La voz dormida
La Guerra Civil vista desde la ¨®ptica de las mujeres, las que estuvieron tanto en la retaguardia como en la vanguardia armada de la guerrilla, en la premiada y famosa novela de Dulce Chac¨®n.
Primeros cap¨ªtulos de LA VOZ DORMIDA
(A la venta desde el 26 de abril)
1
La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Ten¨ªa los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. S¨®lo cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un Ay madre m¨ªa de mi vida que a¨²n no hab¨ªa aprendido a controlar, y lo repet¨ªa casi a gritos sujet¨¢ndose el vientre. Se pasaba gran parte del d¨ªa escribiendo en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le recorr¨ªa la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.
Ya se hab¨ªa acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se hab¨ªa acostumbrado. Y hab¨ªa aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la derrota se cuela en lo hondo, en lo m¨¢s hondo, sin pedir permiso y sin dar explicaciones. Y ten¨ªa hambre, y fr¨ªo, y le dol¨ªan las rodillas, pero no pod¨ªa parar de re¨ªr.
Re¨ªa.
Re¨ªa porque Elvira, la m¨¢s peque?a de sus compa?eras, hab¨ªa rellenado un guante con garbanzos para hacer la cabeza de un t¨ªtere, y el peso le imped¨ªa manipularlo. Pero no se rend¨ªa. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su voz, aflautada para la ocasi¨®n, acompa?aba la pantomima para ahuyentar el miedo.
El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que compart¨ªan la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo tambi¨¦n, en los ojos de sus familiares.
Era d¨ªa de visita.
La mujer que iba a morir no sab¨ªa que iba a morir.
2
El mu?eco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no advierta su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda con precauci¨®n, si la cautela deja de ser compa?era de viaje por un descuido, por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.
Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitaci¨®n con un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y met¨¢licas. Por el interior del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa. Ninguno de los cuatro acertaba a o¨ªr nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido muchos besos de su parte. Y se abrazaba a s¨ª misma para enviarle un abrazo.
La algarab¨ªa de los visitantes no permit¨ªa que Hortensia escuchara lo que su hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente de que a¨²n no hab¨ªan fijado la fecha de su juicio.
—Que todav¨ªa no se sabe cu¨¢ndo saldr¨¢ tu juicio.
—?Qu¨¦?
—El juicio, que no se sabe nada.
Hortensia se agarr¨® a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de Pepa. Pepa se agarr¨® a la alambrada de enfrente para acercarse m¨¢s a ella; fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorr¨ªa el pasillo girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.
3
Los garbanzos de la cabeza del t¨ªtere a¨²n estaban manchados de sangre. Elvira deshizo el mu?eco ante los ojos sorprendidos de su abuelo, que observaba desde el otro lado del pasillo. Alz¨® el guante. La guardiana pas¨® de largo, suponiendo que la joven divert¨ªa a su abuelo con un juego, y continu¨® recorriendo el pasillo con paso firme y las manos enlazadas en la espalda. Cuando la funcionaria estuvo suficientemente alejada de ella, Elvira sac¨® los garbanzos manchados de sangre y se se?al¨® las rodillas.
La distancia y la penumbra impidieron que el anciano viera las heridas de su nieta, a¨²n abiertas.
La guardiana se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto. Grita: ?Elvira, atr¨¢s! Reanuda la marcha lentamente y se dirige hacia Elvira apretando los labios en un moh¨ªn disfrazado de sonrisa. Retuerce los dedos sin retirar las manos de la espalda y vuelve a gritar:
—?Elvira, atr¨¢s!
Elvira da un paso hacia atr¨¢s, justo cuando la guardiana golpea la alambrada con su palma izquierda, a la altura del rostro de Elvira.
—La visita ha terminado para usted. Ret¨ªrese a su galer¨ªa y esp¨¦reme all¨ª.
Y a?ade, sin gritar, dirigi¨¦ndose al abuelo de Elvira:
—M¨¢rchese.
El anciano mira a la mujer que tiene al lado, a la hermana de la que va a morir, a Pepa. La interroga con los ojos, pero no pregunta qu¨¦ ha pasado, porque es mejor no hacer preguntas.
—V¨¢yase, abuelo, la visita ha terminado para su nieta y para usted.
Elvira guarda los garbanzos en el bolsillo, se enfunda el guante en su diminuta mano y la esconde tambi¨¦n en el bolsillo, reprimiendo el deseo de agitarla para despedir a su abuelo. Tampoco el anciano se atreve a despedirse de ella. La mira. Y se da la vuelta. Se abre paso entre los familiares, que contin¨²an gritando mientras se empujan unos a otros para ocupar el espacio que ha dejado libre junto a la valla met¨¢lica. Y se marcha sin haber comprendido nada.
Nada. En absoluto.
4
No hab¨ªa nevado. Las mujeres formaban corros en el patio para sumar sus tibiezas, para reunir entre ellas un poco de calor. Poco. Atisbaban el cielo, con el deseo de que la nieve cayera. Si nieva, templa, insist¨ªa Reme, la mayor del grupo, mientras Tomasa, una extreme?a de piel cetrina y ojos rasgados, la miraba incr¨¦dula.
—Que templa, te lo digo yo.
—Qu¨¦ sabr¨¢s.
—Lo s¨¦, porque mi hijo vive en Le¨®n, y me lo cuenta. Adem¨¢s, el a?o pasado cuando nev¨®, templ¨®.
—Ya se ver¨¢.
Tres d¨ªas llevaban mirando al cielo.
—?Y qu¨¦ hace tu hijo en Le¨®n?
—Est¨¢ a la mina.
—?Y ha visto el mar?
—Si en Le¨®n no hay mar.
—Ah.
—Pero un d¨ªa vio a la Pasionaria.
—?Anda ya!
Reme entreten¨ªa sus dedos peinando a Hortensia, haciendo y deshaciendo su trenza una y otra vez.
—Yo ten¨ªa as¨ªn de largo el pelo. Y as¨ªn de negro.
—?De verdad que tu hijo vio a la Pasionaria?
—De lejos, pero la vio.
Tres d¨ªas estuvieron mirando al cielo. Y tres d¨ªas estuvo Elvira sin poder verlo. Los tres d¨ªas que permaneci¨® recluida en la celda de castigo por haber intentado explicarle a su abuelo que soport¨® el dolor en los interrogatorios, hincada de rodillas sobre los garbanzos, sin despegar los labios, sin contestar una sola pregunta, sin desvelar la identidad de su hermano Paulino.
Y ahora, arrellanada en un rinc¨®n del patio, despu¨¦s de haberse negado a compartir el corro donde Tomasa, Reme y Hortensia intentan mitigar el fr¨ªo, Elvira se acaricia las mejillas con los guantes que le hab¨ªa tejido su madre.
Y comenz¨® a toser.
—Elvirita se ha puesto mala.
—Tiene calentura desde que sali¨® del ?cubo?.
—Habr¨¢ que avisar a la guardia civila.
—Para el caso que te va a hacer.
Reme dej¨® de anudar la trenza de Hortensia.
—Yo voy a ir.
—Pues ve, ya volver¨¢s.
—Cuidado que eres refunfu?ona, Tomasa. ?nicamente sabes refunfu?ar que refunfu?ar. Refunfu?ar ¨²nicamente, carajo.
Tomasa puso en jarras los brazos bajo su toca de lana y se le encar¨®:
—?Y qu¨¦ otro carajo se puede hacer aqu¨ª?
Las discusiones de Tomasa y Reme nunca duraban mucho. Antes de que ambas se acaloraran, mediaba Hortensia entre ellas y las calmaba sin mucha dificultad. Pero en esta ocasi¨®n, Hortensia no las escucha siquiera. Porque toda su atenci¨®n se concentra en Elvira. La contempla, procurando que Elvira no advierta su mirada.
Hortensia ha dejado de acariciarse el vientre. Se sujeta los ri?ones mientras camina hacia el rinc¨®n donde Elvira desliza por sus mejillas los guantes que le hizo su madre poco antes de morir.
Y Elvira tirita.
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