Mira que te miro
Las miradas de Madrid encandilan e intimidan; la capital te mira a los ojos como ninguna otra ciudad del mundo
C¨®mo mola que Madrid te mire fijamente de frente, como si te reconociera. A veces y quiz¨¢ s¨®lo de vez en cuando, porque hay d¨ªas en los que resulta intimidante: se te queda mirando como si llevaras una mancha de callos en la pechera o huellas de un nefando catarro en las fauces y avanzas sin saber a ciencia cierta qu¨¦ te ve la gente: las pocas personas, los pr¨®jimos y los pr¨®ximos; los que ya conoces de vista y los que se cruzan al azar y deprisa, decididos a llegar siempre a una cita que nadie entiende, pero no sin antes mirarte fijamente. Para que te quede claro que Madrid te mira a los ojos como ninguna otra ciudad del mundo.
Podr¨¢s perderte en Par¨ªs, deambular en Madrid o buscarte a ti mismo en un Berl¨ªn que ya no existe, pero nadie te mirar¨¢ a los ojos fijamente como s¨®lo lo logra Madrid. Con una sonrisa de p¨¢rpados l¨¢nguidos, que a veces parece el gui?o de una confirmaci¨®n. All¨ª en plena Gran V¨ªa, cientos de ojos de todos los colores te miran al pasar en segundos, que se prolongan seg¨²n los pasos. O en el sereno atardecer de lo que le queda de invierno en la Plaza de Oriente, donde un par de ojos negros, envueltos en una bufanda de siglos, te miran directamente a la conciencia.
Sup¨®n que se lee el secreto que llevabas tramando de madrugada y que toda mirada de Madrid al paso va leyendo sin hablar de eso que cre¨ªas que era sue?o. Sup¨®n que alguien descifra, en el largo sendero subterr¨¢neo del Metro, lo que significa en tu cerebro un recuerdo intacto; una vieja culpa; una deuda pendiente. Te mira hipnotizada la ni?a que va en carriola y el anciano con todas las dioptr¨ªas de su biograf¨ªa acumulada. Te otea de reojo el serbio, que alguna vez jug¨® baloncesto, y la simp¨¢tica gordita que parece portera de un edificio derrumbado por la modernidad del mismo Madrid, que te mira en las pupilas de las ni?as que van ri¨¦ndose al salir del colegio.
Y la parvada de monjas de h¨¢bitos trasnochados como especie en peligro de inminente extinci¨®n; te mira el conductor del autob¨²s de bigotes de morsa y cejas como moqueta de sus pupilas de viajero de tren antiguo y te mira la se?ora de la papeler¨ªa que envuelve como regalo los bol¨ªgrafos con los que pretendes anotar cada una de las miradas de Madrid que te ven pasar, invent¨¢ndote al vuelo un cuento para cada p¨¢rrafo del d¨ªa por el juego involuntario donde t¨² mismo intentas narrar cada p¨¢gina de Madrid, leyendo como ensayo cada cara que te cruzas en la redacci¨®n andante de una ciudad que se escribe porque cada uno de sus fantasmas te lee.
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