El hijo del acordeonista
En la novela m¨¢s personal de Bernardo Atxaga recorremos, como si mir¨¢ramos un mosaico hecho con distintos tiempos, lugares y estilos, la historia de dos amigos: Joseba y David, el hijo del acordeonista.
A continuaci¨®n reproducimos el cap¨ªtulo 'El comienzo' de El hijo del acordeonista.
(A la venta desde el 26 de abril)
El comienzo
Era el primer d¨ªa de curso en la escuela de Obaba. La nueva maestra andaba de pupitre en pupitre con la lista de los alumnos en la mano. ??Y t¨²? ?C¨®mo te llamas??, pregunt¨® al llegar junto a m¨ª. ?Jos¨¦ —respond¨ª—, pero todo el mundo me llama Joseba?. ?Muy bien.? La maestra se dirigi¨® a mi compa?ero de pupitre, el ¨²ltimo que le quedaba por preguntar: ??Y t¨²? ?Qu¨¦ nombre tienes??. El muchacho respondi¨® imitando mi manera de hablar: ?Yo soy David, pero todo el mundo me llama el hijo del acordeonista?. Nuestros compa?eros, ni?os y ni?as de ocho o nueve a?os de edad, acogieron la respuesta con risitas. ??Y eso? ?Tu padre es acordeonista?? David asinti¨®. ?A m¨ª me encanta la m¨²sica —dijo la maestra—. Un d¨ªa traeremos a tu padre a la escuela para que nos d¨¦ un peque?o concierto?. Parec¨ªa muy contenta, como si acabara de recibir una noticia maravillosa. ?Tambi¨¦n David sabe tocar el acorde¨®n. Es un artista?, dije yo. La maestra puso cara de asombro: ??De verdad??. David me dio un codazo. ?S¨ª, es verdad —afirm¨¦—. Adem¨¢s tiene el acorde¨®n ah¨ª mismo, en la entrada. Despu¨¦s de la escuela suele ir a ensayar con su padre?. Me cost¨® terminar, porque David quiso taparme la boca. ??Ser¨ªa precioso escuchar un poco de m¨²sica! —exclam¨® la maestra—. ?Por qu¨¦ no nos ofreces una pieza? Te lo pido por favor?.
David se fue a por el acorde¨®n con cara de disgusto, como si la petici¨®n le produjera un gran pesar. Mientras, la maestra coloc¨® una silla sobre la mesa principal del aula. ?Mejor aqu¨ª arriba, para que podamos verte todos?, dijo. Instantes despu¨¦s, David estaba, efectivamente, all¨ª arriba, sentado en la silla y con el acorde¨®n entre sus brazos. Todos comenzamos a aplaudir. ??Qu¨¦ vas a interpretar??, pregunt¨® la maestra. ?Padam Padam?, dije yo, anticip¨¢ndome a su respuesta. Era la canci¨®n que mi compa?ero mejor conoc¨ªa, la que m¨¢s veces hab¨ªa ensayado por ser tema de ejecuci¨®n obligada en el concurso provincial de acordeonistas. David no pudo contener la sonrisa. Le gustaba lo de ser el campe¨®n de la escuela, sobre todo ante las ni?as. ?Atenci¨®n todos —dijo la maestra con el estilo de una presentadora—. Vamos a terminar nuestra primera clase con m¨²sica. Quiero deciros que me hab¨¦is parecido unos ni?os muy aplicados y agradables. Estoy segura de que vamos a llevarnos muy bien y de que vais a aprender mucho?. Hizo un gesto a David, y las notas de la canci¨®n —Padam Padam?— llenaron el aula. Al lado de la pizarra, la hoja del calendario se?alaba que est¨¢bamos en septiembre de 1957.
Cuarenta y dos a?os m¨¢s tarde, en septiembre de 1999, David hab¨ªa muerto y yo estaba ante su tumba en compa?¨ªa de Mary Ann, su mujer, en el cementerio del rancho Stoneham, en Three Rivers, California. Frente a nosotros, un hombre esculp¨ªa en tres lenguas distintas, ingl¨¦s, vasco y espa?ol, el epitafio que deb¨ªa llevar la l¨¢pida: ?Nunca estuvo m¨¢s cerca del para¨ªso que cuando vivi¨® en este rancho?. Era el comienzo de la plegaria f¨²nebre que el propio David hab¨ªa escrito antes de morir y que, completa, dec¨ªa:
?Nunca estuvo m¨¢s cerca del para¨ªso que cuando vivi¨® en este rancho, hasta el extremo de que al difunto le costaba creer que en el cielo pudiera estarse mejor. Fue dif¨ªcil para ¨¦l separarse de su mujer, Mary Ann, y de sus dos hijas, Liz y Sara, pero no le falt¨®, al partir, la pizca de esperanza necesaria para rogar a Dios que lo subiera al cielo y lo pusiera junto a su t¨ªo Juan y a su madre Carmen, y junto a los amigos que en otro tiempo tuvo en Obaba?.
?Can we help you?? —??Podemos ayudarle en algo??—, pregunt¨® Mary Ann al hombre que estaba esculpiendo el epitafio, pasando del espa?ol que habl¨¢bamos entre nosotros al ingl¨¦s. El hombre hizo un gesto con la mano, y le pidi¨® que esperara. ?Hold on? —?Un momento?—, dijo.
En el cementerio hab¨ªa otras dos tumbas. En la primera estaba enterrado Juan Imaz, el t¨ªo de David —?Juan Imaz. Obaba 1916-Stoneham Ranch 1992. Necesitaba dos vidas, s¨®lo he tenido una?—; en la segunda Henry Johnson, el primer due?o del rancho —Henry Johnson, 1890-1965—. Hab¨ªa luego, en un rinc¨®n, tres tumbas m¨¢s, diminutas, como de juguete. Correspond¨ªan, seg¨²n me hab¨ªa dicho el propio David en uno de nuestros paseos, a Tommy, Jimmy y Ronnie, tres h¨¢msters que hab¨ªan pertenecido a sus hijas.
?Fue idea de David —explic¨® Mary Ann—. Les dijo a las ni?as que bajo esta tierra blanda sus mascotas dormir¨ªan dulcemente, y ellas lo aceptaron con alegr¨ªa, se sintieron muy consoladas. Pero, al poco tiempo, se estrope¨® el exprimidor, y Liz, que entonces tendr¨ªa seis a?os, se empe?¨® en que hab¨ªa que darle sepultura. Luego fue el turno de un pato de pl¨¢stico que se quem¨® al caerse sobre la barbacoa. Y m¨¢s tarde le toc¨® a una cajita de m¨²sica que hab¨ªa dejado de funcionar. Tardamos en darnos cuenta de que las ni?as romp¨ªan los juguetes a prop¨®sito. Sobre todo la peque?a, Sara. Fue entonces cuando David invent¨® lo de las palabras. No s¨¦ si te habl¨® de ello?. ?No recuerdo?, dije. ?Empezaron a enterrar vuestras palabras.? ??A qu¨¦ palabras te refieres?? ?A las de vuestra lengua. ?De verdad que no te lo cont¨®?? Insist¨ª en que no. ?Yo cre¨ªa que en vuestros paseos hab¨ªais hablado de todo?, sonri¨® Mary Ann. ?Habl¨¢bamos de las cosas de nuestra juventud —dije—. Aunque tambi¨¦n de vosotros dos y de vuestro idilio en San Francisco?.
Llevaba cerca de un mes en Stoneham, y mis conversaciones con David habr¨ªan llenado muchas cintas. Pero no hab¨ªa grabaciones. No hab¨ªa ning¨²n documento. S¨®lo quedaban rastros, las palabras que mi memoria hab¨ªa podido retener.
Los ojos de Mary Ann miraban hacia la parte baja del rancho. En la orilla del Kaweah, el r¨ªo que lo atravesaba, hab¨ªa cinco o seis caballos. Pac¨ªan entre las rocas de granito, en prados de hierba verde. ?Lo del idilio en San Francisco es verdad —dijo—. Nos conocimos all¨ª, mientras hac¨ªamos turismo?. Vest¨ªa una camisa vaquera, y un sombrero de paja la proteg¨ªa del sol. Segu¨ªa siendo una mujer joven. ?S¨¦ c¨®mo os conocisteis —dije—. Me ense?asteis las fotos?. ?Es verdad. Lo hab¨ªa olvidado.? No me miraba a m¨ª. Miraba al r¨ªo, a los caballos.
Nunca estuvo m¨¢s cerca del para¨ªso que cuando vivi¨® en este rancho. El hombre que esculp¨ªa la l¨¢pida se acerc¨® a nosotros con la hoja de papel donde hab¨ªamos copiado el epitafio en las tres lenguas. ?What a strange language! But it's beautiful!? —??Es rara esta lengua, pero hermosa!?—, dijo, se?alando las l¨ªneas que estaban en vasco. Puso su dedo bajo una de las palabras: no le gustaba, quer¨ªa saber si pod¨ªa sustituirse por alguna mejor. ??Se refiere a rantxo?? El hombre se llev¨® un dedo al o¨ªdo. ?It sounds bad? —?Suena mal?—, dijo. Mir¨¦ a Mary Ann. ?Si se te ocurre otra, adelante. A David no le hubiera importado.? Busqu¨¦ en la memoria. ?No s¨¦, quiz¨¢ ¨¦sta?? Escrib¨ª abeletxe en el papel, un t¨¦rmino que en los diccionarios se traduce como ?redil, casa de ganado, aparte del caser¨ªo?. El hombre mascull¨® algo que no pude entender. ?Le parece demasiado larga —aclar¨® Mary Ann—. Dice que tiene dos letras m¨¢s que rantxo, y que en la l¨¢pida no le sobra ni una pulgada?. ?Yo lo dejar¨ªa como estaba?, dije. ?Rantxo, entonces?, decidi¨® Mary Ann. El hombre se encogi¨® de hombros y regres¨® a su trabajo.
El camino que un¨ªa las caballerizas con las viviendas del rancho pasaba junto al cementerio. Estaban primero las casas de los criadores mexicanos; luego la que hab¨ªa pertenecido a Juan, el t¨ªo de David, donde yo me hab¨ªa instalado; al final, m¨¢s arriba, en la cima de una peque?a colina, la casa donde mi amigo hab¨ªa vivido con Mary Ann durante quince a?os; la casa donde hab¨ªan nacido Liz y Sara.
Mary Ann sali¨® al camino. ?Es hora de cenar y no quiero dejar sola a Rosario —dijo—. Se necesita m¨¢s de una persona para hacer que las ni?as apaguen la televisi¨®n y se sienten a la mesa?. Rosario era, junto con su marido Efra¨ªn, el capataz del rancho, la persona con la que Mary Ann contaba para casi todo. ?Puedes quedarte un rato, si quieres —a?adi¨® al ver que me dispon¨ªa a acompa?arla—. ?Por qu¨¦ no desentierras alguna de las palabras del cementerio? Est¨¢n detr¨¢s de los h¨¢msters, en cajas de cerillas?. ?No s¨¦ si debo —dud¨¦—. Como te he dicho, David nunca me habl¨® de esto?. ?Por miedo a parecer rid¨ªculo, probablemente —dijo ella—. Pero sin mayor raz¨®n. Invent¨® ese juego para que Liz y Sara aprendieran algo de vuestra lengua?. ?En ese caso, lo har¨¦. Aunque me sienta como un intruso.? ?Yo no me preocupar¨ªa. Sol¨ªa decir que t¨² eras el ¨²nico amigo que le quedaba al otro lado del mundo.? ?Fuimos como hermanos?, dije. ?No merec¨ªa morir con cincuenta a?os?, dijo ella. ?Ha sido una mala faena.? ?S¨ª. Muy mala.? El hombre que esculp¨ªa la l¨¢pida levant¨® la vista. ??Ya se marchan??, pregunt¨® en voz alta. ?Yo no?, respond¨ª. Volv¨ª a entrar en el cementerio.
Encontr¨¦ la primera caja de cerillas tras la tumba de Ronnie. Estaba bastante estropeada, pero su contenido, un min¨²sculo rollo de papel, se conservaba limpio. Le¨ª la palabra que con tinta negra hab¨ªa escrito David: mitxirrika. Era el nombre que se empleaba en Obaba para decir ?mariposa?. Abr¨ª otra caja. El rollo de papel ocultaba una oraci¨®n completa: Elurra mara-mara ari du. Se dec¨ªa en Obaba cuando nevaba mansamente.
Liz y Sara hab¨ªan terminado de cenar, Mary Ann y yo est¨¢bamos sentados en el porche. La vista era muy bella: las casas de Three Rivers descansaban al abrigo de ¨¢rboles enormes, la carretera de Sequoia Park corr¨ªa paralela al r¨ªo. En la zona llana, los vi?edos suced¨ªan a los vi?edos, los limoneros a los limoneros. El sol descend¨ªa poco a poco, demor¨¢ndose sobre las colinas que rodeaban el lago Kaweah.
Lo ve¨ªa todo con gran nitidez, como cuando el viento purifica la atm¨®sfera y resalta la silueta de las cosas. Pero no hab¨ªa viento, nada ten¨ªa que ver mi percepci¨®n con la realidad. Era ¨²nicamente por David, por su recuerdo, porque estaba pensando en ¨¦l, en mi amigo. David no volver¨ªa a ver aquel paisaje: las colinas, los campos, las casas. Tampoco llegar¨ªa a sus o¨ªdos el canto de los p¨¢jaros del rancho. No volver¨ªan sus manos a sentir la tibieza de las tablas de madera del porche tras un d¨ªa de sol. Por un instante, me vi en su lugar, como si fuera yo el que acababa de morir, y lo terrible de la p¨¦rdida se me hizo a¨²n m¨¢s evidente. Si a lo largo del valle de Three Rivers se hubiese abierto repentinamente una grieta, destrozando campos y casas y amenazando al propio rancho, no me habr¨ªa afectado m¨¢s. Comprend¨ª entonces, con un sentido diferente, lo que afirman los conocidos versos: ?La vida es lo m¨¢s grande, quien la pierda lo ha perdido todo?.
O¨ªmos unos silbidos. Uno de los criadores mexicanos —vest¨ªa un sombrero de cowboy— intentaba separar los caballos de la orilla del r¨ªo. Inmediatamente, todo volvi¨® a quedar en silencio. Los p¨¢jaros permanec¨ªan callados. Abajo, en la carretera de Sequoia Park, los coches marchaban con las luces encendidas y llenaban el paisaje de manchas y l¨ªneas de color rojo. El d¨ªa tocaba a su fin, el valle estaba tranquilo. Mi amigo David dorm¨ªa para siempre. Le acompa?aban, tambi¨¦n dormidos, su t¨ªo Juan y Henry Johnson, el primer propietario del rancho.
Mary Ann encendi¨® un cigarrillo. ?Mom, don't smoke!? —??Mam¨¢, no fumes!?—, grit¨® Liz asomada a la ventana. ?Es uno de los ¨²ltimos. Por favor, no te preocupes. Cumplir¨¦ mi promesa?, contest¨® Mary Ann. ?What is the word for butterfly in basque?? —??C¨®mo se dice butterfly en lengua vasca??—, pregunt¨¦ a la ni?a. Desde dentro de la casa surgi¨® la voz de Sara, su hermana menor: ?Mitxirrika?. Liz volvi¨® a gritar: ?Hush up, silly!? —??C¨¢llate, boba!?—. Mary Ann suspir¨®: ?A ella le ha afectado mucho la muerte de su padre. Sara lo lleva mejor. No es tan consciente?. Se oy¨® un relincho y, de nuevo, el silbido del cuidador mexicano con sombrero de cowboy.
Mary Ann apag¨® el cigarrillo y se puso a mirar en el caj¨®n de una mesita que hab¨ªa en el porche. ??Te ense?¨® esto??, pregunt¨®. Ten¨ªa en su mano un libro de tama?o folio, unas doscientas p¨¢ginas perfectamente encuadernadas. ?Es la edici¨®n que prepararon los amigos del Book Club de Three Rivers —dijo con una media sonrisa—. Una edici¨®n de tres ejemplares. Uno para Liz y Sara, otro para la biblioteca de Obaba, y el tercero para los amigos del club que le ayudaron a publicarlo?. No pude evitar un gesto de sorpresa. Tampoco sab¨ªa nada de aquello. Mary Ann hoje¨® las p¨¢ginas. ?David dec¨ªa en broma que tres ejemplares es mucho y que se sent¨ªa como un fanfarr¨®n. Que deb¨ªa haber tomado ejemplo de Virgilio y pedir a sus amigos que quemaran el original.?
La cubierta del libro era de color azul oscuro. Las letras eran doradas. En la parte superior figuraba su nombre —con el apellido materno: David Imaz— y en el centro el t¨ªtulo en lengua vasca: Soinujolearen semea —?El hijo del acordeonista?—. El lomo era de tela negra, sin referencias.
Mary Ann se?al¨® las letras. ?Por supuesto que lo del color dorado no fue idea suya. Cuando lo vio, se ech¨® las manos a la cabeza y volvi¨® a citar a Virgilio y a repetir que era un fanfarr¨®n.? ?No s¨¦ qu¨¦ decir. Estoy sorprendido?, dije, examinando el libro. ?Le ped¨ª m¨¢s de una vez que te lo ense?ara —explic¨® ella—. Al fin y al cabo, eras su amigo de Obaba, quien deb¨ªa llevar el ejemplar a la biblioteca de su pueblo natal. ?l me dec¨ªa que s¨ª, que lo har¨ªa, pero m¨¢s tarde, el d¨ªa que tuvieras que coger el avi¨®n de vuelta. No quer¨ªa que te sintieras obligado a darle una opini¨®n —Mary Ann hizo una pausa antes de continuar—: Y puede que fuera ¨¦sa la raz¨®n por la que lo escribi¨® en una lengua que yo no puedo entender. Para no comprometerme?. La media sonrisa volv¨ªa a estar en sus labios. Pero esta vez era m¨¢s triste. Me levant¨¦ y di unos pasos por el porche. Me costaba seguir sentado; me costaba encontrar las palabras. ?Llevar¨¦ el ejemplar a la biblioteca de Obaba —dije al fin—. Pero, antes de eso, lo leer¨¦ y te escribir¨¦ una carta con mis impresiones?.
Ahora eran tres los criadores que atend¨ªan a los caballos de la orilla del r¨ªo. Parec¨ªan de buen humor. Re¨ªan sonoramente y se peleaban en broma, golpe¨¢ndose con los sombreros. Dentro de la casa alguien encendi¨® la televisi¨®n.
?Llevaba tiempo con la idea de escribir un libro —dijo Mary Ann—. Probablemente, desde que lleg¨® a Am¨¦rica, porque recuerdo que me habl¨® de ello ya en San Francisco, la primera vez que salimos juntos. Pero no hizo nada hasta el d¨ªa que fuimos a visitar los carvings de los pastores vascos en Humboldt County. Sabes lo que son los carvings, ?verdad? Me refiero a las figuras grabadas a cuchillo en la corteza de los ¨¢rboles?. Efectivamente, los conoc¨ªa. Los hab¨ªa visto en un reportaje que la televisi¨®n vasca hab¨ªa emitido sobre los amerikanoak, los vascos de Am¨¦rica. ?Al principio —sigui¨® ella—, David anduvo muy contento, no hac¨ªa m¨¢s que hablar de lo que significaban las inscripciones, de la necesidad que tiene todo ser humano de dejar una huella, de decir "yo estuve aqu¨ª". Pero de pronto cambi¨® de humor. Acababa de ver en uno de los ¨¢rboles algo que le resultaba extremadamente desagradable. Eran dos figuras. Me dijo que se trataba de dos boxeadores, y que uno de ellos era vasco, y que ¨¦l lo odiaba. Ahora mismo no recuerdo su nombre?. Mary Ann cerr¨® los ojos y busc¨® en su memoria. ?Espera un momento —dijo, poni¨¦ndose de pie—. He estado ordenando sus cosas, y creo que ya s¨¦ d¨®nde est¨¢ la foto que le hicimos a aquel ¨¢rbol. Ahora mismo la traigo?.
Se estaba haciendo de noche, pero a¨²n hab¨ªa algo de luz en el cielo; a¨²n quedaban all¨ª nubes iluminadas por el sol, sobre todo de color rosa, redondas, peque?as, como bolitas de algod¨®n para taponar los o¨ªdos. En la parte baja del rancho, los ¨¢rboles y las rocas de granito se difuminaban hasta parecer iguales, sombras de una misma materia; sombras que, sobre todo, dominaban la orilla del r¨ªo, donde ya no hab¨ªa ni caballos ni criadores con sombrero de cowboy. Entre los sonidos, destacaba ahora la voz de un presentador de televisi¨®n que hablaba de un incendio —a terrible fire— en las cercan¨ªas de Stockton.
Mary Ann encendi¨® la luz del porche y me entreg¨® la fotograf¨ªa con el detalle del ¨¢rbol. Mostraba dos figuras en actitud de lucha, con los pu?os en alto. El dibujo era tosco, y el tiempo hab¨ªa deformado tanto las l¨ªneas que pod¨ªa pensarse que se trataba de dos osos, pero el pastor hab¨ªa grabado con su cuchillo, junto a las figuras, los nombres, la fecha y la ciudad en que tuvo lugar el combate: ?Paulino Uzcudun-Max Baer. 4-VII-1931. Reno?.
?Es normal que David se llevara un disgusto —dije—. Paulino Uzcudun siempre estuvo al servicio del fascismo espa?ol. Era de los que afirmaban que Guernica hab¨ªa sido destruida por los propios vascos?. Mary Ann me observ¨® en silencio. Luego me hizo part¨ªcipe de su recuerdo: ?Cuando volvimos de Humboldt County, David me ense?¨® una fotograf¨ªa antigua donde aparec¨ªa su padre con ese boxeador y otras personas. Me dijo que la hab¨ªan hecho el d¨ªa de la inauguraci¨®n del campo de deportes de Obaba. "?Qu¨¦ gente es ¨¦sta?", le pregunt¨¦. "Algunos eran asesinos", me respondi¨®. Me qued¨¦ sorprendida. Era la primera vez que me hablaba de ello. "?Y los dem¨¢s, qu¨¦ eran? ?Ladrones?", le dije un poco en broma. "Probablemente", me respondi¨®. Al d¨ªa siguiente, cuando volv¨ª del college, lo encontr¨¦ en el estudio, poniendo sobre su mesa las carpetas que hab¨ªa tra¨ªdo a Am¨¦rica. "He decidido hacer mi propio carving", dijo. Hablaba del libro?.
La luz de la bombilla del porche realzaba las letras doradas del libro. Lo abr¨ª y comenc¨¦ a hojearlo. La letra era peque?a, las p¨¢ginas estaban muy aprovechadas. ??En qu¨¦ a?o ocurri¨® todo eso? Me refiero a la excursi¨®n para ver los carvings y lo de ponerse a escribir.? ?Yo estaba embarazada de Liz. As¨ª que hace unos quince a?os.? ??Tard¨® mucho en terminarlo?? ?Pues, no lo s¨¦ exactamente —dijo Mary Ann. Volvi¨® a sonre¨ªr, como si la respuesta le hiciera gracia—. La ¨²nica vez que le ayud¨¦ fue cuando le publicaron el cuento que escuchaste el otro d¨ªa?.
El cuento que escuchaste el otro d¨ªa. Mary Ann ten¨ªa en mente El primer americano de Obaba, un texto que ella hab¨ªa traducido al ingl¨¦s a fin de publicarlo en la antolog¨ªa Writers from Tulare County, ?Escritores del condado de Tulare?. Lo hab¨ªamos le¨ªdo en el rancho, en presencia del propio David, apenas dos semanas antes. Ahora, ¨¦l ya no estaba. Nunca volver¨ªa a estar. En ning¨²n sitio. Ni en el porche, ni en la biblioteca, ni en su estudio, sentado ante el ordenador de color blanco que le hab¨ªa regalado Mary Ann y que utiliz¨® hasta horas antes de ingresar en el hospital. As¨ª era la muerte, ¨¦sa era su forma de actuar. Sin pamplinas, sin contemplaciones. Llegaba a una casa y daba una voz: ??Se acab¨®!?. Despu¨¦s se marchaba a otra casa.
?Ahora que recuerdo, hice m¨¢s cosas para ¨¦l —dijo Mary Ann—. Le ayud¨¦ a traducir dos cuentos que escribi¨® sobre dos de sus amigos de Obaba. Uno de ellos se titulaba Teresa. Y el otro??. Mary Ann no consegu¨ªa recordar el t¨ªtulo del segundo cuento. S¨®lo que tambi¨¦n era un nombre de pila. ??Lubis?? Neg¨® con la cabeza. ??Mart¨ªn?? Volvi¨® a negar. ??Adri¨¢n?? ?S¨ª. Eso es. Adri¨¢n.? ?Adri¨¢n formaba parte de nuestro grupo —expliqu¨¦—. Fuimos amigos durante casi quince a?os. Desde la escuela primaria hasta la ¨¦poca de la universidad?. Mary Ann suspir¨®: ?Un compa?ero m¨ªo del college quer¨ªa public¨¢rselos en una revista de Visalia. Habl¨® incluso de presentarlos a una editorial de San Francisco. Pero David se ech¨® atr¨¢s. No pod¨ªa soportar que se publicaran directamente en ingl¨¦s. Le parec¨ªa una traici¨®n hacia la vieja lengua?.
La vieja lengua. Por primera vez desde mi llegada a Stoneham, advert¨ª amargura en Mary Ann. Ella hablaba perfectamente espa?ol, con el acento mexicano de los trabajadores del rancho. Pod¨ªa imaginarme lo que le habr¨ªa dicho a David en m¨¢s de una ocasi¨®n: ?Si no puedes escribir en ingl¨¦s, ?por qu¨¦ no lo intentas en espa?ol? Al fin y al cabo, el espa?ol es una de tus lenguas familiares. A m¨ª me resultar¨ªa mucho m¨¢s f¨¢cil ayudarte?. David se habr¨ªa mostrado de acuerdo, pero posponiendo la decisi¨®n una y otra vez. Hasta resultar irritante, quiz¨¢s.
Rosario apareci¨® en el porche. ?Me voy a mi casa. Ya sabe que Efra¨ªn es incapaz de hacerse un s¨¢ndwich. Si no se lo preparo yo, se queda sin cenar.? ?Naturalmente, Rosario. Nos hemos entretenido hablando?, respondi¨® Mary Ann levant¨¢ndose de la silla. Yo la imit¨¦, y los dos nos despedimos de la mujer. ?Lo dejar¨¦ en la biblioteca de Obaba?, dije luego, se?alando el libro. Mary Ann asinti¨®: ?All¨ª al menos podr¨¢ leerlo alguien?. ?En la vieja lengua?, dije. Ella sonri¨® ante mi iron¨ªa, y yo me march¨¦ colina abajo, hacia la casa de Juan. Iba a dejar Am¨¦rica al d¨ªa siguiente, y ten¨ªa que hacer el equipaje.
Mary Ann volvi¨® a sacar el tema de la vieja lengua a la ma?ana siguiente, mientras esper¨¢bamos en el aeropuerto de Visalia. ?Supongo que ayer te parec¨ª antip¨¢tica, la t¨ªpica reaccionaria que siente fobia hacia lo minoritario. Pero no me juzgues mal. Cuando David y Juan conversaban entre ellos, lo hac¨ªan siempre en vasco, y para m¨ª era un placer escuchar aquella m¨²sica.? ?Quiz¨¢s ayer tuvieras raz¨®n —dije—. A David le habr¨ªa beneficiado escribir en otra lengua. Al fin y al cabo, ¨¦l no pensaba regresar a su pa¨ªs natal?. Mary Ann desoy¨® mi comentario. ?Me encantaba o¨ªrles hablar —insisti¨®—. Recuerdo que una vez, reci¨¦n llegada a Stoneham, le coment¨¦ a David lo rara que me resultaba aquella m¨²sica, con tanta k y tanta erre. ?l me respondi¨® si no me hab¨ªa dado cuenta, que Juan y ¨¦l eran en realidad grillos, dos grillos perdidos en tierra americana, y que el sonido que yo o¨ªa lo produc¨ªan al batir sus alas. "Empezamos a mover las alas en cuanto nos quedamos solos", me dijo. ?se era su humor?.
Tambi¨¦n yo ten¨ªa mis recuerdos. La vieja lengua hab¨ªa sido, para David y para m¨ª, un tema importante. Muchas de las cartas que nos hab¨ªamos escrito desde su viaje a Am¨¦rica conten¨ªan referencias a ella: ?se cumplir¨ªa la predicci¨®n de Schuchardt? ?Desaparecer¨ªa nuestra lengua? ??ramos, ¨¦l y yo y todos nuestros paisanos, el equivalente al ¨²ltimo mohicano? ?Escribir en espa?ol o en ingl¨¦s se le har¨ªa duro a David —dije—. Somos muy poca gente. Menos de un mill¨®n de personas. Cuando uno solo de nosotros abandona la lengua, da la impresi¨®n de que contribuye a su extinci¨®n. En vuestro caso es distinto. Vosotros sois millones de personas. Nunca se dar¨¢ el caso de que un ingl¨¦s o un espa?ol diga: "Las palabras que estuvieron en boca de mis padres me resultan extra?as"?. Mary Ann se encogi¨® de hombros. ?De todos modos, ya no tiene remedio —dijo—. Pero me hubiera gustado leer su libro?. Reaccion¨® enseguida y a?adi¨®: ?Pocas veces se dar¨¢ el caso de que una americana tenga que decir: "Las palabras que estuvieron en boca de mi marido me resultan extra?as"?. ?Bien pensado, Mary Ann?, dije. Ella hizo un juego de palabras: ?Bien quejado, querr¨¢s decir?. Su acento americano era de pronto muy fuerte.
Empezaron a avisar para el embarque, no hab¨ªa tiempo para seguir hablando. Mary Ann me dio el beso de despedida. ?Te escribir¨¦ en cuanto lea el libro?, promet¨ª. ?Te agradezco que hayas estado con nosotros?, dijo ella. ?Ha sido una experiencia dura —dije—, pero he aprendido mucho. David tuvo mucha entereza?. Volvimos a besarnos y me puse en la fila para embarcar.
Las nubes de color rosa que la v¨ªspera hab¨ªa visto desde Stoneham segu¨ªan en el cielo. Desde la ventanilla del avi¨®n parec¨ªan m¨¢s planas, platillos volantes en un cielo azul. Saqu¨¦ el libro de David de mi maleta de mano. Ven¨ªan primero las dedicatorias: dos p¨¢ginas para Liz y Sara, cinco para su t¨ªo Juan, otras tantas para Lubis, su amigo de la infancia y juventud, dos para su madre? y luego el grueso del relato, que ¨¦l defin¨ªa como ?memorial?. Guard¨¦ de nuevo el libro. Lo leer¨ªa durante el vuelo de Los ?ngeles a Londres, en la et¨¦rea regi¨®n que surcan los grandes aviones y en la que nada hay, ni siquiera nubes.
Una semana m¨¢s tarde escrib¨ª a Mary Ann para informarle de que el libro de David se encontraba ya en la biblioteca de Obaba. Le dije tambi¨¦n que hab¨ªa hecho una fotocopia para uso personal, porque los sucesos narrados me resultaban familiares y yo figuraba como protagonista en alguno de ellos. ?Espero que hacer una cuarta copia y aumentar la edici¨®n no te parezca mal.? El texto era importante para m¨ª. Quer¨ªa tenerlo a mano.
Le expliqu¨¦ luego c¨®mo ve¨ªa yo la forma de actuar de David. A mi entender, ¨¦l hab¨ªa tenido m¨¢s de una raz¨®n para escribir sus memorias en lengua vasca aparte de la que le hab¨ªa apuntado en el aeropuerto de Visalia, referida a la defensa de una lengua minoritaria. En pocas palabras, David se hab¨ªa resistido a que su vida primera y su vida segunda, la ?americana?, se mezclaran; no hab¨ªa querido implicarla a ella, principal responsable de que en Stoneham se sintiera ?m¨¢s cerca que nunca del para¨ªso?, en asuntos que le eran ajenos. Al fin, entre las posibles alternativas —la de Virgilio, por ejemplo: quemar el original— hab¨ªa elegido la m¨¢s humana: ceder al impulso de difundir su escrito, pero a trav¨¦s de una lengua herm¨¦tica para la mayor¨ªa, aunque no para la gente de Obaba ni para sus hijas, si ¨¦stas segu¨ªan su deseo y decid¨ªan aumentar su l¨¦xico e ir m¨¢s all¨¢ de mitxirrika y de las otras palabras enterradas en el cementerio de Stoneham.
??l consideraba que el caso de la gente de Obaba y el de tus hijas era distinto —argument¨¦—. Los primeros ten¨ªan derecho a saber lo que se dec¨ªa de ellos. En cuanto a Liz y Sara, el libro podr¨ªa ayudarles a conocerse mejor, porque hablaba de su progenitor, un cierto David que, inevitablemente, seguir¨ªa viviendo dentro de ellas e influyendo, sin saberse en qu¨¦ medida, en su humor, en sus gustos, en sus decisiones?.
Copi¨¦, al final de la carta, las palabras que David hab¨ªa utilizado como colof¨®n de su trabajo: ?He pensado en mis hijas al redactar todas y cada una de estas p¨¢ginas, y de esa presencia he sacado el ¨¢nimo necesario para terminar el libro. Creo que es l¨®gico. No hay que olvidar que incluso Benjamin Franklin, que fue un padre bastante desafecto, incluye "la necesidad de dejar memoria para los hijos" en su lista de razones v¨¢lidas para escribir una autobiograf¨ªa?.
Mary Ann contest¨® con una postal de la oficina de correos de Three Rivers. Me expresaba su agradecimiento por la carta y por haber hecho realidad el deseo de David. Me formulaba, adem¨¢s, una pregunta. Quer¨ªa saber qu¨¦ opini¨®n me merec¨ªa el libro. ?Muy interesante, muy denso?, le respond¨ª. Ella me envi¨® una segunda postal: ?Entiendo. Los hechos han quedado muy apretados, como anchoas en un tarro de cristal?. La descripci¨®n era bastante exacta. David pretend¨ªa contarlo todo, sin dejar vac¨ªos; pero algunos hechos, que yo conoc¨ªa de primera mano y me parec¨ªan importantes, quedaban sin el relieve necesario.
Unos meses despu¨¦s, faltando ya poco para que finalizara el siglo, puse a Mary Ann al corriente del proyecto que hab¨ªa empezado a madurar a mi regreso de los Estados Unidos: deseaba escribir un libro basado en el texto de David, reescribir y ampliar sus memorias. No como aquel que derriba una casa y levanta en su lugar una nueva, sino con el esp¨ªritu del que encuentra en un ¨¢rbol el carving de un pastor ya desaparecido y decide marcar de nuevo las l¨ªneas para dar un mejor acabado al dibujo, a las figuras. ?Si lo hago de esa manera —expliqu¨¦ a Mary Ann—, la diferencia entre las incisiones antiguas y las nuevas se borrar¨¢ con el tiempo y s¨®lo quedar¨¢, sobre la corteza, una ¨²nica inscripci¨®n, un libro con un mensaje principal: Aqu¨ª estuvieron dos amigos, dos hermanos?. ?Me daba ella su benepl¨¢cito? Me propon¨ªa empezar cuanto antes.
Como siempre, Mary Ann me respondi¨® a vuelta de correo. Dec¨ªa alegrarse con la noticia, y me informaba del env¨ªo de los papeles y de las fotograf¨ªas que pod¨ªan resultarme ¨²tiles. Aseguraba, adem¨¢s, que actuaba empujada por su propio inter¨¦s, ?porque si t¨² escribes el libro, y luego se traduce a una lengua comprensible para m¨ª, no me ser¨¢ dif¨ªcil identificar qu¨¦ l¨ªneas corresponden a la vida que tuvo David antes de que nos conoci¨¦ramos en San Francisco. Quiz¨¢s cicatricen bien tus correcciones y tus a?adidos, volvi¨¦ndose irreconocibles para el extra?o; pero yo compart¨ª con ¨¦l m¨¢s de quince a?os de mi vida, y sabr¨¦ distinguir el trabajo de las dos manos?. Ya en la posdata, Mary Ann suger¨ªa un nuevo t¨ªtulo, El libro de mi hermano, y la conveniencia de no olvidar a Liz y a Sara, ?pues, como t¨² dec¨ªas hace unos meses, pueden convertirse en lectoras del libro, y no me gustar¨ªa que ello les acarreara ning¨²n sufrimiento in¨²til?.
Volv¨ª a escribir a Stoneham, y la tranquilic¨¦ con respecto a sus hijas. Pensar¨ªa en ellas en cada una de las p¨¢ginas, tambi¨¦n para m¨ª ser¨ªan una presencia. Deseaba que mi libro las ayudara un d¨ªa a vivir, a estar mejor en el mundo. Naturalmente, no todos mis deseos eran tan nobles. Tambi¨¦n me mov¨ªa el inter¨¦s. No renunciaba a mi propia marca, desechando la otra opci¨®n, la de convertirme en un mero editor de la obra de David. ?Habr¨¢ gente que no comprender¨¢ mi forma de actuar y que me acusar¨¢ de arrancar la corteza del ¨¢rbol, de robar el dibujo de David —expliqu¨¦ a Mary Ann—. Dir¨¢n que soy un autor acabado, incapaz de escribir un libro por m¨ª mismo, y que por eso recurro a la obra ajena; sin embargo, la verdad ¨²ltima es otra. La verdad es que, conforme pasa el tiempo y los hechos se alejan, sus protagonistas empiezan a parecerse: las figuras se empastan. As¨ª ocurre, seg¨²n creo, con David y conmigo. Y tambi¨¦n, quiz¨¢s en otra medida, con nuestros compa?eros de Obaba. Las l¨ªneas que yo a?ada al dibujo de David no pueden ser bastardas?.
Han transcurrido tres a?os desde aquella carta, y el libro es ya una realidad. Sigue teniendo el t¨ªtulo que tuvo desde el principio, y no el sugerido por Mary Ann. Pero, por lo dem¨¢s, sus deseos y los m¨ªos est¨¢n cumplidos: no hay en ¨¦l nada que pueda hacer da?o a Liz y Sara; tampoco falta nada de lo que, en nuestro tiempo y en el de nuestros padres, ocurri¨® en Obaba. El libro contiene las palabras que dej¨® escritas el hijo del acordeonista, y tambi¨¦n las m¨ªas.
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