular del terreno y no consorte del amo, dichosamente recompensada con el tiempo; justicia po¨¦tica le llaman algunos ahora.
Leo en el Ara un interesante reportaje de Selena Soro en el que se informa de que crece el n¨²mero de mujeres payesas, titulares del 20% de las explotaciones agr¨ªcolas y ganaderas y en su mayor¨ªa especialmente innovadoras por su buena formaci¨®n. Ya no se necesitan animales ni la fuerza bruta para arar el campo, ni son imprescindibles los intermediarios o los negociantes, sino que se impone el ingenio, el inter¨¦s y si se quiere hasta una cierta vocaci¨®n frente a la inercia y a la tradici¨®n en un mundo a veces mal visto por la cultura de la subvenci¨®n, un seguro de vida m¨¢s fiable que el de maldecir el mal tiempo.
Las mujeres dejaron de ir al campo para servir la comida a sus esposos y ahora no solo atienden la tierra sino que dirigen la pol¨ªtica agraria. Al frente de la Conselleria de Agricultura est¨¢ Meritxell Serret, licenciada en Ciencias Pol¨ªticas y de la Administraci¨®n, concejal por ERC en Vallfogona de Balaguer y tambi¨¦n organizadora interna de la Uni¨® de Pagesos. Y como una de las directoras generales figura Montse Barniol, licenciada en Geografia y alcadesa del pueblo de Alpens, la mejor postal seguramente del Llu?an¨¨s.
Ha tomado el mando la mujer en el campo despu¨¦s de un tiempo de invisibilidad. No quiero discutir sobre la paridad ni la feminidad, y menos tras el cartel de la feria Casar-se a Osona ¡ªme basta con aplaudir el art¨ªculo de ayer de Quim Monz¨®¡ª , sino defender que las payesas se merecen gobernar para el disfrute de nuestras madres, mujeres de caderas desgastadas y cabeza l¨²cida, espectadoras de un mundo que no saben d¨®nde ir¨¢ a parar y al tiempo reconfortadas porque su vida tiene m¨¢s sentido que nunca.
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