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LECTURA

Mi t¨ªa y yo

Una historia en tono de comedia sobre un hu¨¦rfano de diez a?os al que env¨ªan a vivir con su loca y sofisticada t¨ªa. Una Alicia en el pa¨ªs de las maravillas a la americana. Una novela de Patrick Dennis

A LA VENTA DESDE EL 5 DE JUNIO

Cap¨ªtulo uno

T¨ªa Mame y el huerfanito

Ha estado lloviendo todo el d¨ªa. No es que me importe la lluvia, pero hoy hab¨ªa prometido colocar las cortinas y llevar a mi hijo a la playa. Tambi¨¦n pretend¨ªa decorar con algunos dibujos mareantes las paredes de la zona del s¨®tano que el agente inmobiliario calific¨® de Sala de Esparcimiento, y pensaba en empezar a acabar lo que el mismo agente denomin¨® Desv¨¢n Inacabado, ideal como Habitaci¨®n de Invitados, Sala de Juegos, Estudio o Leonera.

De un modo u otro, me distraje de mis altos cometidos justo despu¨¦s del desayuno.

Todo empez¨® con un viejo n¨²mero del Digest, una revista que leo en raras ocasiones. No tengo necesidad, puesto que oigo el comentario de sus art¨ªculos cada ma?ana en el tren de las 7.51 y cada tarde en el de las 6.03. Todo el mundo en Verdant Greens —una comunidad de doscientas casas de cuatro estilos distintos— tiene fe ciega en el Digest. De hecho, no hablan de otra cosa.

M¨¢s informaci¨®n
Los amores confiados
Testigo de la historia
La vida nueva

Sin embargo, creo que esa revista ejerce en m¨ª el mismo tipo de fascinaci¨®n. Casi contra mi voluntad, leo acerca de la amenaza que se propaga por nuestras escuelas p¨²blicas; sobre lo divertido que resulta el parto natural; de c¨®mo una comunidad de Oreg¨®n acab¨® con una red de narcotraficantes; y sobre alguien a quien un escritor famoso —he olvidado cu¨¢l— considera el Personaje m¨¢s Inolvidable que jam¨¢s haya conocido.

Esta noticia me ha hecho interrumpir la lectura.

?Un Personaje Inolvidable? ?Debe de ser porque ese escritor apenas conoce a nadie! No podr¨ªa saber lo que significa la palabra ?personaje? a menos que conociera a mi t¨ªa Mame. Nadie podr¨ªa saberlo. Aun as¨ª, se daban ciertos paralelismos entre su Personaje Inolvidable y el m¨ªo. En su caso se trataba de una dulce damita soltera que viv¨ªa en una encantadora casita blanca de madera y una ma?ana abri¨® su linda puertecita verde esperando encontrar el Hartford Courant en el umbral. En cambio, se top¨® con un cesto de mimbre en el cual hab¨ªa un hermoso peque?¨ªn. El resto del art¨ªculo relataba c¨®mo ese Personaje Inolvidable recogi¨® a la criatura y la cri¨® como si fuera su propio hijo. En ese instante dej¨¦ el Digest sobre la mesa y empec¨¦ a pensar en la dulce damita que me cri¨®.

En 1928, mi padre sufri¨® un leve ataque al coraz¨®n y permaneci¨® en cama durante unos pocos d¨ªas. Junto con el dolor que sinti¨® en el pecho, desarroll¨® cierta conciencia c¨®smica y la intuici¨®n de que no vivir¨ªa eternamente. De manera que, al no tener nada mejor que hacer, telefone¨® a su secretaria, que se parec¨ªa a Bebe Daniels, y le dict¨® su testamento. La secretaria mecanografi¨® un original y cuatro copias, se puso el sombrero y tom¨® un taxi desde La Salle hasta el Hotel Edgewater Beach para que mi padre lo firmara.

El testamento era escueto y muy original. Rezaba as¨ª:

En caso de que sobrevenga mi muerte, todas mis posesiones mundanas deben ser para mi ¨²nico hijo, Patrick. Si muriera antes de que el muchacho cumpla dieciocho a?os, nombro a mi hermana, Mame Dennis, residente en Beekman Place, n¨²mero 3, Nueva York, tutora legal de Patrick.

Debe ser educado como un protestante y enviado a escuelas conservadoras. Mame sabr¨¢ perfectamente a qu¨¦ me refiero. Todo el dinero y los valores que dejo deben ser gestionados por la Knickerbocker Trust Company de Nueva York. Mame se contar¨¢ sin duda entre los que adviertan al punto la sabidur¨ªa de esta decisi¨®n. Sin embargo, no espero que costee de su bolsillo la manutenci¨®n de mi hijo. Deber¨¢ remitir facturas mensuales en concepto de su alimentaci¨®n, el alojamiento, la educaci¨®n, los gastos m¨¦dicos, etc¨¦tera. La Trust Company tendr¨¢ todo el derecho, no obstante, a cuestionar cualquier art¨ªculo que considere inu?sual o exc¨¦ntrico antes de reembols¨¢rselo a mi querida hermana.

Tambi¨¦n lego cinco mil d¨®lares ($ 5.000) a nuestra fiel sirvienta, Norah Muldoon, para que pueda retirarse con todas las comodidades a ese lugar de Irlanda del que siempre habla.

Norah vino a buscarme al patio y mi padre me ley¨® su testamento con voz temblorosa. Coment¨® que mi t¨ªa Mame era una mujer muy peculiar, tanto que ni a un perro le desear¨ªa el destino de dejarlo a su cargo, pero que por desgracia no estaba en condiciones de elegir y t¨ªa Mame era mi ¨²nica pariente viva. La secretaria y el mozo de habitaciones atestiguaron la firma del testamento.

A la semana siguiente mi padre ya se hab¨ªa olvidado de su enfermedad y estaba jugando al golf. Un a?o despu¨¦s cay¨® muerto en la sauna del Athletic Club de Chicago y yo pas¨¦ a ser hu¨¦rfano.

No guardo muchos recuerdos del funeral de mi padre, salvo que hac¨ªa mucho calor y que hab¨ªa rosas aut¨¦nticas en los floreros de la limusina de la funeraria Pierce-Arrow. El cortejo f¨²nebre se compon¨ªa de algunos hombres corpulentos y campechanos que entre susurros hablaban de jugar un partido de al menos nueve hoyos cuando acabara todo aquello, adem¨¢s de, por supuesto, Norah y yo.

Norah llor¨® mucho. Yo no. En mis diez a?os de vida apenas hab¨ªa hablado con mi padre. S¨®lo coincid¨ªamos en el desayuno, que para ¨¦l consist¨ªa en caf¨¦ solo, Bromo-Seltzer y el Chicago Tribune. Si alguna vez se me ocurr¨ªa decir algo, se sujetaba la cabeza y me advert¨ªa: ?Cierra el pico, muchacho, que el viejo est¨¢ que trina?, un comentario que no alcanc¨¦ a comprender hasta varios a?os despu¨¦s de su muerte. Para mi cumplea?os nos mandaba cada a?o a Norah y a m¨ª a una sesi¨®n matutina de alg¨²n espect¨¢culo ligero de Joe Cook o Fred Stone, o tal vez incluso del Sells-Floto Circus. Una vez me llev¨® a cenar a un lugar llamado Casa de Alex, donde nos atendi¨® Lucille, una linda mujer que nos llamaba a los dos ?encanto? y ol¨ªa a las mil maravillas. Me gust¨®. Aparte de eso, lo ve¨ªa en muy raras ocasiones. Mi vida transcurr¨ªa entre la Escuela Latina para chicos de Chicago, el ¨¢rea de Juegos Supervisados junto a los otros ni?os que viv¨ªan en el hotel y mis vagabundeos por la habitaci¨®n con Norah.

Una vez ?descans¨® en paz?, como dec¨ªa Norah, los hombres corpulentos y campechanos se marcharon al campo de golf y la limusina nos llev¨® de vuelta a Edgewater Beach. Norah se despoj¨® del sombrero y el velo negros, y me dio permiso para quitarme el traje de sarga. Me anunci¨® tambi¨¦n que el socio de mi padre, el se?or Gilbert, y otro caballero iban a venir, y que no anduviera muy lejos porque tendr¨ªa que firmar algunos papeles.

Me fui a mi cuarto y practiqu¨¦ firmas en el papel que llevaba impreso el membrete del hotel, y muy pronto aparecieron el se?or Gilbert y el otro hombre. Pude o¨ªr que hablaban con Norah, aunque no entend¨ª gran cosa de lo que dec¨ªan. Norah estall¨® en sollozos y dijo algo sobre aquel bendito hombre, todav¨ªa caliente en su tumba y generoso en extremo. El extra?o dijo que se llamaba Babcock y que era mi fideicomisario, lo cual me pareci¨® muy interesante porque Norah y yo acab¨¢bamos de ver una pel¨ªcula en la que un comisario de polic¨ªa salvaba de una muerte segura a la hija de un terrible criminal. El se?or Babcock hizo alg¨²n comentario acerca de un testamento muy irregular, aunque irrefutable.

Norah declar¨® que no sab¨ªa nada sobre asuntos econ¨®micos, pero que sonaba como una buena cantidad de dinero, no le cab¨ªa duda.

El se?or Gilbert dijo que ?el chico? ten¨ªa que endosar ese cheque certificado en presencia del empleado de la Trust Company, y entonces tendr¨ªa validez, y se acabar¨ªa de una vez por todas con la transacci¨®n. Todo aquello me sonaba ligeramente siniestro. El se?or Babcock corrobor¨® que mmm, s¨ª, era correcto.

Norah llor¨® de nuevo y exclam¨® que era una fortuna tan grande para un ni?o tan peque?o, a lo que el fideicomisario respondi¨® que s¨ª, que se trataba de una suma considerable, aunque luego a?adi¨® que ¨¦l hab¨ªa tratado con gente como los Wilmerdings y los Goulds, eso s¨ª era tener dinero de verdad.

Me pareci¨® que, si en todo aquello no hab¨ªa dinero de verdad, armaban demasiado l¨ªo por nada.

Entonces Norah entr¨® en mi cuarto y me pidi¨® que saliera y estrechara la mano del se?or Gilbert y el otro caballero como un hombrecito. Lo hice. El se?or Gilbert me inform¨® de que lo estaba encajando como un valiente soldado, mientras que el se?or Babcock, fideicomisario, coment¨® que ten¨ªa un hijo de mi edad all¨ª en Scarsdale, y que esperaba que nos hici¨¦ramos buenos amigos.

El se?or Gilbert descolg¨® el tel¨¦fono y pregunt¨® si pod¨ªan enviar a un notario p¨²blico. Firm¨¦ dos papeles. El notario p¨²blico murmur¨® algunas frases y a continuaci¨®n estamp¨® un sello en el papel. El se?or Gilbert coment¨® que ya estaba todo listo y que ten¨ªa que darse prisa si quer¨ªa llegar a Winnetka. El se?or Babcock dijo que se hospedaba en el University Club y que si Norah necesitaba cualquier cosa pod¨ªa localizarlo all¨ª. Me dieron la mano de nuevo y el se?or Gilbert repiti¨® que era todo un valiente. Entonces recogieron sus sombreros de jipijapa y se marcharon.

Una vez a solas, Norah asegur¨® que me hab¨ªa portado como un ¨¢ngel y me pregunt¨® si quer¨ªa bajar al Sal¨®n Naval a tomar una buena cena y tal vez despu¨¦s ver una pel¨ªcula sonora con sistema Vitaphone.

?se fue el fin de mi padre.

No hab¨ªa mucho que recoger de cara al traslado. Nuestra suite constaba de un amplio sal¨®n y tres dormitorios, todos amueblados y decorados por el hotel Edgewater Beach. Los ¨²nicos bibelots que mi padre pose¨ªa eran un par de cepillos militares de plata y dos fotograf¨ªas.

—Como un ¨¢rabe viv¨ªa tu santo padre, Dios lo tenga en su gloria —observ¨® Norah.

Estaba tan acostumbrado a aquellas dos fotograf¨ªas que nunca les hab¨ªa prestado verdadera atenci¨®n. Una de ellas era de mi madre, que muri¨® al darme a luz; la otra mostraba a una mujer de mirada centelleante con un mant¨®n espa?ol y una gran rosa roja prendida tras la oreja:

—Parece toda una italiana, vaya que s¨ª —coment¨® Norah.

Era un retrato de t¨ªa Mame.

Norah y el se?or Babcock revisaron las pertenencias personales de mi padre. ?l se llev¨® todos los papeles, el reloj de oro y los gemelos de perlas de mi padre, as¨ª como las joyas de mi difunta madre para ponerlas a buen recaudo hasta que yo tuviera edad suficiente para saber ?apreciarlas?. El camarero del servicio de habitaciones se encarg¨® de los trajes de mi padre. Sus palos de golf, as¨ª como mis libros y juguetes viejos se donaron a la caridad. Luego Norah sac¨® las fotograf¨ªas de mi madre y t¨ªa Mame de sus respectivos marcos y las recort¨® para que me cupieran en el bolsillo trasero del pantal¨®n.

—Para que siempre lleves las caras de tus seres queridos cerca del coraz¨®n —me explic¨®.

Todo qued¨® dispuesto. Norah me compr¨® un traje de luto ligero en Carson, Pirie, Scott mientras que ella se agenci¨® un sombrero ¨¦pico. El se?or Gilbert y ?la compa?¨ªa? dispusieron todo lo necesario para nuestro viaje a Nueva York. El trece de junio estuvimos listos para partir.

Recuerdo el d¨ªa que nos fuimos de Chicago porque nunca antes me hab¨ªan permitido ir tan tarde a dormir. El personal del hotel hizo una colecta y obsequi¨® a Norah con una maleta de viaje de piel de caim¨¢n, un rosario de malaquita y un enorme ramo de rosas rojas. A m¨ª me regalaron un libro titulado Los h¨¦roes b¨ªblicos que todo ni?o deber¨ªa conocer: El Antiguo Testamento. Norah me acompa?¨® a despedirme de todos los ni?os que viv¨ªan en el hotel y a las siete el servicio de habitaciones nos subi¨® la cena, que inclu¨ªa tres tipos distintos de postre y los mejores deseos de parte del chef. A las nueve, Norah me inst¨® a lavarme de nuevo la cara y las manos, cepill¨® mi flamante traje de luto, prendi¨® una medalla de San Crist¨®bal en mis calzoncillos, llor¨®, se puso su sombrero nuevo, llev¨® a cabo una ¨²ltima y breve inspecci¨®n de la suite, llor¨® otra vez y, por ¨²ltimo, se acomod¨® en el autocar del hotel.

Resultaba f¨¢cil advertir que Norah estaba tan poco acostumbrada a viajar en tren en clase de lujo como lo estaba yo. Se agitaba nerviosa en el compartimento y profiri¨® un gritito cuando abr¨ª el grifo del lavamanos. Le¨ªa todos los carteles de advertencia en voz alta, me dijo que no me acercara al ventilador el¨¦ctrico y que no tirara de la cadena del inodoro hasta que el tren se pusiera en marcha. Enmend¨® este ¨²ltimo comentario pidi¨¦ndome que no usara para nada el lavabo: uno nunca sab¨ªa qui¨¦n hab¨ªa estado all¨ª antes.

Mantuvimos una peque?a discusi¨®n sobre qui¨¦n dormir¨ªa en la litera de arriba. Yo quer¨ªa, pero Norah se mantuvo tajante. Me regocij¨¦ cuando por poco se cae al trepar a la litera superior, pero insisti¨® en que antes la muerte que llamar para que trajeran una escalerilla y que aquel hombre negro la viera en camis¨®n. A las diez en punto, el tren parti¨® entre traqueteos, y yo permanec¨ª en mi litera contemplando las luces del South Side resbalando por mi ventanilla. Antes de llegar a la estaci¨®n de Englewood me qued¨¦ dormido, y fue la ¨²ltima vez que vi Chicago.

Me pareci¨® emocionante tomar el desayuno mientras el gran tren New York Central atravesaba los campos a toda m¨¢quina. Norah ya no se sent¨ªa tan intimidada por viajar en tren y entabl¨® una conversaci¨®n en toda regla con el camarero de color del vag¨®n restaurante.

—Pues s¨ª —afirmaba Norah—, treinta a?os que llevo ya en este pa¨ªs. Todav¨ªa era una chiquilla cuando llegu¨¦, y Dios sabe que estaba en mantillas. Primero serv¨ª en Boston, Massachusetts; era en la misma Commonwealth Avenue, cuando la madre de este muchacho era un cr¨ªa... Qu¨¦ de escaleras ten¨ªa aquella casa. Luego ella se cas¨®, y me llev¨® con ellos hasta Chicago. ?Uy, qu¨¦ miedo ten¨ªa yo! Me imaginaba que toda la zona estar¨ªa llena de indios pieles rojas... Ac¨¢bate los huevos revueltos, cari?o —se interrumpi¨® para decirme. Acto seguido, reemprendi¨® su relato—. Ella muri¨® primero, y yo me qued¨¦ al cuidado del ni?o. Entonces falleci¨® el se?or Dennis. Se apag¨® como una vela, ?zas!, en el mism¨ªsimo Athletic Club. Y ahora me veo en el triste cometido de llevar a esta criatura con su t¨ªa Mame, a Nueva York. Imag¨ªnese usted, ?con s¨®lo diez a?os ya no tiene ni a su madre ni a su padre en este mundo! —Norah se enjug¨® los ojos.

El camarero afirm¨® que yo era muy valiente.

—Ens¨¦?ale la foto de tu t¨ªa Mame a este se?or, cari?o —me pidi¨® Norah.

Me daba verg¨¹enza, pero met¨ª la mano en el bolsillo trasero del pantal¨®n y saqu¨¦ la foto de mi t¨ªa vestida a lo Carmen.

—Y d¨ªgame, ?Beekman Place es un barrio decente para criar a un ni?o? Esta criatura s¨®lo conoce lo mejor.

—S¨ª, se?ora —declar¨® el camarero—, es un lugar muuuyy bonito. Tengo un primo que trabaja en Beekman Place. Casi todo el mundo all¨ª es millonario.

Alentada por su gran acogida social entre el personal del New York Central, Norah pidi¨® otra tetera y mir¨® a los dem¨¢s pasajeros con aire imperioso.

Pasamos el resto de la ma?ana en nuestro compartimento, que de dormitorio se hab¨ªa convertido como por arte de magia en una especie de sal¨®n. Norah rez¨® el rosario, con menci¨®n especial a las Siete Ciudades del Pecado, y luego empez¨® su encaje de bolillos. Despu¨¦s del desayuno, Norah se las hab¨ªa apa?ado para decirles tanto al mozo como al revisor que yo era un jovencito heredero —?igual que el rey Como-se-llame de Ruman¨ªa?— que iba a vivir con su t¨ªa Mame, una enigm¨¢tica mujer de buena posici¨®n econ¨®mica que habitaba en un palacio de m¨¢rmol en Beekman Place.

A las seis hac¨ªamos nuestra entrada en la Estaci¨®n Central de Nueva York, y Norah, a pesar de todos sus aires y modales de experta viajera en tren, se sent¨ªa asustada y aturullada en medio de la multitud que bull¨ªa en el and¨¦n.

—C¨®geme de la mano, Paddy —grit¨®—. ? Y por el amor de Dios, ni se te ocurra soltarte...!

La barah¨²nda amortigu¨® el resto de su advertencia. Aferrada a m¨ª con una mano y con la otra al monedero que llevaba dentro del cors¨¦, Norah libr¨® una batalla perdida con un mozo de estaci¨®n que, ignorando sus protestas, zarande¨® todo nuestro equipaje hasta colocarlo en un carrito y se march¨®, mientras Norah y yo corr¨ªamos tras ¨¦l.

Al final result¨® que no pretend¨ªa robar nuestras pertenencias. En vez de eso, hizo se?as a un taxi y empez¨® a lanzar el equipaje en el asiento trasero y, antes de que el mozo pudiera expresar el verdadero aprecio que le mereci¨® la propina de diez centavos que le dio Norah, el taxi ya hab¨ªa arrancado y daba bandazos por la calle.

—Ch¨®fer, ll¨¦venos al n¨²mero tres de Beekman Place —le orden¨® Norah—, y no crea que nos chupamos el dedo y que puede ponerse a dar vueltas por la ciudad para cobrarnos una carrera m¨¢s larga, ?eh?

Todav¨ªa era de d¨ªa y hac¨ªa un calor sofocante. No s¨¦ qu¨¦ idea previa ten¨ªa yo de Nueva York, pero en cualquier caso lo que vi me decepcion¨®. Era igualito que Chicago.

Hab¨ªa un tremendo atasco en Park Avenue, y Norah se indign¨® al ver que el tax¨ªmetro registraba cinco centavos m¨¢s mientras el coche permanec¨ªa quieto. La Tercera Avenida, a pesar de la gran cantidad de nombres irlandeses que se pueden leer, le puso los nervios de punta, y a¨²n m¨¢s la Segunda.

—?Puedo preguntarle ad¨®nde demonios cree que nos lleva, buen hombre? —le aull¨® al ch¨®fer.

—A donde usted me dijo, el n¨²mero tres de Beekman Place.

—Dios santo, no tiene mejor aspecto que los peores barrios de Dubl¨ªn —se lament¨®.

Sin embargo, cuando el taxi se adentr¨® en Beekman Place mostr¨® cierto alivio.

—Un lindo lugar —concedi¨®, con un ligero tono de aprobaci¨®n.

El taxi se detuvo frente a un gran edificio id¨¦ntico a todos los edificios de Lake Shore Drive, Sheridan Road, Astor Street o cualquier otra calle de Chicago.

—Ni la mitad de espl¨¦ndido que el hotel Edgewater Beach —coment¨® desde?osamente Norah con cierta lealtad por la regi¨®n central de Estados Unidos—. Salta, cari?o, con cuidado de no despeinarte.

El portero nos dedic¨® una mirada m¨¢s que superficial y nos indic¨® fr¨ªamente que deb¨ªamos subir al sexto piso.

—Vamos, Paddy, y cuida tus modales con tu t¨ªa Mame. Es una dama de lo m¨¢s elegante...

En el ascensor, aprovech¨¦ para dar un ¨²ltimo y r¨¢pido vistazo a la fotograf¨ªa de mi t¨ªa, para poder reconocer su cara. Me pregunt¨¦ si llevar¨ªa una rosa tras la oreja y mant¨®n espa?ol. La puerta del ascensor se abri¨® y salimos; luego se cerr¨® de nuevo y nos quedamos solos.

—?Madre de Dios, la entrada a los infiernos! —exclam¨® Norah.

Est¨¢bamos en un vest¨ªbulo pintado de negro. La ¨²nica luz proven¨ªa de los ojos amarillos de un extra?o dios pagano con dos cabezas y ocho brazos que reposaba sobre un pedestal de madera de teca. Justo frente a nosotros se apreciaba una puerta escarlata. No parec¨ªa el tipo de vivienda donde mora una dama espa?ola. De hecho, no parec¨ªa el tipo de lugar donde pudiera vivir nadie.

A pesar de que ten¨ªa diez a?os, tom¨¦ a Norah de la mano.

—Vaya, ?acaso no parece el cuarto de ba?o de se?oras del Teatro Oriental? —suspir¨® Norah.

Al fin se decidi¨® a tocar el timbre. La puerta se abri¨® de golpe y Norah dej¨® escapar un d¨¦bil grito:

—?Dios santo, un chino!

Un mayordomo japon¨¦s diminuto, apenas m¨¢s alto que yo, sonre¨ªa desde la entrada:

—?Qu¨¦ quelel? —pregunt¨®.

Norah le respondi¨® con un tono de voz d¨¦bil y humilde:

—Soy la se?orita..., es decir, soy Norah Muldoon, y traigo al joven se?orito Dennis a cargo de su t¨ªa.

El peque?o japon¨¦s dio un salto atr¨¢s como empujado por un resorte:

—Debe sel elol. No quelel hoy ni?o peque?o.

—Pero si yo misma en persona envi¨¦ el telegrama anunciando que lleg¨¢bamos hoy, uno de julio, a las seis de la tarde.

—No impoltal —el peque?o japon¨¦s rest¨® importancia al asunto con un magn¨ªfico gesto de indiferencia occidental—. Ni?o aqu¨ª, casa aqu¨ª, se?ola aqu¨ª. Se?ola tiene un l¨ªo ahola, pelo no impolta. Entlal y espelal. Yo il a buscal.

—?De veras crees que debemos entrar? —le susurr¨¦ a Norah. Ech¨¦ un ¨²ltimo vistazo a las paredes negras y al ¨ªdolo, y apret¨¦ con fuerza su ¨¢spera y arrugada mano. Temblaba a¨²n m¨¢s que la m¨ªa.

—Entlal y espelal —repiti¨® el japon¨¦s con una sonrisa siniestra—. Entlal. —Su insistencia ten¨ªa un efecto hipn¨®tico.

Nos adentramos con pies de plomo en el vest¨ªbulo del apartamento. Aunque de un modo deslumbrante, resultaba todav¨ªa m¨¢s terror¨ªfico que el rellano negro. Las paredes estaban pintadas de un color naranja intenso. Un farol enorme de bronce japon¨¦s arrojaba una luz biliosa a trav¨¦s de sus facetas de pergamino amarillento. A cada lado del vest¨ªbulo se abr¨ªa un gran arco tapado por altas mamparas de papel, tras las cuales hab¨ªa mucha gente haciendo un ruido terrible.

El japon¨¦s indic¨® un banco largo y bajo, el ¨²nico mueble que hab¨ªa en la habitaci¨®n.

—Sental —sise¨®—. Yo il a buscal se?ola. Sental.

Un gran tapiz de pergamino colgaba tras el banco. Representaba a un hombre japon¨¦s destrip¨¢ndose a s¨ª mismo con una espada de samurai.

—Sental —repiti¨® el mayordomo con una risita, y desapareci¨® tras una de las mamparas de papel.

—Qu¨¦ herej¨ªa —murmur¨® Norah. Le crujieron las articulaciones a medida que dejaba caer su peso en el banco —. ?En qu¨¦ estar¨ªa pensando tu pobre padre?

El estruendo tras la mampara creci¨® y hubo un estr¨¦pito de cristales rotos. Me agarr¨¦ a Norah con todas mis fuerzas.

Nuestro conocimiento de los antros de perdici¨®n orientales se ce?¨ªa estrictamente a lo que hab¨ªamos visto en las pel¨ªculas —torturas espantosas, inocentes v¨ªrgenes drogadas y vendidas para llevar una vida peor que la propia muerte en el Yang-Ts¨¦, sangrientas batallas entre mafias chinas...—, pero Hollywood se hab¨ªa encargado de dejar muy claro lo que ocurri¨® cuando Oriente y Occidente se encontraron.

—Paddy —grit¨® Norah de s¨²bito—, nos han enga?ado para que entr¨¢ramos en un fumadero de opio y ahora querr¨¢n asesinarnos o algo peor. Tenemos que salir de aqu¨ª. —Empez¨® a incorporarse, tirando de m¨ª a un tiempo, pero volvi¨® a dejarse caer sobre el banco con un gemido de derrota.

Una verdadera mu?eca japonesa se paseaba de repente por el vest¨ªbulo. Llevaba el pelo muy corto, con un flequillo liso que le ca¨ªa sobre las oblicuas cejas; una larga t¨²nica de seda dorada con bordados ondeaba tras ella. Los pies iban embutidos en diminutas chinelas doradas adornadas con centelleantes joyas, y en los brazos entrechocaban brazaletes de jade y marfil. Ten¨ªa las u?as de las manos m¨¢s largas que jam¨¢s he visto, todas pintadas de un delicado tono verde. Una boquilla casi interminable ca¨ªa l¨¢nguidamente de sus brillantes labios rojos. Por alguna raz¨®n, me result¨® extra?amente familiar.

Nos observ¨® a Norah y a m¨ª con expresi¨®n de desconcertada sorpresa:

—Oh, el se?or de Servicios Privados no me advirti¨® de que traer¨ªa usted a un ni?o. No importa, parece un buen chico. Y si se porta mal, siempre podemos arrojarlo al r¨ªo —prorrumpi¨® en una sonora carcajada. Nosotros no—. Bueno, supongo que sabe lo que se espera de usted: simplemente un poco de esclavitud ligera por la casa, y por supuesto dispondr¨¢ de los jueves para apa?¨¢rselas por su cuenta.

Norah la miraba con los ojos como platos y la boca abierta.

—Llega con un poco de retraso, ?sabe? —coment¨® la dama oriental—. De veras quer¨ªa que llegara a tiempo para servir a toda esta muchedumbre —se?al¨® hacia el lugar de donde proced¨ªa todo aquel jaleo—, pero ahora ya da igual. Si no trae nada que ponerse, supongo que podr¨¦ conseguirle algo apropiado para salir del paso. —Se dirigi¨® hacia el ruido—. Esperen aqu¨ª, le dir¨¦ a Ito que les acompa?e a sus dependencias. ?Ito, Ito! —grit¨® mientras sal¨ªa del vest¨ªbulo como una exhalaci¨®n.

—Madre de Dios, ?has o¨ªdo lo que dec¨ªa? ?Todas esas palabrejas! Una de esas chinitas cantarinas, vaya si lo era. ?Qu¨¦ vamos a hacer, Paddy? ?Qu¨¦ diablos vamos a hacer?

Una pareja de aspecto siniestro cruz¨® el vest¨ªbulo. El hombre parec¨ªa una mujer, mientras que la mujer, excepto por la falda de tweed, era casi id¨¦ntica a Ram¨®n Novarro. ?l dijo:

—Supongo que te has enterado de que env¨ªan a la pobre Miriam a la costa.

—Dios sabe que si quer¨ªan asesinarla profesionalmente, han enviado a la pobre desgraciada al lugar adecuado. —La mujer se ri¨® con maldad y ambos desaparecieron tras la mampara de enfrente.

A Norah se le desorbitaron los ojos, y otro tanto me sucedi¨® a m¨ª. El ruido se hac¨ªa cada vez m¨¢s ensordecedor. De repente, un chillido agudo atraves¨® el aire. Ambos dimos un bote en nuestro asiento. Una voz de mujer se elev¨® hist¨¦rica por encima del tumulto:

—?Por favor, Aleck, basta! ?Vas a acabar conmigo!

Se oy¨® un bramido de risa y luego otro chillido estridente. Norah me estrech¨® el brazo y lo mantuvo apretado. Entonces aparecieron dos hombres de detr¨¢s de una de las mamparas. Uno de ellos luc¨ªa una brillante barba pelirroja. Entre los dos llevaban a una mujer vestida de negro de pies a cabeza, con la cabeza echada hacia atr¨¢s, los ojos cerrados y la larga melena arrastr¨¢ndole por el suelo. Norah trag¨® saliva.

—Pobrecilla Edna —coment¨® uno de los hombres.

—Vaya, pues a m¨ª no me da ninguna l¨¢stima —le replic¨® el de la barba—. Justo esta tarde le dije: ?Edna, bebi¨¦ndote todo ese veneno con el almuerzo est¨¢s firmando tu propia sentencia de muerte. A las siete estar¨¢s m¨¢s frita que una anchoa?. Y mira, ya se ha desmayado.

Norah se santigu¨®.

Hubo otro grito y otro ataque de risa demente. El peque?o japon¨¦s sali¨® como una flecha de detr¨¢s de una mampara y correte¨® por el vest¨ªbulo. Empu?aba un enorme cuchillo en una mano. Norah gimi¨®:

—Santa Mar¨ªa, madre de Dios, ruega por nosotros —rez¨® —. Salva a este huerfanito y a tu humilde servidora de una carnicer¨ªa, y puede que de cosas peores, a manos de estos chinos criminales.

Empez¨® a musitar una plegaria fervorosa e interminable con tan poca ilaci¨®n que s¨®lo pude entender unas pocas palabras como ?trata de blancas?, ?Shangai? o ?asesinato sangriento?.

La mujer-hombre y el hombre-mujer cruzaron de nuevo el vest¨ªbulo.

—... y, por supuesto, La muerte llama al arzobispo —dec¨ªa ¨¦l—. ?A que nunca antes hab¨ªas experimentado una sensaci¨®n tan... excitante?

—?Dios Todopoderoso! —grit¨® Norah—. ?Nada ni nadie est¨¢ a salvo en este antro de pecado!

Se oy¨® otro chillido y la voz hist¨¦rica aull¨®:

—?Aleck, detente! ?Me vas a matar!

—Basta ya —exclam¨® Norah, aferr¨¢ndose a mi mano y tirando de m¨ª—. Tenemos que escapar de este nido de ladrones y asesinos mientras nos quede aliento. Prefiero morir defendiendo mi virtud que permitir que estos chinos nos vendan como esclavos. Anda, Paddy, vamos a huir corriendo, Dios mediante.

Con notable agilidad, se abalanz¨® hacia la puerta de entrada arrastr¨¢ndome tras de s¨ª.

—Palal, pol favol. —Nos quedamos de piedra. Se trataba del peque?o japon¨¦s que, con una sonrisa absurda, todav¨ªa sosten¨ªa el cuchillo—. ?La se?ola no venil?

—Mire, se?or —se arranc¨® Nora en un arrebato de valent¨ªa desesperada—. No soy m¨¢s que una pobre anciana, pero estoy dispuesta a pagar por salir de aqu¨ª. Tengo dinero, aunque no lo aparente. Much¨ªsimo dinero. Cinco mil d¨®lares, adem¨¢s de los ahorros de toda una vida. Seguro que por ese dinero usted permitir¨ªa que el chico y yo escapemos. No hemos hecho mal a nadie...

—Oh, no —deneg¨® ¨¦l, con una sonrisa inescrutable—. No bien. Yo buscal se?ola. Se?ola muchas ganas de tenel ni?o en casa.

—?Qu¨¦ vileza! —gimi¨® Norah.

La mu?eca japonesa reapareci¨®.

—Ito, al fin. Te he estado buscando por todas partes. ?sta es la nueva cocinera, y quiero que la...

—No, se?olita Dennis —la interrumpi¨®, negando con el dedo—, no sel la nueva cocinela. Nueva cocinela en la cocina. ?ste sel tu peque?o.

—?No me lo puedo creer! —chill¨® la dama—. ?Entonces usted debe de ser Norah Muldoon!

—S¨ª, se?ora— suspir¨® Norah, demasiado agotada para encontrar m¨¢s que un hilo de voz.

—Pero ?por qu¨¦ no me dijo que llegaban hoy? Si lo hubiera sabido, jam¨¢s habr¨ªa organizado esta fiesta.

—Se?ora, le envi¨¦ un telegrama...

—S¨ª, claro, pero hablaba del uno de julio, o sea ma?ana. Hoy es treinta y uno de junio.

Norah sacudi¨® la cabeza torvamente.

—No, se?ora. Hoy es d¨ªa uno, y maldito sea el d¨ªa.

La risa radiante y exagerada son¨® de nuevo:

—?Qu¨¦ tonter¨ªa! Si todo el mundo sabe lo de ?treinta d¨ªas tienen septiembre, abril, junio y...?. ?Oh, Dios m¨ªo! —Se hizo un instante de silencio. Luego reaccion¨® y, con gran teatralidad, se dirigi¨® a m¨ª—: ?Pero cari?o, soy tu t¨ªa Mame! —Me atrap¨® entre sus brazos y me bes¨®. De repente supe que estaba a salvo.

Una vez dentro del cavernoso sal¨®n de t¨ªa Mame, que se parec¨ªa mucho al decorado del club nocturno de V¨ªrgenes modernas, sentimos un gran alivio al comprobar que estaba lleno de un mont¨®n de personas con aspecto de hombres y mujeres normales. Bueno, tal vez no sea exacto decir que parec¨ªan hombres y mujeres normales, pero cuando menos no se trataba de malvados orientales, a excepci¨®n de t¨ªa Mame, que hab¨ªa dejado de ser espa?ola para convertirse en japonesa.

Hab¨ªa gente sentada en los divanes japoneses, de pie en la terraza y contemplando el r¨ªo sucio a trav¨¦s del gran ventanal. Todos charlaban y beb¨ªan. T¨ªa Mame no paraba de besarme y de presentarme a un mont¨®n de desconocidos: a un tal se?or Benchley, que era muy agradable, a una tal se?ora Woollcott, que no lo era en absoluto, a la se?orita Charles y a muchos otros.

No cesaba de repetir:

—?ste es el hijo de mi hermano y ahora va a ser mi peque?o.

T¨ªa Mame me dijo que ?me diera un garbeo? un rato y que luego pod¨ªa irme a la cama. Tambi¨¦n afirm¨® que lamentaba much¨ªsimo haber cometido un fallo tan tonto con la fecha, sobre todo porque ahora ten¨ªa que reunirse para cenar con un mont¨®n de gente en el Aquarium. Me pareci¨® un extra?o lugar para ir a comer, pero por no parecer descort¨¦s le pregunt¨¦ si cenar¨ªan pescado. Todo el mundo estall¨® en carcajadas.

Me dijo que no era m¨¢s que un garito clandestino que hab¨ªa por la Cincuenta, y yo fing¨ª entenderla.

Norah me tom¨® de la mano y nos dimos un garbeo juntos, pero no alcanc¨¦ a entablar conversaci¨®n con nadie. Todos empleaban palabras extra?as como ?batik?, ?Freud?, ?complejo de inferioridad? o ?abstracci¨®n?. Una se?ora pelirroja asegur¨® que pasaba una hora al d¨ªa en el div¨¢n con su doctor y que cada vez que iba le cobraba veinte d¨®lares. Norah me condujo a otra parte de la sala.

El peque?o japon¨¦s le ofreci¨® a Norah una copa y le dijo que acababan de bajar el licor del barco; ella le dijo que no estaba acostumbrada al esp¨ªritu del vino —aunque a m¨ª siempre me contaba que ve¨ªa fantasmas y seres sobrenaturales—, pero que por esa vez probar¨ªa una gotita. De repente parec¨ªa sentirse muy feliz. Un instante despu¨¦s le pidi¨® a Ito que le sirviera otro dedal.

Muy pronto, todo el mundo empez¨® a marcharse. Un grupo de gente coment¨® que iba a ver algo de la vieja Texas aquella misma noche, y que deb¨ªan llegar pronto si quer¨ªan que los dejasen entrar. Yo siempre hab¨ªa cre¨ªdo que hab¨ªa un gran trecho entre Texas y Nueva York.

Un corrillo de personas permanec¨ªa todav¨ªa en el vest¨ªbulo hablando de cosas que no entend¨ªa, como Lis¨ªstrata, netsuke, lapisl¨¢zuli o Karl Marx, del cual pens¨¦ que algo tendr¨ªa que ver con Groucho, Harpo, Chico y Zeppo. Entonces apareci¨® t¨ªa Mame con un vestido de noche amarillo como el que llevaba Bessie Love en Melod¨ªas de Broadway, muy corto por delante y muy largo por detr¨¢s. Ya no parec¨ªa japonesa en absoluto.

—Buenas noches, cielo —se despidi¨® d¨¢ndome un beso—. Ma?ana tendremos tiempo para una buena charla..., aunque no muy temprano.

La puerta se cerr¨® tras ella y el apartamento qued¨® en silencio.

El mayordomo japon¨¦s me tom¨® suavemente de la mano.

—T¨² hamble. T¨² venil a comel ahola —me ofreci¨® con amabilidad—. ?Quelel il antes al cualto de ba?o, jovencito?

Sent¨ª calor y luego fr¨ªo a medida que me daba cuenta de la cruda realidad.

—Yo... yo... creo que acabo de ir —llorique¨¦, viendo consternado la oscura mancha que se extend¨ªa por mi traje nuevo de luto ligero.

Portada del libro 'Mi t¨ªa y yo', de Patrick Dennis.
Portada del libro 'Mi t¨ªa y yo', de Patrick Dennis.

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