El hombre de los c¨ªrculos azules
Con "El hombre de los c¨ªrculos azules", Fred Vargas —autora que ha obtenido un gran reconocimiento tanto de cr¨ªtica como de p¨²blico en su Francia natal— nos ofrece una apasionante novela inscrita en el m¨¢s puro g¨¦nero negro.
EL HOMBRE DE LOS C?RCULOS AZULES
Mathilde sac¨® su agenda y escribi¨®: ?El tipo que est¨¢ sentado a mi izquierda empieza a tocarme las narices?.
Bebi¨® un sorbo de cerveza y volvi¨® a echar una ojeada a su vecino, un tipo enorme que daba golpecitos con los dedos en la mesa desde hac¨ªa diez minutos.
A?adi¨® en la agenda: ?Est¨¢ sentado demasiado cerca de m¨ª, como si nos conoci¨¦ramos, aunque jam¨¢s le hab¨ªa visto. Estoy segura de que no le hab¨ªa visto jam¨¢s. No se puede contar nada m¨¢s de este tipo que lleva gafas negras. Estoy en la terraza del Caf¨¦ Saint-Jacques y he pedido una ca?a. La bebo. Me concentro en la cerveza. No tengo nada mejor que hacer?.
El vecino de Mathilde sigui¨® tecleando.
—?Pasa algo? —pregunt¨® Mathilde.
Mathilde ten¨ªa la voz grave y muy cascada. El hombre dedujo que era una mujer y que fumaba todo lo que pod¨ªa.
—Nada, ?por qu¨¦? —pregunt¨® el hombre.
—Me est¨¢ empezando a poner nerviosa verle tamborilear en la mesa. Hoy me crispa todo.
Mathilde acab¨® la cerveza. Todo le parec¨ªa insulso, sensaci¨®n t¨ªpica de los domingos. Mathilde ten¨ªa la impresi¨®n de que sufr¨ªa m¨¢s que los dem¨¢s ese mal bastante com¨²n que ella llamaba el mal del s¨¦ptimo d¨ªa.
—Tiene usted aproximadamente cincuenta a?os, ?verdad? —pregunt¨® el hombre sin apartarse de ella.
—Es posible —dijo Mathilde.
No le hizo ninguna gracia. ?Qu¨¦ pod¨ªa importarle a ese tipo? En ese instante acababa de descubrir que el chorrillo de agua de la fuente de enfrente, desviado por el viento, mojaba el brazo de un ¨¢ngel esculpido m¨¢s abajo, y esos eran seguramente instantes de eternidad. En realidad, el tipo estaba a punto de estropearle el ¨²nico instante de eternidad de su s¨¦ptimo d¨ªa.
Y adem¨¢s, normalmente le echaban diez a?os menos. Se lo dijo.
—?Qu¨¦ importa? —dijo el hombre—. Yo no s¨¦ valorar las cosas como los dem¨¢s, pero supongo que es usted m¨¢s bien guapa, ?o me equivoco?
—?Acaso hay algo raro en mi cara? No parece usted muy convencido —dijo Mathilde.
—S¨ª —dijo el hombre—, supongo que es usted guapa, pero no puedo jurarlo.
—Haga lo que quiera —dijo Mathilde—. De todas formas usted s¨ª es guapo y puedo jurarlo si le sirve de algo. En realidad siempre sirve. Y ahora voy a dejarle. Realmente hoy estoy demasiado crispada para desear hablar con tipos como usted.
—Yo tampoco estoy muy relajado. Iba a ver un apartamento para alquilar y ya lo hab¨ªan cogido. ?Y usted?
—He dejado escapar a alguien que me interesaba.
—?Una amiga?
—No, una mujer a la que he seguido en el metro. Hab¨ªa tomado un mont¨®n de notas y, de repente, la he perdido. ?Lo ve?
—No. No veo nada.
—No lo intenta, eso es lo que pasa.
—Es evidente que no lo intento.
—Es usted un hombre pat¨¦tico.
—S¨ª, soy pat¨¦tico y, adem¨¢s, ciego.
—Dios m¨ªo —dijo Mathilde—, lo siento.
El hombre se volvi¨® hacia ella con una sonrisa bastante perversa.
—?Por qu¨¦ lo siente? —dijo—. De todas formas usted no tiene la culpa.
Mathilde se dijo que deber¨ªa dejar de hablar, pero tambi¨¦n sab¨ªa que no lo conseguir¨ªa.
—?De qui¨¦n es la culpa? —pregunt¨®.
El ciego guapo, como Mathilde ya le hab¨ªa llamado en el pensamiento, se volvi¨® casi de espaldas.
—De una leona que disequ¨¦ para entender el sistema de locomoci¨®n de los felinos. ?A qui¨¦n carajo le importa el sistema locomotor de los felinos! Unas veces me dec¨ªa: es formidable, y otras pensaba: maravilloso, los leones caminan, retroceden, saltan, y eso es todo lo que hay que saber. Un d¨ªa, hice un movimiento torpe con el escalpelo?
—Y le salpic¨®.
—As¨ª fue. ?C¨®mo lo sabe?
—Hubo un chico, el que construy¨® la columnata del Louvre, que muri¨® as¨ª, por culpa de un pajarraco podrido extendido sobre una mesa. Pero fue hace mucho tiempo y era un pajarraco. Realmente es muy grande la diferencia.
—Pero la putrefacci¨®n es la putrefacci¨®n. La putrefacci¨®n me salt¨® a los ojos y me vi lanzado a la oscuridad. Todo termin¨®, ya no pod¨ªa ver. Mierda.
—Una leona asquerosa. Yo conoc¨ª un animal as¨ª. ?Cu¨¢nto tiempo hace?
—Once a?os. Si fuera posible, seguro que en este momento la leona seguir¨ªa ri¨¦ndose a carcajadas. Bueno, ahora yo tambi¨¦n me r¨ªo a veces. Pero no entonces. Un mes despu¨¦s volv¨ª al laboratorio y lo destroc¨¦ todo, esparc¨ª putrefacci¨®n por todas partes, quer¨ªa que la putrefacci¨®n saltara a los ojos de todo el mundo y lanc¨¦ por los aires todo el trabajo del equipo sobre la locomoci¨®n de los felinos. Por supuesto, no logr¨¦ la menor satisfacci¨®n. Estaba decepcionado.
—?De qu¨¦ color eran sus ojos?
—Negros como vencejos, negros como las hoces del cielo.
—Y ahora, ?c¨®mo son?
—Nadie se ha atrevido a describ¨ªrmelos. Negros, rojos y blancos, creo. A la gente se le hace un nudo en la garganta cuando los ve. Imagino que el espect¨¢culo es espeluznante. Jam¨¢s me quito las gafas.
—Pues yo quiero verlos —dijo Mathilde—, si realmente usted quiere saber c¨®mo son. A m¨ª lo espeluznante no me impresiona.
—Eso dicen y luego lloran.
—Un d¨ªa, haciendo submarinismo, un tibur¨®n me mordi¨® la pierna.
—De acuerdo, no debe de ser muy agradable.
—?Qu¨¦ es lo que m¨¢s siente no poder ver?
—Sus preguntas me matan. No vamos a hablar de leones, tiburones y bichos asquerosos todo el d¨ªa, ?verdad?
—No, por supuesto que no.
—Echo de menos a las chicas. Es normal.
—?Las chicas se fueron despu¨¦s de la leona?
—Eso parece. Usted no me ha dicho por qu¨¦ segu¨ªa a esa mujer.
—Por nada. Yo sigo a cantidad de gente, ?sabe? Es m¨¢s fuerte que yo.
—?Su amante se fue despu¨¦s del tibur¨®n?
—Se fue y vinieron otros.
—Es usted una mujer singular.
—?Por qu¨¦ lo dice? —dijo Mathilde.
—Por su voz.
—?Qu¨¦ oye usted en las voces?
—?Vamos, no puedo dec¨ªrselo! ?Qu¨¦ me quedar¨ªa, Dios m¨ªo? Se?ora, hay que dejar algo al ciego —dijo el hombre sonriendo.
Se levant¨® para marcharse. Ni siquiera se hab¨ªa tomado su copa.
—Espere. ?C¨®mo se llama? —dijo Mathilde.
El hombre titube¨®.
—Charles Reyer —dijo.
—Gracias. Yo me llamo Mathilde.
El ciego guapo dijo que era un nombre bastante elegante, que la reina Mathilde hab¨ªa reinado en Inglaterra en el siglo XII, y luego se fue, gui¨¢ndose con un dedo a lo largo de la pared. A Mathilde le importaba un carajo el siglo XII y vaci¨® la copa del ciego frunciendo el ce?o.
Durante mucho tiempo, semanas enteras, en el transcurso de sus excursiones por las aceras, Mathilde busc¨® al mismo tiempo al ciego guapo con el rabillo del ojo. No le encontr¨®. Le calculaba treinta y cinco a?os.
Pr¨®xima entrega: "El secreto del orfebre", de Elia Barcel¨®
Babelia
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