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La novela de la lluvia

Con 'Novela de la lluvia', Karen Duve -la 'enfant' terrible de la nueva narrativa alemana - nos ofrece una apasionante y perturbadora novela a caballo entre el g¨¦nero negro y la intriga psicol¨®gica.

Cap¨ªtulo 1

Nubosidad abundante y chubascos aislados que pueden ser ocasionalmente de car¨¢cter tormentoso, temperaturas m¨¢ximas entre 11 y 14 grados. Viento del noroeste fuerza 2 a 3.

—?Qu¨¦ dices? ?Qu¨¦??

Una joven delgada miraba esforzadamente talud abajo e intentaba captar alg¨²n sonido. Estaba sola en un desolado aparcamiento de una calle vecinal, sola con un Mercedes 300 negro, un desbordante cubo de basura y una caravana remendada y sin ruedas en cuyo techo hab¨ªan clavado un letrero de madera que rezaba TENTEMPI?. La joven se llamaba Martina Ulbricht. Hac¨ªa pocas semanas que se hab¨ªa casado, y su marido, Le¨®n Ulbricht, con quien hab¨ªa salido a visitar una casa —con la intenci¨®n de comprarla si les gustaba— hab¨ªa desaparecido un cuarto de hora antes entre los arbustos y no hab¨ªa vuelto a aparecer. Ella le hab¨ªa estado esperando en el interior del coche, porque llov¨ªa mucho. Sin embargo hab¨ªa empezado a preocuparse y como la lluvia parec¨ªa haber amainado, decidi¨® salir. Hac¨ªa fr¨ªo. Para ser finales de mayo podr¨ªa incluso decirse que hac¨ªa demasiado fr¨ªo. Martina llevaba una minifalda amarilla de piel vuelta —de esas que se cierran con un corchete met¨¢lico—, medias finas de nylon y una sudadera de esas flojas que se llevan siempre demasiado grandes, con la leyenda FIT FOR LIFE grabada en la espalda.

M¨¢s informaci¨®n
Los muertos no se tocan, nene
El secreto del orfebre
El hombre de los c¨ªrculos azules
Diccionario de la pareja
Diccionario del Soltero
La muerte viene de lejos
Huye r¨¢pido, vete lejos

Un minuto despu¨¦s ya se le pegaban a la cara los mechones de la melena, larga hasta la altura de la barbilla. De los arabescos que sus mechones le formaban en la frente, le goteaba el agua hasta la boca. Ten¨ªa una boca grande, dientes como terrones de az¨²car, y las comisuras de los labios algo da?adas, un poquito despellejadas. Esa boca dotaba a su cara de un aire inquietante de fiera acorralada. Pero sobre esa boca surg¨ªa una nariz recta y proporcionadamente larga. Los ojos se enclavaban tan desnudos y asustados en sus cuencas como si no fuera ¨¦se su lugar de procedencia, sino una estaci¨®n de paso, y en cualquier momento pudiera aparecer su verdadero due?o quien, haciendo valer sus derechos, los agarrar¨ªa como dos canicas para ech¨¢rselos al bolsillo. Todos los detalles de su fisonom¨ªa provocaban una impresi¨®n tan favorable que all¨ª donde aparec¨ªa Martina, los hombres se pon¨ªan tensos como perros en parada, les sub¨ªa la temperatura, mientras las mujeres se desinflaban ante su sola visi¨®n como pastelillos mal horneados.

La lluvia ca¨ªa ahora mansa y uniforme y se desperdigaba sobre la superficie lisa del suelo sin formar charcos. Hac¨ªa poco que hab¨ªan asfaltado el aparcamiento.

Cuando Martina lleg¨® al lugar en el que Le¨®n hab¨ªa desaparecido con un paquete de pa?uelos de papel en el pu?o, crujieron los guijarros bajo sus suelas. Tras un cercado alto hasta la rodilla confeccionado con sencillos tablones de madera, se abr¨ªa un camino de tierra. Era tan peque?o y estaba tan escondido que casi no se distingu¨ªa si terminaba pocos metros despu¨¦s o si salvaba el empinado talud para llegar hasta el r¨ªo, que corr¨ªa parejo a la carretera desde unos cuantos kil¨®metros m¨¢s atr¨¢s. Martina llam¨® a Le¨®n. De una distancia inusitadamente larga le lleg¨® su respuesta que son¨® algo as¨ª como ?ven, baja?.

—?Qu¨¦ dices? ?Qu¨¦??

?l volvi¨® a gritar algo, pero en ese mismo instante traqueteaba al otro lado del r¨ªo un tren al pasar y Martina volvi¨® a no entender nada de lo que ¨¦l dec¨ªa. Indecisa, se frotaba las medias de nylon una contra otra, a la altura de las pantorrillas, en busca de un poco de calor. ?Ser¨ªa un error dejar solo el Mercedes? Estaba abierto, Le¨®n se hab¨ªa llevado la llave. Martina dio un par de pasos hacia la curva mientras sus suelas rechinaban contra el suelo. La curva la formaba la carretera vecinal al bifurcarse hacia el aparcamiento. Estir¨® el cuello cuanto pudo para ver si se acercaba alg¨²n otro coche con un posible ladr¨®n en su interior. Un peque?o microb¨²s blanco se acerc¨® —r¨ªtmico movimiento el de los limpiaparabrisas, cortinas en las ventanillas laterales— levantando a su paso una cortina de agua. Luego de nuevo el silencio, roto tan s¨®lo por el sonido de la lluvia y el golpeteo del tren en la distancia. Martina se acerc¨® de nuevo al talud y se prepar¨® para el descenso. El camino estaba tan escondido entre el follaje, que corr¨ªa bajo un techo de chorreantes ramas y entre enormes paredes de ortigas, sa¨²cos y enormes hojas con forma de ruibarbo. Un t¨²nel, una enorme tuber¨ªa verde.

Las gotas resbalaban raudas por las hojas. Los sucios y fr¨ªos tallos de las plantas le acariciaban las manos. Ol¨ªa a barro, a madera y hongos podridos. En la blanda y espesa arcilla del suelo pod¨ªa reconocer la huella de las botas de Le¨®n, que se vaciaban en el suelo como el perfil de un f¨®sil, de un artr¨®podo del paleol¨ªtico.

Martina se agarraba a diestra y siniestra en los matojos, se sujetaba con fuerza a las ramas de los peque?os abedules, para que las superficies lisas de sus zapatos amarillos se hundieran lo menos posible al andar. Pero sus suelas eran lisas, y no hab¨ªa avanzado a¨²n diez pasos cuando cay¨® resbalando por la empinada cuesta. Cay¨® de espaldas sobre el follaje viejo y mullido, sobre la arcilla resbalosa, con las piernas est¨²pidamente retorcidas, y la falda subida hasta las caderas. Cay¨® entre latas de Fanta, bolas de papel gris, bolsas vac¨ªas de gominolas y pu?ados de esti¨¦rcol a medio pudrir. Se qued¨® un momento quieta, atontada, se mordi¨® un poco el labio inferior y se qued¨® mirando la rama que todav¨ªa agarraba con fuerza con la mano derecha. Al soltarla, sali¨® despedida hacia atr¨¢s desprendiendo a su paso una bater¨ªa de gordas gotas de lluvia que le cayeron encima una tras otra. Martina se levant¨®, se coloc¨® como pudo la falda y pas¨® revista.

La camiseta se le pegaba como un envoltorio de fango a la espalda, ten¨ªa el lateral izquierdo embarrado del pelo al pie: el brazo, la falda, la media? ?Todo! El zapato izquierdo estaba probablemente para tirar. Se hab¨ªa clavado en el barro y ten¨ªa pinta de haber servido de molde para hacer pastelitos de barro.

—?Mierda! —murmur¨® Martina mientras se limpiaba la mano izquierda contra una rama blanca, en cuya base crec¨ªan unos honguillos con forma y color de orejas infantiles.

Ahora con menos cuidado y sin agarrarse a ninguna planta, continu¨® hacia delante. Cuando el camino dej¨® de ser empinado y se volvi¨® llano, se acab¨® tambi¨¦n la maleza. Ya s¨®lo quedaban un par de metros sobre arena y piedra antes de llegar al r¨ªo. El r¨ªo rodaba ancho y sin brillo bajo el cielo lluvioso, su superficie se erizaba insistentemente temblando desde su mismo centro en c¨ªrculos cada vez m¨¢s extensos. En la orilla, casi dentro del agua, se encontraba Le¨®n. Llevaba unas toscas botas negras con anillos met¨¢licos en los costados, unos vaqueros negros y un anorak negro; se hab¨ªa sujetado la capucha en la barbilla con los cordones. En medio del paisaje, parec¨ªa un borr¨®n sobre una foto. Le¨®n sujetaba en la mano una rama partida y manipulaba algo que se encontraba en el r¨ªo delante de ¨¦l. Se volvi¨® sorprendido hacia Martina. Le resbalaban gotas por la cara y por los cristales de las gafas redondas que llevaba puestas. Ten¨ªa treinta y ocho a?os. Martina veinticuatro.

—?Pero si te he gritado que no vinieras! ?Para qu¨¦ has venido? —le dijo.

—Llevo esper¨¢ndote una eternidad. Pens¨¦ que te hab¨ªa pasado algo. ?Qu¨¦ has estado haciendo todo este tiempo?

Martina se quit¨® con el dorso de la mano un mech¨®n de pelo de la cara y al hacerlo se dibuj¨® un rastro marr¨®n en la frente. Mir¨® hacia Le¨®n, en direcci¨®n al agua que corr¨ªa tras ¨¦l, entre el ca?izo, all¨ª, all¨ª yac¨ªa algo monstruoso y horroroso, un algo grande, blanco y blando.

—?Qu¨¦ es eso?

Le¨®n volvi¨® la cabeza como si necesitara cerciorarse de a qu¨¦ se refer¨ªa, y no contest¨®. Tampoco importaba. Martina pod¨ªa ver muy bien ella solita qu¨¦ era lo que flotaba sobre el ca?izo: una mujer desnuda.

—?Est¨¢ muerta? ?Est¨¢ muerta, verdad? Oh, Dios m¨ªo, eso es un cad¨¢ver. ?Qu¨¦ hacemos ahora? ?Qu¨¦ diantre debemos hacer ahora?

—No lo mires —le dijo Le¨®n—, es mejor que ahora te vuelvas al coche. Yo ir¨¦ ahora mismo —y de pronto pregunt¨®—. ?Te has ca¨ªdo? Est¨¢s hecha un asco. ?Te has hecho da?o?

Martina dio un paso hacia atr¨¢s, le mir¨®, mir¨® al cad¨¢ver que hab¨ªa en el agua, volvi¨® a mirarle a ¨¦l.

—?Qu¨¦ pretendes hacer con el palo en la mano? —le pregunt¨® con un punto de histeria en la voz—. ?Para qu¨¦ necesitas un palo? ?Est¨¢ muerta, no?

Le¨®n dej¨® la larga rama, con la que se hab¨ªa estado golpeando nerviosamente la bota, se solt¨® la capucha y se la quit¨® de la cabeza. Ten¨ªa el pelo corto, casta?o —m¨¢s escaso por delante que por detr¨¢s—, y con bastantes canas en las sienes. Le pas¨® el brazo sobre los hombros a Martina y le bes¨® en la sien; para hacerlo tuvo que estirarse un poco.

—Anda, venga. Est¨¢s totalmente empapada. No quiero que veas esto. Te llevo al coche ahora y nos vamos.

Su voz deb¨ªa haber sonado despreocupada, pero s¨®lo consigui¨® sonar algo ronca. Sinti¨® sus labios tan h¨²medos y congelados como si hubiera mantenido los pies un buen rato dentro del agua. Martina no consegu¨ªa apartar la vista del cad¨¢ver. La piel muerta estaba p¨¢lida e hinchada, especialmente all¨ª donde se supon¨ªa que antes hab¨ªa sido m¨¢s firme: en las plantas de los pies, en las manos, en las rodillas y en los codos. La carne ofrec¨ªa un aspecto blando, como si alguien pudiera rasgarla utilizando ¨²nicamente las manos. Martina se pregunt¨® si la mujer era joven cuando muri¨®. S¨ª, probablemente era joven. Probablemente hab¨ªa estado de buen ver antes de transformarse en un mont¨®n informe. Ten¨ªa el pelo interminablemente largo. Una melena negra. Un pelo negro como la pez que en alg¨²n momento le habr¨ªa llegado incluso hasta las caderas. Ahora se balanceaba en la ap¨¢tica corriente. El cad¨¢ver yac¨ªa sobre la espalda. Miraba a Martina de frente?, si pudiera hablarse de mirar en este caso. Le faltaban los globos oculares. Al principio, Martina pens¨® que ten¨ªa los p¨¢rpados cerrados, porque las cuencas no estaban ni rojas ni ensangrentadas, sino igual de blancas que el resto del cuerpo. Ese cuerpo? parec¨ªa tan blando, tan vulnerable. En el vello p¨²bico se le entretej¨ªan finas hojas de algas.

De las caderas hacia abajo la mujer estaba tendida sobre los juncos. Ten¨ªa los pies sobre los juncos. Los dedos de los pies carcomidos. Entre los jirones de piel le sobresal¨ªan algunos huesos sueltos. Martina empez¨® a sentirse mal. Y de pronto tuvo que ponerse a pensar en su vieja profesora de manualidades y en los tapetitos que hicieron en tercero de primaria con una tijerita y un papel blanco. Primero se doblaba el papel unas cuantas veces, y luego se recortaban picos y semic¨ªrculos del borde. Y cuando se desdoblaba el papel, aparec¨ªa un tapetito con ribete desflecado. A todos los alumnos les sal¨ªa siempre as¨ª. Pero cuando Martina desdoblaba su tapetito, aparec¨ªa un enorme agujero en el centro o bien se desgajaba en dos mitades. ?Y bien Martina, ?qu¨¦ m¨¢s vas a hacer mal??, le preguntaba la se?ora Weber.

—Dime, ?has dejado el coche solo y abierto ah¨ª arriba? —la voz de Le¨®n volvi¨® a traerla a la realidad—. ?No ser¨¢ verdad! ?Est¨¢s de la olla?

Se dio la vuelta, corri¨® por la orilla mientras la arena salpicaba a cada paso, y se precipit¨® pendiente arriba. Martina corri¨® tras ¨¦l. Cuando lleg¨® al aparcamiento, Le¨®n rodeaba ya el Mercedes que segu¨ªa all¨ª, exactamente igual a como ella lo hab¨ªa dejado. La lluvia tamborileaba con mayor frecuencia en el techo negro. Martina abri¨® la puerta del copiloto, pero Le¨®n se interpuso entre ella y el coche y volvi¨® a cerrar la puerta.

—?Pretendes mancharme toda la tapicer¨ªa?

Abri¨® la puerta trasera y comenz¨® a revolver en el asiento. Una manzana, su m¨¢quina de fotos, una bolsa con un kilo de esp¨¢rragos, que hab¨ªan comprado en un puesto ambulante al borde de la carretera y del que sal¨ªan terroncitos de tierra al levantarlo; una red de naranjas chuchurr¨ªas, el atlas, un pa?uelo de seda estampado con mariposas, la bolsa de la basura, que ol¨ªa festivamente a pieles de naranja, su libro de notas y un libro titulado Sencillamente no puedes entenderme. El libro era de Martina. Desde que estaba con Le¨®n, ¨¦l se tropezaba a todas horas con ese tipo de libros, con los que ella pretend¨ªa desentra?ar el misterio de la masculinidad. Hab¨ªa hecho ya varios intentos para que ella se aficionase a la verdadera lectura: le le¨ªa por las noches, le regalaba libros y, para asegurarse de que no ped¨ªa demasiado, le hab¨ªa prometido darle un masaje en la espalda si consegu¨ªa por lo menos leer hasta el final El Perfume. Nada. Cada vez que la ve¨ªa con un libro en la mano, se trataba de uno de esos libros de consejos para mujeres.

Bajo Sencillamente no puedes entenderme hab¨ªa un semanal, que Le¨®n no hab¨ªa le¨ªdo todav¨ªa. Se decidi¨® por la secci¨®n de viajes y la extendi¨® sobre el asiento del copiloto.

—Como si fuera un perro —dijo Martina mientras se aposentaba encima al tiempo que a?ad¨ªa—. Debemos llamar a la polic¨ªa.

Le¨®n no quer¨ªa, hab¨ªan recorrido un largo camino para visitar esa casa, y ahora estaban ya muy cerca. No ten¨ªa ninguna gana de detenerse por culpa de la polic¨ªa.

—Ya est¨¢ muerta, ?lo entiendes? Ya no hay prisa. Ma?ana la encontrar¨¢ alguien que tenga m¨¢s inter¨¦s en hacerse notar y que rellenar¨¢ con entusiasmo durante horas los formularios. ?Por qu¨¦ quieres negarle semejante placer?

Arranc¨® el coche. El limpiaparabrisas desalojaba el agua hacia los lados.

—Pero debemos llamar a la polic¨ªa —repiti¨® Martina mientras hac¨ªa crujir el papel de peri¨®dico—. Sencillamente debemos hacerlo, aunque sea de manera an¨®nima.

Pr¨®xima entrega: "Huye r¨¢pido, vete lejos" de Fred Vargas.

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