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LECTURA

El cielo de Madrid

Julio Llamazares nos presenta en este libro a Carlos y sus amigos, un grupo de artistas que llegan a Madrid buscando el triunfo y encuentran que nada es como ellos hab¨ªan imaginado

A LA VENTA DESDE EL 10 DE MAYO

Cap¨ªtulos 1 y 2 (Primer c¨ªrculo) de El cielo de Madrid

Primer c¨ªrculo

El Limbo

I

En el verano de 1985, todos ten¨ªamos ya treinta a?os. Quiero decirte con ello que todos ¨¦ramos ya conscientes de que nuestra juventud se acababa. Tal vez por eso, aquel verano lleg¨® a nosotros con una especie de melancol¨ªa de oto?o anticipada.

A pesar de ello, cuando empez¨® el mes de julio, nos fuimos de vacaciones igual que todos los a?os. Unos se fueron al mar, al chalet de alg¨²n amigo o a la casa de verano de sus padres, otros volvieron a casa y otros, como Eva y yo, nos fuimos a hacer el viaje que desde hac¨ªa ya mucho tiempo hab¨ªamos estado so?ando: a Suecia, su pa¨ªs, que yo estaba deseando conocer y ella ansiosa de ense?arme. La v¨ªspera de nuestra partida, encontr¨¦ a Rico en El Limbo. ?l no se iba a ninguna parte. A ¨¦l lo ¨²nico que le gustaba era Madrid y m¨¢s en el verano, cuando apenas queda nadie.

M¨¢s informaci¨®n
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Nuestra incierta vida normal
El matrimonio amateur
Que el cielo la juzgue

—Hazme caso —me dijo, con su habitual gesto esc¨¦ptico, mientras me ofrec¨ªa un cigarro—. ?ste es el ¨²nico lugar del mundo realmente interesante.

Encend¨ª el cigarrillo y me qued¨¦ mir¨¢ndolo. Rico era de Madrid, hab¨ªa vivido aqu¨ª pr¨¢cticamente siempre y aqu¨ª segu¨ªa viviendo, en la casa y del dinero de sus padres. Al parecer, Rico era de buena familia, aunque ¨¦l nunca lo dijera.

La verdad es que Rico era un tipo extra?o. Andaba cerca de los cuarenta y peinaba ya algunas canas, pero nadie sab¨ªa qu¨¦ hac¨ªa ni en qu¨¦ entreten¨ªa su tiempo. De d¨ªa, era dif¨ªcil verlo (seg¨²n ¨¦l, dorm¨ªa hasta el mediod¨ªa), pero, de noche, a partir de las once, se lo encontraba siempre en El Limbo. All¨ª lo hab¨ªa conocido yo, a poco de llegar a la ciudad, en el mismo rinc¨®n en que ahora est¨¢bamos.

Hac¨ªa un calor sofocante. Durante todo el d¨ªa, la tormenta hab¨ªa rondado la ciudad, sin conseguir desatarse, y ahora que ya era de noche el asfalto desprend¨ªa un vaho espeso y caliente que se pegaba a la piel como si fuese una pasta. La puerta del local estaba abierta y los ventiladores funcionando a todo gas, pero hac¨ªa tanto calor que apenas pod¨ªa aguantarse. Pens¨¦ que era una broma que el bar se llamase El Limbo.

—Todo es acostumbrarse —dijo Rico—. Duermes de d¨ªa y vives de noche.

—O sea —le dije yo—, como todo el a?o.

—Ya —me respondi¨® ¨¦l, sonriendo—. Pero, en verano, los d¨ªas son m¨¢s largos.

Julito, el camarero, nos trajo unas cervezas y Rico, tras dar un trago a la suya, volvi¨® al discurso anterior:

—Mira, Carlos, no te enga?es. Todo lo que puedas ver por ah¨ª est¨¢ aqu¨ª. No en Madrid; en este bar, en la esquina de esta calle... Y lo que no —dijo, muy solemne— est¨¢ en el Museo del Prado.

No estaba muy de acuerdo con ¨¦l, pero tampoco ten¨ªa inter¨¦s en llevarle la contraria. Beb¨ª un trago de cerveza y me recost¨¦ en la pared, con el cigarro en los labios.

Hac¨ªa ya muchos a?os que frecuentaba aquel bar. Desde que llegu¨¦ a Madrid en el oto?o de 1975, El Limbo se hab¨ªa convertido en mi cuartel general nocturno, igual que para muchos otros; sobre todo, para los que, como Rico y yo, no ten¨ªamos que madrugar al d¨ªa siguiente. Hab¨ªa pintores, poetas, gente sin profesi¨®n conocida, alg¨²n novelista in¨¦dito, alg¨²n fil¨®sofo puro, alg¨²n m¨²sico, alg¨²n actor y, sobre todo, borrachos. Borrachos de todas clases. Desde el hombre que vend¨ªa poemas por los caf¨¦s hasta el que presum¨ªa, cuando recordaba sus buenos tiempos de actor, de haber trabajado con Ava Gardner. Y de haberse acostado con ella, claro.

La verdad es que El Limbo era un sitio raro. Anclado en mitad del barrio, entre la plaza de las Salesas y la de Alonso Mart¨ªnez, El Limbo acog¨ªa tambi¨¦n a alg¨²n cliente de paso, extranjeros sobre todo y espa?oles de provincias deseosos de conocer el Madrid nocturno, del que les habr¨ªan hablado, y era el sitio preferido de los ¨²ltimos noct¨¢mbulos. Hacia la madrugada, cuando los dem¨¢s cerraban, el bar se llenaba de renuentes y de gente empe?ada en no regresar a casa. A partir de ese momento y hasta la hora del cierre (muchas veces ya de d¨ªa), era cuando El Limbo hac¨ªa honor a su nombre y cuando los clientes se encontraban en su salsa.

Pero, esa noche, todav¨ªa era pronto para que El Limbo estuviese ya animado. Julito y Pepe, los camareros, mostraban su aburrimiento apostados como saurios a ambos lados de la barra y C¨¦sar, el pianista, miraba desde la puerta a la gente que pasaba por la calle. Seguramente, esperando, como nosotros, que la tormenta se desatara.

Rico aplast¨® el cigarro. Me dijo:

—M¨ªralo, ah¨ª lo tienes. ?l ha viajado por todo el mundo sin moverse siquiera de este bar.

Se refer¨ªa a C¨¦sar, el pianista, cuya delgada figura se recortaba en la puerta, de espaldas a nosotros, contra la luz de la calle: la luz del ne¨®n del bar y la del farol de enfrente. Al contraluz de la puerta, el viejo pianista parec¨ªa un cartel m¨¢s, uno de esos cartelones de tama?o natural que anuncian a la puerta de algunos bares la composici¨®n del men¨² del d¨ªa o las especialidades culinarias de la casa. Aunque, as¨ª visto (de espaldas), C¨¦sar no parec¨ªa tan viejo. Incluso alguien que no lo conociera habr¨ªa jurado que no era mayor que Rico. El maestro, como lo llamaba ¨¦ste, se conservaba muy bien, y ello a pesar de vivir siempre al d¨ªa, en pensiones de segunda y comiendo por los bares. A veces, yo lo encontraba en El Nueve, a pocos metros del Limbo, o en el Bogot¨¢, en Bel¨¦n, el restaurante m¨¢s concurrido y barato de la zona en aquel tiempo, compartiendo el men¨² del d¨ªa con los obreros y con los estudiantes del barrio. Aunque siempre estaba solo en una mesa. Al parecer, el maestro, que hab¨ªa estado casado y ten¨ªa ya alg¨²n hijo de mi edad, llevaba separado muchos a?os y, desde entonces, su ¨²nica casa era El Limbo y su ¨²nico amigo el piano. No en vano, desde hac¨ªa doce, all¨ª pasaba las noches, bebiendo whisky y tocando.

—Pues hoy no parece que tenga muchas ganas —le coment¨¦ por lo bajo a Rico, que acababa de apagar el anterior y ya estaba encendiendo otro cigarro.

—No me extra?a —dijo ¨¦ste, observando el panorama.

Y es que El Limbo estaba en cuadro. Desde finales de junio, la gente hab¨ªa comenzado a desfilar y, ahora que ya se acercaba agosto, las deserciones se produc¨ªan en masa. Excepto a Rico y a pocos m¨¢s (los que estaban en el bar aquella noche), parec¨ªa como si a todos el verano en Madrid nos quemase.

Pero al maestro aquello no parec¨ªa importarle. Al menos no demasiado. Cuando le pareci¨®, dej¨® de mirar la calle y se dirigi¨® a su sitio, salud¨¢ndonos, al pasar junto a nosotros, con un leve movimiento del cigarro (siempre ten¨ªa un cigarro en la boca, incluso mientras tocaba). Se sent¨® y abri¨® el piano y comenz¨® a acompa?ar, para ejercitar los dedos, la m¨²sica que sonaba.

En la barra, Julito y Pepe se despertaron. Pepe quit¨® la m¨²sica y Julito le llev¨® a C¨¦sar su primer whisky, que ¨¦ste pos¨®, como siempre, despu¨¦s de beber un trago, en el borde de la tapa del piano. Mir¨¦ la hora: eran las once y cuarto.

A esa hora, otras noches, ya estar¨ªan en El Limbo Suso y Mario. Y estar¨ªan al llegar los de Argensola, y los del grupo de Salamanca; o sea, los habituales. Pero la mayor¨ªa ya estaban de vacaciones y Suso, aunque segu¨ªa a¨²n en Madrid, hab¨ªa quedado con una chica que hab¨ªa conocido en un bar el d¨ªa anterior. Aparecer¨ªa despu¨¦s, como siempre, exhibiendo con orgullo su conquista o renegando de las mujeres, en caso de fracaso.

La verdad es que Suso no cambiaba. Desde que lo conoc¨ªa, no hac¨ªa m¨¢s que pensar en las mujeres; eran lo ¨²nico que le interesaba. Incluso cuando escrib¨ªa, que era lo que pretend¨ªa hacer y para lo que hab¨ªa venido a Madrid abandonando sus estudios de Derecho y el despacho que su padre le ten¨ªa preparado en La Coru?a, lo hac¨ªa pensando en ellas; pensando en impresionarlas. Aunque tampoco escrib¨ªa mucho, la verdad. No ten¨ªa tiempo, dec¨ªa. Suso pensaba, como Balzac, que cada mujer de la que te enamoras es una novela menos que escribes, pero, al contrario que el escritor franc¨¦s, ¨¦l prefer¨ªa enamorarse a escribir, al menos mientras pudiera. Ya tendr¨¦ tiempo, dec¨ªa, cuando me canse.

—?Cuando te canses de qu¨¦? —le provocaba Agust¨ªn, el camarero del Nueve, cuando Suso dec¨ªa aquello.

—De escribir. ?De qu¨¦ va a ser?... ?No te jode! —le respond¨ªa Suso, sarc¨¢stico.

Pero, de momento al menos, Suso no parec¨ªa cansarse. Al contrario, ¨²ltimamente apenas paraba en casa. Desde lo de la italiana, que lo dej¨® por un guitarrista (a ¨¦l, que odiaba a los m¨²sicos m¨¢s que a ning¨²n otro gremio en el mundo: dec¨ªa, enmendando a Marx, que eran el opio del pueblo), parec¨ªa que quer¨ªa resarcirse del fracaso. Mario, en cambio, era todo lo contrario. Ten¨ªa una novia, Mar¨ªa, desde muy joven, pero lo ¨²nico que hac¨ªa era escribir, aunque ya no necesitaba impresionarla. Mario lo que quer¨ªa era triunfar cuanto antes. Ahora estaba en Tenerife, en casa de su familia, terminando una novela que llevaba ya escribiendo varios a?os. Suso dec¨ªa que Mario todav¨ªa no sab¨ªa que la mejor novela, para un escritor puro, es el fracaso.

La tormenta no llegaba. C¨¦sar empez¨® a tocar y en la barra acabaron todos de despertarse. Hab¨ªa ya algunos m¨¢s: Juan Luis, el due?o del Limbo; Paloma, la novia de Pepe, y un amigo de Julito. Todos, pues, de la familia. Y todos adormilados. Alguno, posiblemente, terminar¨ªa de levantarse.

El que lleg¨® fue el due?o de Sam, igual que todas las noches, con la correa del perro amarrada al cinto y el peri¨®dico del d¨ªa bajo el brazo. Como de costumbre hac¨ªa, fue el perro el que entr¨® primero, tirando de la correa (y del due?o) en direcci¨®n a la barra. Pepe le daba patatas fritas y el perro lo persegu¨ªa de un lado a otro del mostrador, erguido sobre las patas, mientras el due?o tomaba caf¨¦ a su lado. Luego, ¨¦ste fumaba un cigarro y, despu¨¦s, los dos se iban y se perd¨ªan entre los coches. Siempre iban juntos y casi siempre solos, como dos enamorados. A veces, yo los ve¨ªa cuando regresaba a casa, paseando todav¨ªa o sentados en la plaza, y me preguntaba, no sin envidia, qu¨¦ habr¨ªa entre ellos para que siempre estuvieran juntos, sin separarse.

Empec¨¦ a sentirme triste. Me ocurr¨ªa algunas veces, cuando las noches se presentaban tan insulsas y vac¨ªas como aqu¨¦lla o cuando iba a emprender un viaje. Y, aquella noche, se daban ambas circunstancias. Adem¨¢s, C¨¦sar parec¨ªa empe?ado en llenarnos de melancol¨ªa. Cuando termin¨® Ansiedad, la canci¨®n con la que siempre sol¨ªa empezar las noches (era casi como un himno), comenz¨® a tocar Sin ti, un bolero de Los Panchos que tocaba pocas veces y siempre a ¨²ltima hora, cuando ya estaba borracho. Se ve que tambi¨¦n a ¨¦l la tormenta, o lo que fuera, le hab¨ªa puesto nost¨¢lgico.

Record¨¦ el d¨ªa en que conoc¨ª El Limbo. Fue al poco tiempo de haber llegado a Madrid, con Julia y con Paco Arias. Paco Arias, que viv¨ªa en Fuencarral, sol¨ªa ir todas las noches y nos llev¨® a conocerlo apenas reci¨¦n llegados. Recuerdo que estaba C¨¦sar tocando. Nos sentamos en una mesa del fondo, al lado del guardarropa, y durante largo rato permanecimos todos callados. Paco Arias no hac¨ªa m¨¢s que liar porros, igual que todas las noches, y Julia y yo, que acab¨¢bamos de llegar a la ciudad, lo mir¨¢bamos todo con asombro provinciano. Yo, especialmente, el cielo del techo, que me pareci¨® el m¨¢s bello que hab¨ªa visto jam¨¢s. Siempre, de hecho, me lo sigui¨® pareciendo, aunque desde aquella noche volv¨ª a verlo muchas veces. Tantas como pasar¨ªa en El Limbo antes de que lo cerraran.

Mientras lo volv¨ªa a mirar, y mientras escuchaba a C¨¦sar, que segu¨ªa tocando el piano como si estuviese solo en el bar, pens¨¦ en qu¨¦ habr¨ªa sido de Julia y de toda la gente que conoc¨ª por entonces. Hab¨ªan pasado diez a?os. Diez a?os ya desde aquella noche en la que Paco Arias nos llev¨® a conocer El Limbo, del que tanto nos hablaba all¨¢, en Oviedo, cuando volv¨ªa de vacaciones. Paco Arias hab¨ªa venido antes, cuando empez¨® a estudiar Bellas Artes, e hizo de puente para nosotros y de anfitri¨®n y de gu¨ªa cuando llegamos. No en vano todos hab¨ªamos estudiado juntos y comenzado a so?ar con Madrid cuando la lluvia triste de Asturias nos reclu¨ªa en el bar Sevilla o en los de la calle Ur¨ªa, junto con los vecinos del barrio. Luego, ¨¦l se fue (como en el viaje de ida, el primero) y Julia y yo, aunque seguimos juntos un tiempo, acabamos tambi¨¦n separ¨¢ndonos. Julia se qued¨® en Madrid, pero le perd¨ª la pista. Lo ¨²ltimo que supe de ella es que se hab¨ªa casado.

La verdad es que, a veces, todav¨ªa la a?oraba. A?oraba su pelo negro y la pureza de aquellos ojos que vi por primera vez en aquel bar de la Facultad en el que sol¨ªa pasar las horas con mis amigos hablando de pintura y poes¨ªa y conspirando (eran los a?os setenta y la Universidad estaba m¨¢s en los bares que en las aulas de las clases). Aquella tarde, recuerdo, cuando ella entr¨®, nos quedamos todos callados. Era tan bella que parec¨ªa pintada.

En seguida se convirti¨® en la musa del grupo. Un grupo en el que todos lo compart¨ªamos todo, o al menos lo pretend¨ªamos, y en el que, por eso mismo, Julia no deb¨ªa ser de nadie. Aunque desde el primer momento se estableci¨® entre nosotros una dura competencia por ver qui¨¦n la conquistaba. Termin¨¦ haci¨¦ndolo yo, ante mi propia sorpresa, y fue la primera causa de que el grupo se rompiera. La siguiente fue la vida, que ya empezaba a llamarnos.

Cuando llegamos aqu¨ª, Julia todav¨ªa ten¨ªa aquella mirada limpia que me enamor¨® la primera vez y que me acompa?¨® por los bares de Oviedo durante m¨¢s de dos a?os; los que tardamos en decidirnos a dar el salto a Madrid para intentar realizar nuestras pobres ilusiones provincianas: la ilusi¨®n de ser felices, y libres, y hasta famosos. Pero en seguida empez¨® a enturbi¨¢rsele. La dureza de Madrid, unida a las decepciones que la vida nos ten¨ªa reservadas (y de muchas de las cuales yo fui culpable en su caso), se la fueron enturbiando poco a poco, como la lluvia triste de Oviedo, hasta acabar convirti¨¦ndosela en aquel mar de tristeza que eran sus ojos cuando nos separamos. Era el a?o 81 y hab¨ªan pasado seis a?os.

Hab¨ªan pasado seis a?os. Y otros cuatro m¨¢s desde entonces. Julia estar¨ªa ahora durmiendo junto a un desconocido mientras yo segu¨ªa escuchando a C¨¦sar y contemplando el cielo del Limbo, como aquella noche de oto?o en la que Paco Arias nos lo ense?¨®. Hab¨ªan pasado diez a?os. Diez a?os ya y apenas me hab¨ªa enterado.

—?Otra cerveza? —me sac¨® Rico de mis recuerdos.

—Bueno —le respond¨ª, regresando bruscamente del pasado.

II

Del pasado y del futuro. Porque, mientras recordaba, mientras, a mi lado, Rico beb¨ªa y fumaba en silencio igual que todas las noches, comenc¨¦ a pensar tambi¨¦n en el viaje que emprend¨ªa al d¨ªa siguiente y, sobre todo, en lo que me encontrar¨ªa en Madrid cuando volviera. Un pensamiento que me angustiaba desde hac¨ªa d¨ªas, aunque me resist¨ªa a reconocerlo.

Siempre me ocurr¨ªa lo mismo cuando llegaban las vacaciones. Sol¨ªa ocurrirme en junio, incluso, a veces, ya en mayo, en esos d¨ªas inmensos en los que la primavera va avanzando hacia el verano y la ciudad se llena de gente y de turistas que van de paso. De repente, una inquietud, como una extra?a zozobra, se me instalaba en el pecho y ya no me abandonaba hasta que por fin me iba. Pero, aquel a?o, era diferente. Aquel a?o, la inquietud hab¨ªa dejado paso a una especie de nostalgia inexplicable que me oprim¨ªa el est¨®mago y que, en lugar de atenuarse, como me ocurr¨ªa otras veces, hab¨ªa ido en aumento a medida que el verano transcurr¨ªa. Era como si temiera que, aquel verano, las despedidas fueran a ser para siempre; como si presintiera que, a la vuelta de mi viaje, ya nada ser¨ªa lo mismo; como si supiera ya que, aquel a?o, el verano no iba a ser otro par¨¦ntesis de tiempo, como todos los veranos anteriores, sino un punto y aparte en nuestras vidas. ?Ser¨ªa que hab¨ªa llegado el momento de abandonar para siempre, definitivamente, la juventud?

Otros a?os, en efecto, cuando llegaban las vacaciones, yo me iba de Madrid con la impresi¨®n de dejar atr¨¢s, adem¨¢s de a los amigos, una parte de mi vida; la parte que se cerraba, como la puerta a mi espalda, cuando sal¨ªa de casa. Pero no era importante. O, al menos, no lo cre¨ªa as¨ª entonces, cuando lo estaba viviendo, aunque luego, con el tiempo, me diera cuenta de que cada una de aquellas despedidas era una p¨¦rdida m¨¢s que se sumaba a las otras para juntas ir rob¨¢ndome la vida. Pero ahora la impresi¨®n era la de que aquel tiempo se terminaba; que aquellos a?os felices que hab¨ªa vivido en Madrid y que cre¨ªa infinitos se acababan para siempre sin que ni yo ni nadie pudi¨¦ramos impedirlo. Por eso, aquella noche, en El Limbo, yo estaba tan melanc¨®lico, pese a que ten¨ªa motivos para todo lo contrario.

—?Y Eva? —me pregunt¨® Rico, mir¨¢ndome.

—Qued¨® en casa. Preparando las maletas.

No hab¨ªa querido salir. La hab¨ªa llamado dos veces, a su trabajo y, m¨¢s tarde, a casa, pero las dos me dijo lo mismo: que no quer¨ªa salir, que prefer¨ªa quedarse en casa preparando las maletas para no tener que hacerlas al d¨ªa siguiente. Siempre tan previsora, tan responsable.

—?A qu¨¦ hora sale el avi¨®n?

—A la una.

—?Ah! Entonces tienes tiempo de emborracharte —me dijo Rico, sonriendo, a la vez que me ofrec¨ªa otro cigarro.

S¨ª, sin duda Rico ten¨ªa raz¨®n. Sin duda Rico estaba en lo cierto y lo mejor que yo pod¨ªa hacer esa noche era emborracharme, a la vista de c¨®mo me sent¨ªa y de lo que me rodeaba. Madrid era un cementerio y El Limbo un pante¨®n vac¨ªo lleno de espejos y de fantasmas.

Nunca los hab¨ªa visto as¨ª. Tal vez era una impresi¨®n, un reflejo de mis propias inquietudes, pero, desde hac¨ªa ya d¨ªas, Madrid parec¨ªa un desierto del que hasta el viento se hubiera ido. Era como un escenario abandonado por sus actores, como un inmenso teatro lleno de polvo y de sombras que se iba convirtiendo poco a poco en un magn¨ªfico decorado. Un decorado de asfalto y piedra, lleno de coches inm¨®viles, que flotaba como un barco en la calima de los d¨ªas y que de noche se iluminaba bajo las luces de las tormentas.

Y lo mismo suced¨ªa con El Limbo. Cada d¨ªa estaba m¨¢s muerto, m¨¢s vac¨ªo y decadente, pese a que algunos clientes le segu¨ªan siendo fieles, como si su presencia fuera obligada. ?se era el caso de Rico, que no fallaba una noche.

—?Y qu¨¦ har¨¢s en agosto, cuando cierre? —le pregunt¨¦, se?alando el bar.

—Hay m¨¢s bares —me respondi¨® ¨¦l, sonriendo.

—Ya. Pero no es lo mismo —le dije yo, imagin¨¢ndolo en cualquier bar de la zona, de los pocos que quedar¨ªan abiertos. Una imagen que se me antojaba triste, quiz¨¢ porque yo lo estaba.

—No creas —me dijo Rico, impasible, soltando el humo del cigarrillo en direcci¨®n al ventilador—. Incluso viene bien cambiar de aires.

?Cambiar de aires!... Eso era lo que iba a hacer yo y lo que me preocupaba tanto. Present¨ªa que aquel mundo evanescente, aquel mundo de ilusiones y de sue?os en el que viv¨ªa yo entonces era tan fr¨¢gil y delicado que cualquier cambio pod¨ªa romperlo. Y, por otra parte, tem¨ªa que eso ocurriera en mi ausencia, cuando nada podr¨ªa hacer por impedirlo.

Nunca hasta entonces lo hab¨ªa visto tan cerca. Desde que llegu¨¦ a Madrid (y a¨²n antes: cuando todav¨ªa viv¨ªa en Asturias y era un estudiante joven que miraba la vida y el mundo con desprecio), hab¨ªa vivido con tanta prisa, tan de espaldas a ¨¦ste y a m¨ª mismo, que pensaba que el tiempo s¨®lo corr¨ªa para los otros y que yo estaba a salvo de su paso. Los primeros a?os, con Julia, y, luego, ya por mi cuenta, viv¨ª Madrid y sus largas noches como si fueran una aventura que no iba a acabar nunca; una aventura irreal, hecha de amores y sue?os que nunca se terminaban porque no llegaban a realizarse jam¨¢s.

Los primeros a?os, con Julia, fueron los m¨¢s divertidos. Los dos ¨¦ramos muy j¨®venes, est¨¢bamos enamorados y cre¨ªamos que la vida tambi¨¦n estaba de nuestra parte. Eran los a?os setenta, los primeros tras el franquismo, cuando Madrid y todo el pa¨ªs despertaban del letargo en que viv¨ªan y se dispon¨ªan, como nosotros, a recuperar el tiempo perdido.

Fue la ¨¦poca en la que conocimos a Juan y a Suso. Y a Mario. Y a Julio. Y a Carlos Cuesta. Y a Pedro. Y a Rosa Ramos... Gente que, como nosotros, hab¨ªa llegado a Madrid con su maleta y su sue?o a cuestas, todos dispuestos a ser felices y decididos a realizarlo. Fueron a?os trepidantes. Viv¨ªamos todos juntos en buhardillas o en pisos de alquiler que cambi¨¢bamos cada poco en funci¨®n de las circunstancias y de nuestras posibilidades, y pas¨¢bamos los d¨ªas en una especie de larga fiesta que s¨®lo se interrump¨ªa cuando llegaban las vacaciones. Entonces, cada uno regresaba a su lugar, como los p¨¢jaros en el oto?o, para volver al cabo de un tiempo con los sue?os y las fuerzas renovados. Ambos los necesit¨¢bamos, sin duda, pues, al mismo tiempo, viv¨ªamos en la pobreza m¨¢s absoluta.

Pero era emocionante. Era como vivir en una noria de feria, en el centro de una ola torrencial e irresistible que nunca se deten¨ªa y que un¨ªa los d¨ªas con las noches, como si todos fueran la misma cosa. Era la ¨¦poca de las discusiones, de las manifestaciones pol¨ªticas, de las fiestas clandestinas y los m¨ªtines prohibidos y de las largas noches de confidencias en casa de los amigos o en las barras de los bares. Y tambi¨¦n, para nosotros, del descubrimiento de una libertad que hab¨ªa sido un largo sue?o para dos generaciones de espa?oles anteriores a la nuestra.

A la vez, yo iba pintando. Todav¨ªa no sab¨ªa qu¨¦ era lo que quer¨ªa pintar, ni ten¨ªa sitio a veces para poder hacerlo con calma, pero pintaba y pintaba con esa decisi¨®n firme de quien est¨¢ convencido de que acabar¨¢ encontrando ambas cosas. El verde intenso de Asturias segu¨ªa fijo en mi paleta, como sus lluvias en mi memoria, pero empezaba a mezclarse con los rosas y violetas de los cielos de Madrid. Un Madrid que quiz¨¢ no era el real, pero que era el que yo viv¨ªa: el Madrid del Limbo y de Malasa?a, el de los viejos caf¨¦s, el de las churrer¨ªas y los bares sin destino y el de los amaneceres fr¨ªos de retirada. Aquel Madrid ya desaparecido que despertaba, como nosotros, a un tiempo de libertad.

Madrid empez¨® a cambiar hacia principios de los ochenta. Coincidi¨® con el final de aquellos a?os hist¨®ricos (para el pa¨ªs y para nosotros) y, en mi caso, sobre todo, con el de mi relaci¨®n con Julia. Fue en el invierno de 1981. Despu¨¦s de meses de desencuentros, de alejamientos y de reconciliaciones que apenas duraban d¨ªas, semanas todo lo m¨¢s, Julia y yo decidimos separarnos y seguir cada uno por nuestro lado. Fue una decisi¨®n muy triste. Aunque los dos la sab¨ªamos cercana (fundamentalmente ella, que llevaba mucho tiempo soportando mis traiciones), significaba romper con varios a?os de vida y con innumerables sue?os comunes, algunos ya realizados. Pero era inevitable. Yo me hab¨ªa cansado de ella y ella sufr¨ªa conmigo. Por eso, aquella ma?ana, cuando nos despedimos, sent¨ª que algo importante se terminaba y no s¨®lo aquella historia que hab¨ªa empezado en Oviedo, cuando los dos ¨¦ramos todav¨ªa casi adolescentes y ten¨ªamos a¨²n toda la juventud por delante.

Pero, en aquel momento, apenas me di cuenta de todo aquello. Entonces yo viv¨ªa sumergido en la trepidante fiesta en que Madrid se hab¨ªa convertido y no ten¨ªa tiempo para pararme a pensar en ello y mucho menos en lo que significaba. Entre pintar y quemar las noches vagando de bar en bar, buscando nuevas conquistas y experiencias que contar al d¨ªa siguiente (no importaba su inter¨¦s), ni siquiera ten¨ªa tiempo de echar de menos a Julia. Y, cuando eso me suced¨ªa (al principio, con m¨¢s frecuencia, pero, luego ya, a medida que fue pasando el tiempo, cada vez con menos fuerza e intensidad), me consolaba pensando que lo que hab¨ªa perdido al perderla a ella lo compensaba sobradamente la libertad que ahora disfrutaba. Todav¨ªa cre¨ªa que la pareja y la libertad eran dos cosas incompatibles.

Sin embargo, aquella p¨¦rdida comenz¨® a verse en mis cuadros. Sin que lo percibiera al principio, mi paleta empez¨® a cambiar y los colores comenzaron a volverse m¨¢s intensos, al tiempo que desgarrados. Empec¨¦ a pintar figuras, retratos de personajes que conoc¨ªa o que imaginaba y que ten¨ªan en com¨²n el mismo gesto y la misma expresi¨®n en la mirada. La vida que yo viv¨ªa se reflejaba en sus rostros, pero yo todav¨ªa no era consciente de ello ni de por qu¨¦ los colores surg¨ªan con tanta fuerza, pese a que, en su composici¨®n al menos, siguieran siendo los mismos. El rojo, el negro, los ocres, los amarillos napolitanos, todos aquellos colores que ya utilizaba entonces y que a¨²n uso algunas veces como pronto t¨² descubrir¨¢s, parec¨ªan de repente cobrar otra intensidad, al tiempo que las figuras, que se me representaban solas y aisladas unas de otras, se volv¨ªan m¨¢s histri¨®nicas. Era como si, al pintarlas, aquellas noches de vino y rosas y los amigos con que las compart¨ªa perdieran toda su gracia; como si sus personajes, al pasar por mis pinceles, se volvieran irreales. Todav¨ªa conservo algunos cuadros de aqu¨¦llos, principalmente acuarelas, y me sorprende que no me diera cuenta ya entonces de hasta qu¨¦ punto me retrataban.

Mi autorretrato empec¨¦ a pintarlo bastantes a?os despu¨¦s, cuando me empec¨¦ a dar cuenta de que me quedaba solo; quiero decir, solo con Eva. Debi¨® de ser aquel a?o, a la vuelta de Suecia, cuando la dispersi¨®n ya anunciada comenz¨® a mi alrededor y Eva y yo nos quedamos solos en aquella casa de las Salesas que hasta entonces compart¨ªamos con Suso y con Rosa Ramos. Antes, en el 84, ya se hab¨ªa marchado Juan, que se fue a vivir a Menorca (todav¨ªa sigue viviendo all¨ª), y antes de ¨¦l Carlos Cuesta. Fue un tiempo de muchos cambios. Constantemente, por nuestra casa de las Salesas pasaba gente que compart¨ªa con nosotros la vida durante un tiempo, hasta que desaparec¨ªan, alguno definitivamente. Como las anteriores, nuestra casa era un hotel en el que a nadie se le pon¨ªa otra condici¨®n, para entrar a vivir en ¨¦l, que compartir los gastos comunes y un cierto modo de vida: aquella vida sin reglas y sin horarios que nosotros llev¨¢bamos entonces.

Eva encaj¨® mal en ella. Aunque se intent¨® adaptar, ni por car¨¢cter ni por costumbre pod¨ªa vivir as¨ª. Ella era escandinava y necesitaba el orden, cosa que con nosotros era imposible. Por otra parte, la casa estaba siempre llena de gente, amigos o conocidos que ven¨ªan de visita o que estaban de paso por Madrid y que se quedaban con nosotros, a veces durante meses, ante la contrariedad de Eva, que no entend¨ªa tanta hospitalidad. En el fondo, lo que Eva deseaba, aunque nunca lo dijera, al menos abiertamente, era quedarse a solas conmigo, all¨ª o en otro lugar.

Aquel verano, antes de ir a Suecia, estaba a punto de conseguirlo. Rosa Ramos se hab¨ªa ido ya del piso y Suso, aunque segu¨ªa a¨²n con nosotros, apenas paraba en casa. Como desde hac¨ªa ya tiempo, se pasaba los d¨ªas de bar en bar buscando nuevas conquistas y huyendo de la novela que, seg¨²n ¨¦l, quer¨ªa escribir, pero que nunca empezaba porque todav¨ªa no era el momento, dec¨ªa, de publicarla. Este tiempo todav¨ªa no es el m¨ªo, argumentaba siempre para explicarlo.

?D¨®nde estar¨ªa ahora, por cierto? Seguramente, en el cine, o en La Aurora, intentando avanzar en su conquista. Seguramente, no vendr¨ªa ya y, si lo hac¨ªa, ser¨ªa muy tarde. Y, mientras tanto, yo segu¨ªa all¨ª, acompa?ando a Rico y a C¨¦sar y contemplando el cielo del Limbo, que era el ¨²nico real. El de Madrid hab¨ªa desaparecido tras el bochorno que lo aplastaba.

—?T¨² crees que llover¨¢?

—Ojal¨¢ —dijo Rico, mirando hacia la puerta, que segu¨ªa abierta a la calle. Una calle, la de Santa Teresa, tan vac¨ªa como El Limbo.

Portada del libro 'El cielo de Madrid', de Julio Llamazares.
Portada del libro 'El cielo de Madrid', de Julio Llamazares.

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