Los amores confiados
Luisg¨¦ Mart¨ªn propone en Los amores confiados una amarga reflexi¨®n sobre los estragos de los celos en el amor y sobre los del propio amor en la vida
A la venta a partir del 5 de junio.
Fragmento
Uno de mis mejores amigos, Toni Mondrag¨®n, es psic¨®logo cl¨ªnico, y hace muchos a?os, cuando compart¨ªamos correr¨ªas, sol¨ªa contarme las historias m¨¢s singulares de los pacientes que trataba, disfrazando siempre sus nombres y sus datos particulares para que la chismorrer¨ªa no desbaratara el secreto profesional que hab¨ªa jurado. Su consulta, situada en un piso bastante se?orial de la calle Barquillo que ¨¦l usaba adem¨¢s para fornicar con sus amantes, a pesar de que no hab¨ªa camas ni divanes, era peque?a y no ten¨ªa todav¨ªa demasiados clientes, entre otras razones porque Toni, que acababa de licenciarse, hab¨ªa sido nombrado profesor ayudante de la Facultad de Psicolog¨ªa y pasaba casi todo el d¨ªa en la universidad, haciendo investigaciones sobre drogodependencias, impartiendo algunas clases y dirigiendo tambi¨¦n all¨ª una consulta en la que los alumnos de los ¨²ltimos cursos, para ejercitarse, atend¨ªan gratuitamente a quienes se atrevieran a servirles de conejillos de Indias. Toni eleg¨ªa las historias m¨¢s novelescas de cada consulta y me las contaba luego, mientras cen¨¢bamos en la casa de comidas a la que ¨ªbamos siempre antes de empezar la ronda de noche. Yo, que tengo una cierta facilidad para el asombro, le escuchaba embelesado, como si su relato, lleno de observaciones cient¨ªficas y de an¨¢lisis te¨®ricos, fuera tan cautivador como el de Sherezade.
Una de las historias que le o¨ª contar me impresion¨® mucho. No recuerdo los detalles con exactitud, y Toni, al que he consultado antes de escribir esto, tiene una memoria tan vaga del caso que ni siquiera est¨¢ seguro de que no se trate de una invenci¨®n m¨ªa, aunque los informes cl¨ªnicos, que guarda desordenados en un trastero, podr¨ªan aclarar todas las dudas. Su paciente era un guardia civil que hab¨ªa intentado matar a su esposa y a su padre cuando descubri¨® que manten¨ªan relaciones sexuales a escondidas. Al regresar a deshora a la casa cuartel, despu¨¦s de una inspecci¨®n o de una patrulla que hab¨ªa durado menos tiempo del previsto, el guardia civil hab¨ªa entrado en el dormitorio conyugal para reposar un poco y se hab¨ªa encontrado all¨ª a su mujer arrodillada en un lado de la cama, completamente desnuda y con la cabeza hundida entre las piernas de su padre, que todav¨ªa era joven y apuesto. Lo que m¨¢s le hab¨ªa encolerizado, al parecer, no era el hecho en s¨ª, ese adulterio de aroma benaventino, sino la humillaci¨®n de que su esposa, remilgada y mojigata hasta entonces en asuntos er¨®ticos, le estuviera haciendo a su padre una felaci¨®n sin mostrar ni por asomo la repugnancia que normalmente mostraba con ¨¦l. Tras unos instantes de aturdimiento, en los que debi¨® de sentir aut¨¦ntico p¨¢nico, el guardia civil desenfund¨® la pistola que llevaba a la cintura, apunt¨® a los amantes sorprendidos y dispar¨® tres o cuatro veces hacia ellos, pero lo hizo envaradamente, sin voluntad, igual que el pelele que intenta suicidarse a la vista de todos para que alguien acuda a salvarle, de modo que las balas se fueron a incrustar en las paredes y en los muebles de la habitaci¨®n sin herir a nadie.
A partir de ese momento, el ¨¢nimo del guardia civil, que hab¨ªa sido educado en las ideas rancias de la patria, se fue desmoronando poco a poco. No le sancionaron por el uso no reglamentario del arma, pues seg¨²n sus superiores el deshonor del encornudamiento lo disculpaba suficientemente, pero ¨¦l present¨® su renuncia en el cuerpo antes de que transcurriera una semana y abandon¨® el pueblo —en ?vila o en Segovia— para marcharse a Madrid, donde quiz¨¢s esperaba encontrar un resarcimiento o un remedio. Lo ¨²nico que encontr¨®, sin embargo, fue una desdicha mayor. En la ciudad descubri¨® que los vicios contra los que hab¨ªa o¨ªdo predicar durante toda la vida ayudaban mucho a calmar la verg¨¹enza, a olvidarla, y, como todos los hombres que han sido instruidos ¨²nicamente en la obediencia, al perder la disciplina de la que hab¨ªa dependido siempre se qued¨® sin gu¨ªa para evitarlos. En otros tiempos habr¨ªa conjurado las tentaciones siguiendo el ejemplo de su padre, pero ya no pod¨ªa imaginar otra cosa de ¨¦l que su pene tieso y negro. Estaba a punto de cumplir treinta a?os y lo hab¨ªa perdido todo. No sab¨ªa ni siquiera distinguir lo que era bueno de lo que era malo.
Alquil¨® un piso peque?o en uno de los barrios arrabaleros de Madrid y empez¨® a trabajar como vigilante de seguridad en unos grandes almacenes, pero no recobr¨® el sosiego. Por las noches no consegu¨ªa dormir, y si lo hac¨ªa so?aba con cosas terribles: con pelotones de fusilamiento que le disparaban en el patio del cuartel o con su esposa dando a luz un beb¨¦ que ten¨ªa la misma cara de anciano que su padre. Comenz¨® a beber, y, al cabo de unos meses, le despidieron del trabajo por llegar siempre borracho y por robar latas de conserva del supermercado. La ca¨ªda en los infiernos se hizo entonces m¨¢s vertiginosa. Se mud¨® a una pensi¨®n de la calle Valverde o de la calle Ballesta y fue aprendiendo poco a poco a apaciguar sus penas con hero¨ªna. Entre los rufianes que se la vend¨ªan, adem¨¢s, encontr¨® hombres de una nobleza que nunca antes hab¨ªa conocido. Ni los guardias civiles con los que hab¨ªa vivido hasta entonces en el cuartel ni los patriarcas de su familia, a los que siempre hab¨ªa estado oyendo presumir de hidalgu¨ªa y de honra, pod¨ªan igualar a esos delincuentes en virtudes. Ellos jam¨¢s le habr¨ªan robado la esposa como hab¨ªa hecho su padre.
Para pagarse las dosis diarias de droga robaba a los turistas que paseaban por el centro de Madrid o se prostitu¨ªa con mujeres maduras a las que seduc¨ªa en una discoteca de la Gran V¨ªa frecuentada por anta?ones. Fue una de esas mujeres quien, enamorada de ¨¦l, le condujo hasta la consulta de Toni Mondrag¨®n para que recibiera tratamiento psicol¨®gico y le ayud¨® a encontrar un trabajo decente. Toni, que era especialista en drogadicciones, consigui¨® en pocos meses que abandonara la hero¨ªna, pero al hacerlo le volvieron las pesadillas y los tormentos. Pegaba a la mujer hasta baldarla, y, aunque luego lloraba arrepentido y la compensaba con ternezas, no lograba enmendarse definitivamente. Dej¨® de ir a la consulta sin avisar, de repente, y Toni, que no quiso telefonear a la mujer para reclamarle el pago de las ¨²ltimas sesiones, no volvi¨® a saber nada de ¨¦l.
Aquella historia del guardia civil descarriado, que yo escuchaba con embobamiento, me conmovi¨® especialmente, pero no fue la m¨¢s folletinesca de las que le o¨ª contar a Toni en las sobremesas de la casa de comidas. Hab¨ªa algunas tan extravagantes que me hac¨ªan sospechar que las inventaba ¨¦l o que, al menos, las adornaba con episodios exagerados para vanagloriarse. Pero a pesar de esa duda, sus relatos me fascinaban, porque en ellos era capaz de ver los laberintos de la vida transparentemente, sin esas desfiguraciones po¨¦ticas que me distra¨ªan en las novelas que le¨ªa o que yo mismo intentaba escribir. No hab¨ªa Kareninas ni Raskolnikovs, pero las pasiones que sent¨ªan esos hombres perturbados que acud¨ªan a la consulta en busca de salvaci¨®n me emocionaban de una forma extra?a, intranquilizadora, como si de la suerte que corrieran ellos pudiera depender en alguna medida la m¨ªa. Tal vez ese gusto por lo verdadero se deba a mi temperamento afeminado, pues en el fondo no hay demasiada diferencia entre la propensi¨®n casi cient¨ªfica por lo real y el comadreo de corrala. Las mujeres de mi familia eran costureras, y por las tardes, cuando se reun¨ªan a coser, hilvanaban las historias con la misma maestr¨ªa que los hilos. Mientras zurc¨ªan o pespunteaban, iban repasando los hechos que hab¨ªan sucedido durante la semana: el adulterio de un vecino, la avaricia de un familiar que acababa de disputar una herencia, la muerte de alg¨²n conocido o el infortunio de alguno de los tenderos del mercado en el que cada d¨ªa, por turnos, bajaban a comprar. Yo, que era todav¨ªa un ni?o, me sentaba en un rinc¨®n del taller, rodeado de alfileteros, canillas, bobinas, corchetes, jaboncillos y cremalleras, y las escuchaba en silencio, fingiendo que jugaba despreocupadamente para que mi curiosidad no les hiciera silenciar los asuntos escabrosos y obscenos, que ya a esa edad eran los que m¨¢s me interesaban.
Luego, cuando crec¨ª, ese car¨¢cter de fisgador se me fue fortaleciendo, y, aunque siempre guard¨¦ celosamente las confidencias que se me hac¨ªan, en ocasiones me vi envuelto en enredos de enciza?adores que me acusaban de haber inventado patra?as y de desvelar secretos de otros. Pero nunca sent¨ª demasiada inclinaci¨®n por las conspiraciones. Me gustaba conocer las intimidades de los dem¨¢s s¨®lo porque a trav¨¦s de ellas iba aprendiendo los misterios del alma humana, que no son tan elevados ni tan impenetrables como los fil¨®sofos afirman. Algunas de las historias que o¨ªa contar eran verdaderas obras de arte narrativo, y, fuera cual fuese su prop¨®sito, a m¨ª me resultaban siempre edificantes. Me parec¨ªa que mi mundo literario podr¨ªa nutrirse de ellas tan provechosamente como de Proust o de Ovidio, y por eso intentaba mostrarme comprensivo con las personas que ten¨ªa cerca, procurando que confiaran en m¨ª y que me contaran sus andanzas sin ninguna verg¨¹enza. No quiero decir que aparentara hip¨®critamente tener inter¨¦s en las experiencias de la gente para abastecerme as¨ª de materiales literarios, sino que la curiosidad que sent¨ªa por la vida de los dem¨¢s me convert¨ªa a menudo en uno de esos individuos de aire casi sacerdotal que siempre est¨¢n dispuestos a escuchar a quien lo necesita. Ten¨ªa predilecci¨®n por las tragedias, por los lances de amor y por las historias en las que el destino lo gu¨ªa todo, prevaleciendo sobre la voluntad y el esfuerzo de los hombres. Pero en realidad me gustaba cualquier confesi¨®n, aunque fuera de venialidades. Durante mucho tiempo tuve remordimientos porque atend¨ªa con m¨¢s placer a quien contaba infortunios y fracasos que a quien contaba venturas. Luego, con el paso de los a?os, me di cuenta de que la desdicha es mucho m¨¢s ejemplar y m¨¢s educativa que el triunfo, como han dicho ya tantos sabios, y que, en consecuencia, lo que a m¨ª me cautivaba no era el sufrimiento de los otros, sino el modo en que la vida lo iba creando. Yo ya me hab¨ªa formado la opini¨®n de que el mundo es un infierno, y me habr¨ªa resultado descorazonador equivocarme en mis deducciones. Es por esa raz¨®n de ¨ªndole intelectual, y no por maldad, por lo que nunca he soportado la felicidad ajena.
Poco despu¨¦s de que me contara las peripecias del guardia civil, le propuse a Toni que escribi¨¦ramos un libro juntos narrando esas historias novelescas de sus pacientes. ?l aportar¨ªa los expedientes y los an¨¢lisis psicol¨®gicos, y yo, que por aquella ¨¦poca ya hab¨ªa publicado los cuentos de Los oscuros y acababa de comenzar a escribir mi primera novela, La dulce ira, pondr¨ªa las artes literarias. El libro se titular¨ªa Casos cl¨ªnicos y estar¨ªa escrito con un estilo fr¨ªo y documental que ayudara a resaltar su veracidad. Yo no quer¨ªa hacer relatos m¨¦dicos al modo de Oliver Sack, que por aquellos a?os estaba poni¨¦ndose de moda en Espa?a, sino peque?as semblanzas apasionadas en las que los sentimientos de los protagonistas fueran mostrados en su mayor esplendor. Llegu¨¦ incluso a hacer una lista de las conductas, las mentalidades y las patolog¨ªas que a mi juicio deber¨ªan aparecer en el libro: el amor desesperado, la traici¨®n, el incesto, la soledad, la enfermedad incurable, la ambici¨®n, la pendencia, la brutalidad y, como en el caso del guardia civil, la desolaci¨®n y la ruina. Tambi¨¦n puse el crimen en la lista, pero nunca cre¨ª que ni Toni ni yo pudi¨¦ramos llegar alg¨²n d¨ªa a conocer a un asesino.
Siempre me ha gustado leer libros de memorias y biograf¨ªas, aunque sean de personajes desconocidos. A trav¨¦s de ellos he descubierto muchas veces situaciones hist¨®ricas de las que sab¨ªa muy poco o he comprendido comportamientos humanos que hasta entonces me parec¨ªan sobrenaturales. El verdadero significado del nazismo s¨®lo lo entend¨ª despu¨¦s de conocer algunos de los libros de Primo Levi, a pesar de que antes ya hab¨ªa le¨ªdo bastantes monograf¨ªas y ensayos sobre el tema. La Cuba de Fidel Castro, de la que yo tambi¨¦n fui partidario en los primeros a?os de mi juventud, cuando la revoluci¨®n era a¨²n una eucarist¨ªa, me fue revelada verdaderamente a trav¨¦s de las rememoraciones estremecedoras de Reinaldo Arenas, de Jorge Edwards y m¨¢s tarde de Eliseo Alberto, quien en Informe contra m¨ª mismo cuenta entre otras cosas los reiterados intentos que hizo la polic¨ªa castrista para convencerle de que delatara a su propia familia, y entre ellos a su padre, el poeta Eliseo Diego, acus¨¢n?doles de delitos, conjuras y contubernios ideol¨®gicos que no hab¨ªan existido. Los primeros indicios de lo que ha?b¨ªa sido el estalinismo los descubr¨ª en la cr¨®nica que Jorge Sempr¨²n hizo de la clandestinidad antifranquista en Autobiograf¨ªa de Federico S¨¢nchez, libro que para m¨ª sigue siendo mod¨¦lico por esa deliberada confusi¨®n de g¨¦neros que hay en ¨¦l. Sempr¨²n, que es un maestro en este tipo de relatos en los que la realidad predomina sobre la invenci¨®n, ha escrito tambi¨¦n textos sobrecogedores acerca de su experiencia en el campo de concentraci¨®n de Buchenwald, dejando testimonio de los horrores que vivi¨® en ¨¦l y del coraje que se necesita para continuar existiendo despu¨¦s de haber contemplado aquellas tinieblas alzadas por los hombres.
Son muchos los libros de este tipo que me han resultado ejemplares y provechosos, pero siento una especial inclinaci¨®n por las historias de cr¨ªmenes extraordinarios. Tal vez porque he recibido una educaci¨®n un poco melindrosa, me fascina la personalidad de los asesinos puros, de esos individuos que han matado con premeditaci¨®n y que podr¨ªan volver a hacerlo si las circunstancias se repitieran. Uno de mis asesinos literarios preferidos es Jean-Claude Romand, cuyo caso se cuenta en El adversario, el libro de Emmanuel Carr¨¨re del que se han realizado al menos tres versiones cinematogr¨¢ficas. A los dieciocho a?os, Romand, que era un muchacho normal, sin trastornos psicol¨®gicos ni problemas sociales graves, enga?¨® a sus padres asegur¨¢ndoles que hab¨ªa aprobado una asignatura de la carrera de Medicina que en realidad no hab¨ªa aprobado. A partir de ese momento, durante casi veinte a?os fue tapando cada mentira con otras mayores para poder conservar la consideraci¨®n y el aprecio de las personas que le rodeaban. Se hizo pasar por m¨¦dico sin haber superado el segundo curso de la licenciatura universitaria, y fingi¨® que hab¨ªa sido contratado como investigador de la Organizaci¨®n Mundial de la Salud en Ginebra. Se cas¨®, tuvo hijos y se convirti¨® dentro de su comunidad en un hombre respetado por su buen juicio, su prudencia y su bondad. Consegu¨ªa dinero estafando a conocidos con la promesa de inversiones rentables en bancos suizos y dando sablazos que le permitieran continuar la mascarada que casi sin darse cuenta hab¨ªa ido inventando. Ni su mujer ni sus amigos llegaron nunca a sospechar que cada d¨ªa, cuando dejaba a los ni?os en el colegio, se dedicaba ¨²nicamente a deam?bular hasta la hora de regresar a casa por la noche, recorriendo la regi¨®n en su autom¨®vil o ech¨¢ndose a dormir dentro de ¨¦l en un arc¨¦n de la carretera. Al final, cuando despu¨¦s de muchos a?os sus embaucamientos comenzaron a comprometerle y comprendi¨® que toda su maquinaci¨®n estaba a punto de ser descubierta, mat¨® a sus padres, a su esposa y a sus hijos e intent¨® suicidarse luego. Era el 9 de enero de 1993. En los interrogatorios asegur¨® que lo hab¨ªa hecho porque no soportaba la idea de que las personas a las que quer¨ªa supieran c¨®mo era su vida realmente.
La historia, reconstruida fr¨ªamente por Emmanuel Carr¨¨re en el libro, es inveros¨ªmil y absurda. Est¨¢ llena de casualidades inconcebibles y de extravagancias. El encadenamiento de los sucesos es descabellado, y su duraci¨®n, que se alarga m¨¢s de lo que podr¨ªa resultar cre¨ªble, los hace parecer imaginarios y artificiosos. Pero sin embargo todo es real. Est¨¢ minuciosamente documentado en los peri¨®dicos de la ¨¦poca, en los archivos policiales y en el sumario del juicio que se sigui¨® contra Romand. El lector desconfiado que crea que Carr¨¨re, como Borges, inventa fechas, datos, detalles y expedientes para conferir a su relato mayor veracidad puede acudir a las hemerotecas y a los registros judiciales para comprobar que todos los hechos son exactamente como se cuentan. Lo que al autor le interesa en este caso no es crear una narraci¨®n que divierta o que sirva de alegor¨ªa de algo, sino intentar comprender c¨®mo la vida monstruosa de Jean-Claude Romand puede formar parte de la misma realidad que nosotros vemos. Quiere entender de qu¨¦ naturaleza —distinta de la humana— est¨¢ hecho. Siente horror y compasi¨®n, como nosotros, pero lo que en verdad le empuja a mantener una correspondencia con Romand cuando es encarcelado y a escribir luego El adversario no es eso, sino el asombro, la perplejidad, el hechizo que producen siempre lo enigm¨¢tico y lo insensato.
No s¨¦ si era por esta misma raz¨®n especulativa y docta o por alguna otra menos grandilocuente, pero tambi¨¦n yo sent¨ªa a menudo el deseo de ponerme a investigar casos reales de los que me hab¨ªan hablado —como los de los pacientes de Toni Mondrag¨®n— o de los que hab¨ªa tenido conocimiento a trav¨¦s de la prensa. Desde hace muchos a?os, recorto de los peri¨®dicos las noticias curiosas, escalofriantes, intranquilizadoras o extra?as, confiando en reunir alguna vez suficiente material para un libro. Hay en ellas pasiones y vicios de todas las clases: amores fracasados, perversidades y cr¨ªmenes. Tengo guardados, por ejemplo, varios art¨ªculos del c¨¦lebre caso Bulger, el de los dos ni?os brit¨¢nicos de diez a?os que torturaron y mataron a otro de dos. Lo que m¨¢s me interes¨® de aquel caso no fue el crimen en s¨ª, pues desde hac¨ªa tiempo estaba ya convencido de que la crueldad m¨¢s pura es la de los ni?os, como demostr¨® Freud, sino la suerte que corrieron despu¨¦s los asesinos, cuando al cumplir los dieciocho a?os fueron puestos en libertad con una identidad falsa que les protegiera de la venganza y del desprecio. Me produc¨ªa curiosidad saber qu¨¦ siente un adolescente que para enmascarar una culpa tiene que fingir ante los dem¨¢s un pasado que no es el suyo. Si se enamora de una chica de su edad, por ejemplo, ?qu¨¦ historias le cuenta?, ?c¨®mo le habla de su infancia, de sus padres, de los amigos que tuvo? Y si alg¨²n d¨ªa, m¨¢s tarde, se decide a casarse con ella y a tener hijos, ?hasta qu¨¦ extremo es capaz de resignarse al silencio, al fingimiento perpetuo? ?C¨®mo se vive con un secreto inconfesable? Me habr¨ªa gustado poder vigilar a uno de esos muchachos en su escondrijo y observar de cerca c¨®mo se comportaba, entablar con ¨¦l alg¨²n tipo de amistad o de camarader¨ªa para descubrir disimuladamente cu¨¢les eran sus reacciones en cada situaci¨®n y qu¨¦ trato daba a la gente de su entorno, a los vecinos que ve¨ªa en la calle, a los compa?eros de trabajo, a su novia o a sus amantes. La vida de estas personas, que estar¨ªan sin saberlo al lado de un asesino, conversando o riendo o fornicando con ¨¦l sin sentir asco o miedo, tambi¨¦n me habr¨ªa interesado morbosamente, sin duda. Quiz¨¢s alguno de ellos, al ver en la televisi¨®n uno de esos programas que se emiten para celebrar los aniversarios de todo, incluso de los cr¨ªmenes, o al comentar la noticia de otra brutalidad cometida sobre un ni?o que se acabara de producir, recordar¨ªa delante de ¨¦l al peque?o Bulger y opinar¨ªa despreocupadamente de sus asesinos, haciendo un juicio siniestro sobre ellos. En ese instante, s¨®lo alguien que conociera la verdadera identidad del muchacho podr¨ªa intentar adivinar, mir¨¢ndole fijamente a los ojos, qu¨¦ sent¨ªa detr¨¢s de la apariencia. Tal vez remordimientos. O c¨®lera por ese odio de los dem¨¢s que al cabo de los a?os ya no entiende. O miedo a la venganza, a la muerte. Pero lo m¨¢s probable es que en esos momentos pensara en el otro asesino del que fue separado, en ese ni?o junto al que muchos a?os antes hab¨ªa ejecutado el acto m¨¢s terrible de su vida y al que nunca hab¨ªa vuelto a ver despu¨¦s. Habr¨ªa sido llevado, como ¨¦l, a alg¨²n lugar perdido de Gran Breta?a. Y estar¨ªa tambi¨¦n solo, desolado, sin tener a nadie con quien poder hablar de lo ¨²nico que le importaba ya: el cuerpo torturado y muerto del ni?o Bulger.
Pero eso es invenci¨®n, literatura, y el libro que yo urd¨ªa cuando recortaba las noticias de los peri¨®dicos deb¨ªa ser justamente lo contrario: un relato exacto de lo que hab¨ªa ocurrido, sin ocultaciones ni fantas¨ªas. A trav¨¦s de esos episodios, que formaban parte casi siempre de la cr¨®nica de sucesos, yo intentar¨ªa mostrar los entresijos del mundo, sus d¨¦dalos y sus arcanos. Nunca he sido, como se ve, demasiado prudente en mis aspiraciones, y quiz¨¢ por eso he tenido a lo largo de mi vida m¨¢s de?senga?os que glorias. Pero en este caso la ambici¨®n estaba justificada, pues los peri¨®dicos son los mejores despenseros de maravillas, aberraciones y haza?as, y de ellos puede extraerse, por lo tanto, una comedia humana m¨¢s completa y atinada que la de Balzac.
En los recortes de prensa que fui guardando durante todo ese tiempo hay personajes prodigiosos. El empresario ruso que contrat¨® una campa?a publicitaria —llenando Mosc¨² de carteles gigantescos— para declarar el amor que sent¨ªa por su esposa. La enferma de c¨¢ncer en estado terminal que a los setenta y un a?os fue violada en el hospital por un desconocido. El adolescente franc¨¦s que despu¨¦s de ver una pel¨ªcula de terror asesin¨® a una amiga para descubrir qu¨¦ se siente al matar a alguien. El actor especialista que muri¨® durante el rodaje de una pel¨ªcula mientras representaba en el viaducto de Madrid —atado a una cuerda demasiado larga— el salto de un suicida. La mujer que quem¨® el rostro de su propia hija con ¨¢cidos para que no declarase ante los tribunales acusando al padre de haberla violado. El cr¨ªtico literario brit¨¢nico, temido por la ferocidad de sus juicios, que al morir dej¨® setenta y ocho novelas in¨¦ditas, todas ellas firmadas con seud¨®nimos diferentes y archivadas en carpetas junto con los informes de los lectores que hab¨ªan desaconsejado a las editoriales —casi siempre con argumentos hirientes— su publicaci¨®n. El narcotraficante que fue abierto en canal, desde el estern¨®n al ombligo, para sacarle la droga que hab¨ªa transportado en las tripas. La mujer griega que se hizo pasar por prostituta yonqui para averiguar en los bajos fondos de Sal¨®nica qui¨¦nes hab¨ªan violado y asesinado a su hija. La familia que vel¨® durante toda una noche el cad¨¢ver de una anciana desconocida mientras que la anciana cuya muerte cre¨ªan llorar segu¨ªa viva en la habitaci¨®n del sanatorio. El delincuente que se arranc¨® los pelos del bigote uno a uno, con sus propias manos, para que las v¨ªctimas no le identificaran en una rueda de reconocimiento a la que iba a ser sometido. El hombre que fue acumulando y guardando en su casa, como si fuera un tesoro, ciento cuarenta toneladas de basura. El millonario norteamericano que organiz¨® un concurso de televisi¨®n para elegir a la mujer con la que habr¨ªa de casarse. Los sacerdotes que violaban a monjas en las misiones africanas y los que abusaban de monaguillos y de catequistas en Estados Unidos, sodomiz¨¢ndoles justo despu¨¦s de haberles predicado los fuegos del infierno como castigo a la impureza.
Tengo cinco grandes cartapacios llenos de noticias semejantes a ¨¦stas. Algunas de ellas —las anteriores al a?o 1996— est¨¢n clasificadas por temas en carpetillas a las que puse t¨ªtulos pintorescos: ?Cr¨ªmenes y matanzas?, ?Asuntos judiciales?, ?Juegos del destino?, ?Iglesia cat¨®lica?, ?Descubrimientos cient¨ªficos?, ?Sexualidad? o ?Gestos heroicos?. Sin embargo, nunca us¨¦ ninguna de esas historias como inspiraci¨®n o como idea argumental en mis obras. Las acumul¨¦ desordenadamente durante a?os, confiando en que alg¨²n d¨ªa, cuando acabara los proyectos literarios que ten¨ªa en curso, podr¨ªa dedicarme a investigar a fondo aquellas que me interesasen m¨¢s para componer con ellas un libro. S¨®lo lo hice con una, y no fue, como hab¨ªa imaginado, una investigaci¨®n meramente documental, sino una verdadera pesquisa, parecida a la de Emmanuel Carr¨¨re, que me absorbi¨® por completo desde octubre de 1999 hasta mayo de 2000. La noticia en cuesti¨®n, que a pesar de estar fechada en enero de 1994 no hab¨ªa sido clasificada en su carpetilla correspondiente, llevaba el siguiente titular: ?Una mujer es asesinada en una discoteca durante la fiesta de fin de a?o?. La celebraci¨®n de la Nochevieja ha tenido siempre para m¨ª una simbolog¨ªa muy parecida a la del bautismo —la redenci¨®n de los males antiguos y el renacimiento de las ilusiones perdidas—, y tal vez por eso recort¨¦ aquella noticia. O por el antet¨ªtulo, que ten¨ªa un aire morboso y tremendista muy af¨ªn a mis gustos, como prueba casi todo lo que he escrito a lo largo de mi vida: ?El autor del crimen arranc¨® los globos oculares del cad¨¢ver para desfigurarle el rostro?.
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