Un hotel en la Toscana
Una comedia escrita por Imogen Edwards-Jones sobre dos mujeres, enemigas irreconciliables, que establecen sendos hoteles en un valle de la Toscana
Ya a la venta
1
Belinda Smith suda en abundancia. Tiene la cara congestionada por el esfuerzo de fingir que entiende el italiano. Habla por tel¨¦fono muy despacio y en voz alta, mientras sus dedos recorren con frenes¨ª el minidiccionario de italiano.
—?La grippa? —pregunta—. ?Tienes la grippa? —repite. Pone el auricular debajo de la barbilla, moja las yemas de los dedos y pasa las fin¨ªsimas p¨¢ginas para ver si entiende por qu¨¦ Giulia se encuentra tan mal.
—Oh —exclama de pronto, enderez¨¢ndose—. Dices que has cogido la gripe. —Un quejido suave y febril le responde al otro lado del auricular—. ?Qu¨¦ pena! Che pecorino! —dice—. Che pecorino!2 —Asiente con energ¨ªa, felicitando a Giulia inconscientemente por la excelente calidad de su queso de oveja—. Bueno? T¨²? qu¨¦date donde est¨¢s, entonces. No vieni Casa Mia, te ver¨¦ cuando tutto va bene para ti —grita, mientras sonr¨ªe ante su propia generosidad—. Hum? Ciao —a?ade, y ladea la cabeza tras colgar el tel¨¦fono de golpe.
—Genial, es incre¨ªblemente perfetto —murmura. Se pasa la mano por la frente para limpiar el sudor producido por el esfuerzo de la conversaci¨®n, y suspira—. La gripe, la gripe, la maldita gripe. No entiendo por qu¨¦ esa est¨²pida no puede trabajar con gripe. Pasa hambre con resfriado, come con fiebre, trabaja con gripe. Es un dicho famoso —afirma, clavando los peque?os ojos azules en el cielo—. Todo el mundo sabe que? Todo el mundo? —Belinda se deja caer, agotada, en el sill¨®n favorito de su ex marido, extiende los brazos regordetes y comienza a rascar la tapicer¨ªa con las u?as pintadas de rosa.
Aunque ha engordado desde el d¨ªa en que descubri¨® a su media naranja comport¨¢ndose como un terrier con su querida amiga y vecina, Belinda parece mucho m¨¢s joven que antes. La permanente ondulada ha sido sustituida por un tono casta?o y una melena corta m¨¢s bohemia, que hace que su cabello se parezca al de Einstein s¨®lo los d¨ªas en que se lo lava. Tambi¨¦n han desaparecido las camisas abotonadas hasta el cuello y las faldas tiesas que restregaba con tan buen provecho en Safeway los viernes por la tarde, y ocupan su lugar faldas de vuelo m¨¢s acordes con el estilo italiano y vestidos estampados. Atr¨¢s han quedado los zapatos sin cordones de color azul marino; pero la colecci¨®n de chinelas de colorines, sandalias divertidas y vistosos zapatos de tac¨®n no para de crecer. De hecho, quien no la conozca pensar¨¢ que Belinda Smith se ha pasado la vida, y no s¨®lo los ¨²ltimos cinco a?os, visitando galer¨ªas de arte y comiendo ajo.
Belinda se remanga la falda azul marino con flores rojas y blancas, y estira las secas canillas frente a la puerta abierta de la terraza, para calentarlas al sol. Con los ojos entrecerrados y un gesto de enfado en el rostro nada feo, repasa la agenda de faenas caseras que Giulia deber¨ªa estar haciendo si no fuera italiana y tan informal: barrer, fregar, limpiar el polvo, desalojar las ara?as de sus cuarteles de invierno, retirar los escorpiones muertos, indicarle la salida a los lagartos desorientados; eran las labores que todas las temporadas le asignaba a Giulia. Este a?o, con un par de belgas que vienen el fin de semana, esas cargas han reca¨ªdo sobre Belinda, que no tiene mucho apego a la naturaleza. En realidad, no soporta los bichos ni los gusanos que pululan por la casa. Sin embargo, no va a permitir que la calidad se resienta. Sin m¨¢s opci¨®n que la de ponerse unos guantes de goma industriales, da un manotazo en el brazo del sill¨®n y se levanta, decidida a mantener el ¨¢nimo bien alto para enfrentarse a la tarea. Cuando se dirige a la cocina, su f¨¦rrea determinaci¨®n es interrumpida, afortunadamente, por el tel¨¦fono. El sonido extranjero —un tono largo seguido por un intervalo corto— la coge siempre por sorpresa.
—Pronto —dice, tras dejar que suenen seis tonos—. Pronto? —repite con los labios apretados, ladeando la cabeza para adoptar la postura de una anfitriona elegante—. ?Casa Mia, d¨ªgame? —pregunta, alzando la voz con tono optimista al final de cada frase.
—?Mam¨¢? —Es la respuesta apagada y lejana, como si pasase a trav¨¦s del polvo acumulado durante una d¨¦cada sobre un auricular de la estaci¨®n de ferrocarril de Florencia.
—Pronto? —repite Belinda, frunciendo el entrecejo con un estudiado gesto de confusi¨®n.
—?Mam¨¢? Soy yo, Mary. ?Me oyes? Estoy en la estaci¨®n de Florencia —grita Mary por encima del ruido de una locomotora di¨¦sel.
—Oh, Maria, cari?o —responde al fin Belinda, tras una pausa ficticia—. Cari?o —repite—. Siento mucho no haberte entendido. —Se r¨ªe—. ?Hablas ingl¨¦s!
—Ya, claro, perd¨®n.
—S¨ª, bueno —dice Belinda, con un matiz de irritaci¨®n en la voz—. ?Cu¨¢ndo llegas? ?A qu¨¦ hora llega tu tren?
—Hum —farfulla Mary, mientras se oye un crujido lejano de papeles.
—Espero que sea a una hora normal. Estamos pasando una gran?, come si dice?, crisis. Giulia tiene grappa3, y no hay nadie que limpie la casa.
—?Qu¨¦? ?Ha estado bebiendo? —pregunta Mary, que parece desconcertada.
—No. ?De qu¨¦ hablas? —inquiere Belinda con mala cara—. No seas rid¨ªcula. Est¨¢ muy enferma, as¨ª que es mejor que vengas cuanto antes. Hay que hacer las camas y limpiar las habitaciones.
—Entonces no ir¨¦ de compras —comenta Mary—, y coger¨¦ el tren que sale antes.
—Oh, grazie, Maria, ?de verdad, cielo? —pregunta Belinda, sonriendo al tel¨¦fono.
—Tendr¨¦ que pasarme una hora en la estaci¨®n porque el tren acaba de salir.
—Oh, no me digas. Bueno? —Belinda hace una pausa—. Nos vemos despu¨¦s de las dos. Arrivecielo!
—Arrivecielo? —repite Mary, muy despacio.
—Arrivederci, arrivecielo —bromea Belinda—. Es un chiste nuevo.
—?Ah! —exclama Mary.
—Arrivecielo! —responde su madre con una risita, y cuelga el auricular.
Una nueva energ¨ªa alienta los pasos de Belinda, que se dirige a la tetera que est¨¢ junto a la polvorienta cafetera Gaggia. La visita de su hija, su ¨²nica hija, no pod¨ªa haberse producido en un momento m¨¢s oportuno. Belinda se permite el lujo de sonre¨ªr con especial regocijo al apretar el bot¨®n, y en su rostro se dibuja la expresi¨®n que suele reservar para sus peque?as victorias sobre Barbara, la esposa de Derek. Porque eso no s¨®lo significa que Mary podr¨¢ ayudar con las comidas desde el principio de la temporada, cosa para la que ella no serv¨ªa antes debido a la presi¨®n del trabajo, sino que sustituir¨¢ a Giulia mientras est¨¦ enferma. Y as¨ª, la llegada de Mary salva a Belinda de tareas ingratas como hacer las camas, fregar el suelo o limpiar ara?as. Es perfecto. Decide premiarse con una taza de Nescaf¨¦ en la terraza y un po'di su CD favorito de Russell Watson, La Voz, para celebrarlo.
Mientras las vertiginosas interpretaciones de Puente sobre aguas turbulentas y de Nessun dorma! llenan el valle y se cuelan por las ventanas abiertas de la trattoria de Giovanna, Belinda se relaja con un ejemplar de hace un a?o y un mes de la revista inglesa Vogue que dej¨® alg¨²n hu¨¦sped, y con una taza de caf¨¦ con Hermesetas. Su idea de la ma?ana absolutamente perfecta consiste en sentarse en la terraza, entre las grandes macetas de terracota con geranios rosa pastel y los tiestos con hortensias de color turquesa, para broncearse al sol del mediod¨ªa; y con la ayuda de sus infalibles prism¨¢ticos espiar o, como ella prefiere decir, mantenerse al tanto de lo que sucede en el valle.
Como todos los valles de la Toscana, el Val di Santa Caterina es m¨¢s bien peque?o. Tiene unos ocho kil¨®metros de largo y un kil¨®metro y medio de ancho, y desciende suavemente hacia el fondo, donde hay un arroyuelo casi siempre seco. La carretera de tierra blanca que se dobla al pasar por la casa de Belinda y atraviesa el valle est¨¢ bordeada, en parte, por cipreses que se yerguen firmes como brillantes plumas verdes. Sobre el pobre terreno rocoso de las cimas de las monta?as s¨®lo crecen arbustos o alg¨²n que otro ¨¢rbol, pero debajo hay f¨¦rtiles pastos, verdosos y exuberantes bajo la tibia luz de principios del verano. Las tierras bajas del Val di Santa Caterina, cultivadas con gran aprovechamiento y cuidadosamente escalonadas, se han ganado lo que tienen. Los campos de girasoles, ma¨ªz, trigo, tabaco, las vi?as y los olivos pugnan por un espacio en las laderas, como si fueran una especie de f¨¦rtil cent¨®n. La impresi¨®n de conjunto es la de un valle dedicado plenamente a la agricultura, que, aunque resulta de lo m¨¢s cautivador, no ganar¨ªa un concurso de belleza seg¨²n los c¨¢nones toscanos. Esto, a?adido a su proximidad al pueblo de Poggibonsi, que sufri¨® grandes da?os durante la guerra y es bastante feo, hace que las casas no sean tan inaccesibles como las de la elegante zona de Chianti.
Enfrente de Belinda, en el margen oriental del valle, viven Derek y Barbara, una de las primeras parejas de expatriados que honraron el lugar.
Llevan diez a?os arreglando su nada despreciable plantaci¨®n de tabaco. Descarado, u?a y carne con la pasta, a principios de los noventa Derek gan¨® mucho dinero con la ropa interior femenina; hab¨ªa comenzado en los ochenta con las ?bragas grandes de nailon con refuerzo transpirable?, y fue uno de los primeros fabricantes de confecci¨®n de Manchester en subirse al carro de los sujetadores con aros y los tangas. Tras ganar dinero suficiente levantando y separando a la naci¨®n, Barbara y ¨¦l hab¨ªan optado por jubilarse prematuramente y trasladarse de forma permanente a lo que antes era su casa de vacaciones. Y desde entonces la han estado arreglando con ampliaciones, cambios, reformas, el a?adido de una piscina, el ensanchamiento de la entrada, la replantaci¨®n de los olivos, nuevas hileras de cipreses y la siembra de c¨¦sped. Derek es uno de esos hombres que no pueden parar quietos, y desde su llegada al Val di Santa Caterina ha desempe?ado un papel decisivo en la implantaci¨®n y organizaci¨®n de la pantomima navide?a y en la creciente participaci¨®n brit¨¢nica en la Festa di Formaggio. La aparici¨®n de Belinda lo ha liberado de ambas responsabilidades, lo cual le permite dedicar el tiempo a otros proyectos y diversiones.
M¨¢s abajo, en el mismo margen oriental del valle, se encuentra la gran villa del granjero local, con sus construcciones anexas, casitas y graneros, que aloja no s¨®lo al signor y la signora Bianchi, sino tambi¨¦n a la madre del signor Bianchi, a sus tres hijos, dos de los cuales est¨¢n casados, y a tres ni?os peque?os. Uno de los hijos, Gianfranco Bianchi —Franco para los amigos—, es el atractivo manitas que ayuda a las se?oras del valle con los complicados arreglos de la casa y los problemas de bricolaje. Es motivo de gran consuelo para ellas en los momentos dif¨ªciles y, al parecer, no le va nada mal el negocio, sobre todo en fechas como las Navidades y su cumplea?os, en que lo obsequian con chucher¨ªas caras de todos los rincones del valle.
Casi enfrente de los Bianchi, bajando desde Casa Mia, se encuentra la trattoria de Giovanna. El eje de lo que pasa, la fuente de los chismorreos, el epicentro de lo que ocurre en el Val di Santa Caterina est¨¢ abierto todo el d¨ªa y durante todos los d¨ªas, excepto los domingos por la noche y los martes, y ofrece para comer, entre otras cosas, panino, bollos con lonchas de prosciutto y tragos de caf¨¦ mortal para los ri?ones; para cenar hay metros de brillante pasta casera y pizzas como ruedas de carro de queso fibroso, adem¨¢s de una sorprendente variedad de jamones curados en casa y platos condimentados, como las flores de calabac¨ªn rellenas. Sobre la barra se apilan botellas de Montepulciano, Orvieto, Chianti elaborado en el valle y cajetillas de cigarrillos. Es el segundo hogar de Howard, el escritor que funciona con alcohol y que vive m¨¢s all¨¢ de la casa de Belinda, en la monta?a. Delgado como un palo, con cabellos rubios que parecen estropajo met¨¢lico y la cara roja como el vino que bebe, Howard Oxford tiene cuarenta y cuatro a?os, y alcanz¨® el ¨¦xito literario en los ochenta con el libro El sol brillaba en su cara. Era una rom¨¢ntica historia de amor ambientada entre siglos en el centro de Gales, que la BBC llev¨® a la pantalla en un programa especial de dos horas. Howard se hizo famoso. Se emborrach¨®, se tir¨® a casi todo Londres y, a continuaci¨®n, contrajo clamidia y el bloqueo del escritor. Aunque, por suerte, ha vuelto a ser f¨¦rtil; desgraciadamente, continua bloqueado, tan bloqueado que lo ¨²nico que ha escrito en los tres a?os que lleva en el valle es un comunicado de prensa para el Spectator sobre la cosecha de enebrina de la ginebra Gordon's, y una versi¨®n de El gato con botas para la pantomima navide?a.
En el otro lado del valle, tras pasar la Casa Padronale, que est¨¢ vac¨ªa, y su capilla, en las que Belinda ha puesto sus ojillos azules con vistas a una futura ampliaci¨®n, est¨¢ el Monastero di Santa Caterina. La impresionante finca, situada en un lugar sublime, con vistas excepcionales y una antigua v¨ªa etrusca que llega hasta all¨ª, se vendi¨® hace dos a?os a una cooperativa de lesbianas de Sydney. La venta caus¨® bastante sensaci¨®n: la idea de que el valle pudiese ser invadido por asociaciones de lesbianas hirsutas dedicadas a sus tendencias s¨¢ficas puso a todos como furias, como verdaderas furias.
Sin embargo, cuando al fin hubo movimiento de chicas, las lesbianas se instalaron de forma r¨¢pida y tranquila, y no pasan demasiado tiempo en esta parte del hemisferio. Si honran el valle con su presencia, tienden a encerrarse en s¨ª mismas. Aparecieron s¨®lo una vez en masse en la trattoria, despu¨¦s de un partido de voleibol contra otro grupo de la comune. Pero esa ¨²nica ocasi¨®n sirvi¨® para que el valle tuviese de qu¨¦ hablar durante semanas. A decir verdad, Belinda no est¨¢ demasiado au fait de las idas y venidas del Monastero di Santa Caterina. Pues aunque presume de que puede ver todo desde la tumbona de su terraza, tal afirmaci¨®n no es absolutamente cierta, como muchas otras de Belinda. Por mucho que se asome sobre el borde de su finca y se ponga de puntillas, lo ¨²nico que ve con los prism¨¢ticos son las escaleras de la parte frontal del edificio y ni un cent¨ªmetro del jard¨ªn que se extiende al otro lado del muro del monasterio, lo cual resulta muy fastidioso.
Belinda, repantigada en la cama solar a rayas verdes y blancas, bebe el caf¨¦ a sorbos y dirige suavemente con la mano derecha a Russell La Voz Watson, al tiempo que se ocupa de no apartar la vista ni los prism¨¢ticos de la granja de los Bianchi. Tres nietos corren por el jard¨ªn en pos de lo que podr¨ªa ser un lech¨®n o un cachorro. Belinda no lo sigue con la rapidez necesaria para saber de qu¨¦ se trata. En el extremo m¨¢s alejado del huerto, Franco corta le?a sin camisa. El sol amarillo juguetea sobre su espalda bronceada, y el sudoroso brillo del trabajo resplandece en los hombros. Belinda no tarda en perder el inter¨¦s por los ni?os para seguir los balanceos masculinos, con la punta de la lengua colgando entre los labios deshidratados.
Cuando se extinguen los tonos de la maravillosa versi¨®n que Russell Watson hace del ¨¦xito de Ultravox Viena, Belinda oye el ruido de un coche. Es tal el aislamiento del valle y su forma, que el motor de un coche resuena con cada cambio de marcha y llama la atenci¨®n. Por lo general, como Casa Mia est¨¢ muy cerca de la ¨²nica carretera, ning¨²n veh¨ªculo llega o se marcha sin que Belinda se entere y lo distinga. Si se concentra, incluso puede discernir los modelos y las marcas. La furgoneta BMW de Derek y Barbara ronronea como un gatito cuando sube por la monta?a. El monovolumen de la cooperativa lesbiana se sacude como un yonqui traficante de recetas cuando sortea los baches de la carretera blanca. El cansado Renault de Howard casi nunca sale de su puerta, pero los Apes, Cinquecentos, tractores y Pandas de los Bianchi carraspean y lanzan ventosidades, como si fueran viejos incontinentes, cuando doblan la esquina de la casa.
Sin embargo, el sonido de este motor es distinto: elegante, chic, caro, respetuoso con el medio ambiente y en buen estado de mantenimiento. Belinda registra las curvas de la carretera blanca para localizarlo, pero parece como si la evitase. Sigue las vueltas y giros que parten de su casa, descienden por la monta?a hasta el arroyo, cruzan el fondo del valle en direcci¨®n a la propiedad de Derek y Barbara, y? nada. Cuando est¨¢ a punto de dejarlo, lo localiza en el camino de entrada de la Casa Padronale. Belinda enfoca los prism¨¢ticos. Sus manos regordetas giran r¨¢pidamente, pero el destello del sol le impide ver a trav¨¦s del parabrisas.
—Maldita sea —murmura, girando la tumbona mientras sigue el elegante todoterreno azul de tracci¨®n integral que baja la ladera de la monta?a y luego sube hacia su casa. Belinda se apoya en un costado, con un muslo encima del otro, y contin¨²a escudri?ando, pero es incapaz de husmear a trav¨¦s de los cristales ahumados—. ?Buff! —se queja, y tira los prism¨¢ticos con fastidio—. Es una desconsideraci¨®n.
Se levanta, entra en casa r¨¢pidamente y se dirige al tel¨¦fono. Marca un n¨²mero corto con unos cuantos clics de la u?a rosa del dedo ¨ªndice y espera.
—?Diga? —responde una voz masculina del norte, casi sin aliento, como si estuviera en las fases iniciales de un enfisema.
—Pronto —dice Belinda, arrastrando la ?r? y haciendo estallar la ?p? con su mejor acento italiano—. Soy la contessa.
—?Qui¨¦n?
A trav¨¦s de la l¨ªnea se percibe el ruido que hace alguien al rascarse la cabeza.
—La contessa —repite Belinda, sonriendo al calendario recuerdo de los Uffizi que cuelga de la pared. Se produce una pausa larga y desagradable—. Francamente, Derek. —Suspira y ladea la cabeza—. T¨² me bautizaste con ese nombre.
—?Oh, Belinda! Mi contessa. —Suelta una risita—. Pues claro. Te ruego que me perdones? ?C¨®mo est¨¢s en esta preciosa ma?ana?
—Oh? Fa caldo —responde, abanic¨¢ndose con la mano libre—. Fa molto caldo.
—Aqu¨ª siempre hace un calor de mil rayos, cari?o —comenta Derek, carraspeando—. Barb ya ha salido a pescar el c¨¢ncer. Est¨¢ despatarrada boca arriba, con un tanga sobre el chocho, dispuesta a conseguir un bronceado integral a toda costa.
Se parte de risa, hasta que las carcajadas guturales desembocan en una tos ¨¢spera, y se suena con el pa?uelo sonoramente, de forma teatral.
—S¨ª, ya, lo que t¨² digas —replica Belinda, alejando el auricular de la oreja—. Pero lo que s¨¦ muy bien es que cuando se tiene una piel tan delicada como la m¨ªa, no es aconsejable tomar el sol. Y por otro lado, Barbara es una mujer con mucha suerte —contin¨²a Belinda, con la voz te?ida de desprecio—. Me refiero a que lleva aqu¨ª tanto tiempo que se ha vuelto casi como los nativos. —Se r¨ªe—. Es tan morena que resulta dif¨ªcil distinguirla de las trabajadoras del campo.
—Bueno, con algo tiene que entretenerse —comenta Derek, y se aclara la garganta de nuevo—. ?Qu¨¦ puedo hacer por ti, contessa, querida?
—Se trata s¨®lo de una peque?a questione, Derek —dice Belinda—. ?De qui¨¦n es el coche azul que est¨¢ en la Casa Padronale? ?Y qu¨¦ hace all¨ª?
—?Qu¨¦ coche azul?
—?C¨®mo que ?qu¨¦ coche azul?? El coche azul que sube por mi mitad del valle mientras hablamos —responde, entrecerrando los ojos para seguir el avance del autom¨®vil desde la ventana de la cocina.
—Ah? El todoterreno azul —reconoce Derek.
—No hace falta que te pongas pedante, Derek —replica Belinda, bruscamente.
—Lo siento.
—Coche o todoterreno, todoterreno o coche, ?qu¨¦ hace ese veh¨ªculo azul en mi valle?
—No lo s¨¦ muy bien —responde Derek—, pero?
—No es necesario que lo sepas muy bien, Derek —interrumpe Belinda, que presume de mantenerse al tanto de lo que pasa—, cu¨¦ntame lo que has o¨ªdo.
—Pues —comienza Derek en tono alegre— la Casa Padronale se ha puesto a la venta, por lo que yo s¨¦.
—?A la venta? ?A la venta? —Belinda empieza a caminar—. ?Qu¨¦ significa ?a la venta??
—Que est¨¢ en el mercado, querida.
—S¨¦ lo que quiere decir ?a la venta?, Derek —le espeta Belinda—. Lo que no entiendo es por qu¨¦ lo sabes t¨² y yo no. ?Por qu¨¦ no me lo ha dicho nadie? A la venta? Francamente? ?Cu¨¢nto hace que sabes que se vende, Derek? ?Cu¨¢nto tiempo hace?
—?Qu¨¦? Pues? —Derek duda—. Hum, ?un par de semanas?
—?Un par de semanas? —Belinda se detiene en seco—. ?Me est¨¢s diciendo que hace un par de semanas que sabes que la Casa Padronale est¨¢ en el mercado y no me lo has contado? —pregunta muy despacio.
—Yo?
—?Qui¨¦n te lo dijo?
—Giovanna.
—?Giovanna?
—S¨ª, Giovanna.
—Oh —exclama Belinda, mirando el calendario de los Uffizi con una mano sobre la rolliza cadera—. Oh, Dios m¨ªo, tonta de m¨ª —proclama de repente, agitando la mano ante el rostro sonriente mientras clava los ojos azules en el techo—. ?Pues claro! —Se r¨ªe—. ?Sabes qu¨¦? Tambi¨¦n me lo cont¨® a m¨ª? Ahora que t¨² lo dices, recuerdo la voz de Giovanna al cont¨¢rmelo? Pero he estado tan ocupada estos d¨ªas que se me olvid¨® por completo.
—?Te lo cont¨®? —El suspiro de alivio de Derek es palpable y audible a trav¨¦s del tel¨¦fono—. Estaba seguro de que lo sab¨ªas, cari?o —afirma—, por eso no me molest¨¦ en cont¨¢rtelo. —Se r¨ªe.
—Claro —dice Belinda—. En realidad. —Hace una pausa—. Creo que fui la primera en saberlo.
—S¨ª, naturalmente. Estaba segur¨ªsimo.
—S¨ª¨ª¨ª —recalca Belinda.
—De todas formas —contin¨²a Derek, cada vez m¨¢s confiado y parlanch¨ªn tras superar con ¨¦xito el primer escollo—, el caso es que por lo visto hay alguien interesado en comprarla?
—Oh, ya lo s¨¦ —afirma Belinda.
—Un americano.
—?Un americano?
—S¨ª, un americano. —Derek se r¨ªe—. ?Qu¨¦? fenomenal!
—?Espantoso!
—Terrible —se apresura a corregir Derek.
—?Un americano en este valle! —exclama Belinda, arrugando la naricilla—. Casi es tan malo como tener toda una dictadura de alemanes. En realidad, creo que es peor.
—Bueno, tal vez no llegue a comprarla —indica Derek—. Lo que he o¨ªdo es que hab¨ªa un americano interesado. Eso no quiere decir?
—S¨ª, s¨ª, ?s¨®lo interesado? —asiente Belinda—. Yo tambi¨¦n lo he o¨ªdo.
—Entonces —dice Derek tras una inc¨®moda pausa—, ?crees que el todoterreno azul era suyo?
—Casi seguro —responde Belinda, hojeando el calendario con creciente distracci¨®n—. Los todoterrenos son unos coches muy americanos.
—Sab¨ªa que t¨² lo sabr¨ªas, contessa —comenta Derek—. Sab¨ªa que eras la persona m¨¢s indicada para hablar de esto. Qu¨¦ suerte que hayas llamado.
—S¨ª, ya lo s¨¦ —coincide Belinda, y lanza un suspiro l¨¢nguido y prolongado—. En fin, no puedo quedarme de ch¨¢chara todo el d¨ªa. Tengo cosas que hacer.
—Vale —observa Derek—. No debo entretenerte. Una mujer tan atareada como t¨².
—S¨ª, desde luego. Arrivacielo! —gorjea Belinda.
—Vale. Ya hablaremos. Arrivacielo!
Belinda cuelga el auricular y se queda inm¨®vil, sumida en sus pensamientos. Permanece con las piernas separadas mientras se estruja las comisuras de los labios con la mano derecha. Las impredecibles vueltas de la ma?ana la est¨¢n poniendo mala. Es una cosa detr¨¢s de otra: el personal de poco fiar y una hija exigente ya ser¨ªan de por s¨ª motivo suficiente para agriarle el humor, pero hay que a?adir encima su ignorancia sobre un posible nuevo morador en el valle y se siente profundamente ofendida.
—Un americano —murmura—. Un americano —repite, y entonces un escalofr¨ªo le recorre la columna vertebral—. ?Qu¨¦ cosa m¨¢s horrible!
Por suerte para Belinda, tiene poco tiempo para ponerse a pensar en la desdichada posibilidad de que llegue alguien nuevo al valle, porque debe ir a la estaci¨®n a buscar a alguien que llega a su propia casa. Se coloca la camisa azul marino de manga corta ante el espejo de cuerpo entero del vest¨ªbulo, pasa un peine por el cabello casta?o, se pone las gafas oscuras de montura dorada encima de la cabeza, cierra la casa con llave y se aventura bajo el sol. Retira unas p¨¢ginas amarillentas del Mail on Sunday del parabrisas del coche de su ex marido, un Renault M¨¦gane de seis a?os de antig¨¹edad, y abre las puertas para que salga el aire denso y caliente del interior.
—?Uf! —exclama, dej¨¢ndose caer sobre la tapicer¨ªa de velvet¨®n negro—. Fa molto, molto caldo?
Da marcha atr¨¢s en la entrada, muy despacio y con cuidado para no tocar la maceta de terracota con pensamientos morados y la p¨¦rgola de madera que est¨¢ a la izquierda de la casa y que soporta una de las muchas parras muertas de Belinda. Gira hacia la derecha y baja al valle.
Conduce despacio al pasar ante el establecimiento de Giovanna y estira el cuello; preparada para saludar con la mano, escudri?a bajo las sombrillas de la terraza con anuncios de Campari para ver si est¨¢ comiendo Howard o alg¨²n conoscente. Gruesas parras verdes, cargadas de uvas vellosas, flanquean la terraza; s¨®lo est¨¢ ocupada una de las cuatro mesas, por una pareja de sudorosos turistas de muslos gruesos y pantalones cortos, y no se ve a Howard por ninguna parte, ni siquiera a Giovanna. Belinda cruza el arroyo, pasa ante la peque?a iglesia, ante el prado comunal en el que celebran la Festa di Formaggio, y va hacia la nueva hilera de imponentes cipreses de Derek y Barbara y hacia la granja de Bianchi. Al llegar a la verja, aminora la marcha con la esperanza de ver un atisbo de la carne firme de Franco; pero, en lugar de eso, la saluda un grupo de perros que ladran y un nieto que mueve la manita. Cuando se dirige monta?a arriba, hacia el monasterio, se fija en que la barrera met¨¢lica que bloquea la entrada a la Casa Padronale est¨¢ abierta y apunta al cielo. El hecho la distrae tanto que se olvida de comprobar si hay se?ales de vida en el monasterio. No se acuerda hasta que llega a la carretera general y, entonces, ya es demasiado tarde.
Media hora despu¨¦s, vira hacia el aparcamiento de la estaci¨®n de Sant'Anna, con Russell Watson a grande voce en el est¨¦reo del coche. Encuentra a su hija, que tiene veinte a?os, sentada sobre la maleta; sus compa?eros de viaje han sido recogidos hace tiempo y ya no est¨¢n en la estaci¨®n provincial.
Mary, menuda y arreglada, est¨¢ mucho m¨¢s guapa que el a?o pasado. Ha adelgazado diez kilos, y sus rasgos son m¨¢s afilados y definidos. Tiene la nariz peque?a y recta, las mejillas altas, el pelo largo y negro, y unas pesta?as tan espesas que dan la impresi¨®n de que van a formar nudos en los extremos de los ojos. Est¨¢ tranquilamente sentada en la acera, como si no oyera el crescendo coral de la oper¨ªstica aparici¨®n de su madre, y permanece inm¨®vil. Tiene el rostro levantado y los ojos cerrados para que los c¨¢lidos rayos del sol, a los que no est¨¢ habituada, tuesten su piel blanca y transparente. Los bonitos labios dibujan una mueca de suave ¨¦xtasis.
Belinda se detiene con un chirrido de frenos, hace callar a Russell, sale del coche, cierra la puerta de golpe y camina hacia su hija, interponi¨¦ndose ante el sol. Mary abre los ojos.
—Hola, mam¨¢ —dice, se levanta y alisa la camisa vaquera con una sonrisa expectante en el rostro, mientras intenta sopesar el humor de su madre.
—Buon giorno, buon giorno, buon giorno! —exclama Belinda con gesto teatral. Frunce los labios y extiende los brazos como Jesucristo, mientras espera que su hija la abrace—. ?Maria, bienvenida, cari?o! ?Bienvenida de nuevo a la Toscana!
—?Qu¨¦ tal? —replica Mary, se adelanta y besa a su madre en la mejilla.
—Come va? —pregunta la madre, que sigue con los ojos cerrados, esperando que su hija le d¨¦ otro beso—. Come va?
—Oh, bien, estupendamente —responde Mary, encogi¨¦ndose de hombros—. Me deprim¨ª un poco cuando me despidieron, pero?
—S¨ª, claro —comenta Belinda, abriendo los ojos—. No hace falta que lo mencionemos mientras est¨¦s aqu¨ª. —Agita el cabello corto y da la vuelta para dirigirse al coche—. Date prisa. Pon la maleta en el maletero, tenemos mucho que hacer.
—Faltar¨ªa m¨¢s —dice Mary, y trota detr¨¢s de su madre, con el cuerpo doblado por el peso de la maleta—. Pero, ?cu¨¢l es el problema concreto?
—Pues que Giulia tiene grappa y est¨¢ muy enferma —explica Belinda, con las manos en las caderas, mientras observa c¨®mo su hija levanta la maleta para meterla en el coche.
—Grappa? —gru?e Mary—. ?Quieres decir grippa? ?La grippa? Gripe. ?Giulia tiene gripe? —Se vuelve hacia su madre—. Es f¨¢cil equivocarse.
—?Has engordado? —pregunta Belinda, poniendo el dedo ¨ªndice delante de la boca mientras mira a su hija de arriba abajo.
—No —responde Mary, y con un empuje final mete la maleta en el maletero—. He adelgazado m¨¢s de siete kilos desde la ¨²ltima vez que nos vimos.
—?En serio? —replica Belinda, arqueando las cejas depiladas—. ?Qu¨¦ raro! Debe de ser que siempre me olvido de lo bajita que eres. —Sonr¨ªe—. Como tu padre.
Las dos mujeres entran en el coche en silencio. Belinda enciende el motor, y Russell rompe de nuevo a cantar. Mary apoya la barbilla en la mano y contempla por la ventanilla los maceteros de geranios escarlata que bordean el aparcamiento.
—?Y qu¨¦ tal lo dem¨¢s? —pregunta al fin, cuando su madre gira a la izquierda en la panader¨ªa y desciende la colina en direcci¨®n a la carretera principal y al valle de Santa Caterina.
—Trabajo, cari?o, hay much¨ªsimo trabajo.
—Eso es bueno.
—S¨ª —afirma Belinda, concentr¨¢ndose en conducir—. S¨ª, supongo que s¨ª.
Contin¨²an en silencio, mientras recorren el paisaje suavemente ondulado de Chianti y pasan ante cipreses erguidos que dobla la brisa, campos de girasoles verdes que aspiran a volverse dorados, hileras de vi?as j¨®venes y cargadas, y alguna que otra prostituta negra que espera a los posibles clientes medio desnuda en un ¨¢rea de reposo.
—Ya veo que las chicas siguen aqu¨ª —comenta Ma- ry, asom¨¢ndose por la ventanilla.
—Mmm —farfulla Belinda y mira sin gran inter¨¦s—. La carretera de Orvieto a Todi es mucho peor. Cont¨¦ diecisiete prostitutas la ¨²ltima vez que fui por all¨ª.
—Ya —dice Mary—. Siempre me he preguntado c¨®mo lo hacen ah¨ª.
—Alg¨²n tipo con camioneta —responde Belinda.
—Ya —repite Mary, revolvi¨¦ndose en el asiento.
—A¨²n no he visto a un italiano que utilice sus servicios —observa Belinda—. Con todos los viajes que he hecho, tendr¨ªa que haber visto al menos a un hombre subi¨¦ndose la cremallera o una camioneta agitada por la pasi¨®n, pero no. Nada. Ni un solo contacto.
—Hum —replica Mary—. ?Y qu¨¦ se cuenta, entonces?
—Demasiadas cosas para entrar en ellas ahora —contesta Belinda—. Derek y Barbara piensan construir una nueva terraza debajo de la rosaleda.
—Oh.
—S¨ª, yo tambi¨¦n creo que es excesivo, pero supongo que Derek tiene que gastar el dinero como sea. En cambio, Howard est¨¢ tan mal de dinero que no creo que pueda permitirse ir a comer a Casa Giovanna. No estaba all¨ª cuando he pasado por delante esta ma?ana.
—Dios m¨ªo.
—La verdad es que no me sorprende —dice Belinda—. Su antiguo editor estuvo aqu¨ª, y lo ¨²nico que hicieron fue beber montones de botellas de vino tinto hasta que acabaron pele¨¢ndose por algo. Se march¨® en un vuelo de Ryanair al d¨ªa siguiente.
—Dios m¨ªo.
—S¨ª, bueno? Me parece que Franco tiene otra novia.
—?En serio?
—?Ves? Ya sab¨ªa yo que te interesaba el tema.
—Mam¨¢, est¨¢s loca. No soy lo bastante mayor ni lo bastante rica para Franco.
—Claro, he o¨ªdo que le hace trabajillos a la escultora del valle, la que vive en el camino de Serrana.
—Eso no quiere decir?
—Ya lo s¨¦? Pero esta temporada Franco est¨¢ excesivamente alegre.
—Oh.
—Y hace siglos que no vienen las lesbianas.
—?De verdad? ?Qu¨¦ l¨¢stima!
—Es cierto. Pens¨¦ que ten¨ªan idea de pasar mucho tiempo aqu¨ª, sobre todo porque gastaron un mont¨®n de dinero en la casa.
—?S¨ª?
—Oh, s¨ª —Belinda asiente—. Franco me cont¨® que hab¨ªan tra¨ªdo m¨¢rmol de Carrara, como el de Miguel ?ngel.
—Ya.
—Aunque no s¨¦ d¨®nde lo han puesto.
—Ya.
—Ah, y por lo visto hay un americano husmeando por la Casa Padronale —informa Belinda y se detiene en el cruce de la carretera.
—?En serio? —pregunta Mary.
—Hum —musita su madre, mientras mira primero a la derecha y luego a la izquierda.
—Animar¨¢ un poquit¨ªn las cosas.
—?T¨² crees?
—Claro que s¨ª —responde Mary, con una sonrisa.
—?De verdad? —replica Belinda bastante sorprendida—. No se me hab¨ªa ocurrido pensar que fuese a cambiar nada.
Venerdi (viernes)
Clima: fa caldo (?calor, calor y m¨¢s calor!)
La vida en la Toscana est¨¢ llena de sorpresas maravillosas, como los girasoles que dan la vuelta lentamente durante el d¨ªa para mirar al sol, los sencillos platos de pan con aceite de oliva que sabe a gloria, la hermosa sonrisa que ilumina incluso a los campesinos m¨¢s feos y bajitos cuando los saludo.
Pero tambi¨¦n hay un mont¨®n de peque?os percances, como los lagartos que salen de las grietas de los muros y los escorpiones que se esconden debajo de las piedras. Y ayer, sin ir m¨¢s lejos, me enter¨¦ de que un americano ha estado mirando la Casa Padronale, que se encuentra en la parte menos soleada del valle, frente a Casa Mia.
Ese inter¨¦s por la Casa Padronale no ha sido una sorpresa (a pesar de su estado ruinoso, su peque?o tama?o y los horribles frescos modernos de la capillita lateral), pues en mi rinc¨®n del Paradiso hay muchas idas y venidas; pero s¨ª que sea un americano el que ha estado all¨ª. Por suerte, no abundan los americanos en la Toscana. Sin ¨¢nimo de ser grosera, creo que no es sitio para ellos. Est¨¢ lejos de la comodidad y la comida r¨¢pida de los McDonald's, y seguramente encuentran que hay demasiadas monta?as y verdura. M¨¢s bien tienden a api?arse en las ciudades como Florencia. Por eso me sorprendi¨® un poco saber que uno se hab¨ªa aventurado tan lejos de la urbe. Derek se qued¨® at¨®nito cuando lo llam¨¦ para cont¨¢rselo. Pero tuve el gusto de informarle de que el americano s¨®lo estaba echando un vistazo, y que no cre¨ªa que se quedase mucho tiempo cuando se diera cuenta del enorme trabajo y esfuerzo que requiere reformar una casa para que alcance el nivel de la m¨ªa. ?Habr¨¢ vuelto derechito a Nueva York o a dondequiera que viva!
En un plano m¨¢s superficial, mi hija ha llegado al fin de Inglaterra. Ha logrado tomarse un respiro en su apretada agenda de trabajo y en su carrera en el mundo de la comunicaci¨®n para venir a ayudarme durante el verano o, tal vez, un poquito m¨¢s. Est¨¢ fenomenal, aunque bastante blancucha. Supongo que estoy muy acostumbrada a ver gente de aspecto saludable y no a p¨¢lidos habitantes de Londres, as¨ª que no es de extra?ar. Pero siempre alegra ver a alguien del pa¨ªs natal con quien poder hablar. Es divertido enterarse de los cotilleos y ponerse al d¨ªa con las noticias importantes.
Maria me ha contado que el mes de abril fue el m¨¢s lluvioso de la historia. ?Qu¨¦ l¨¢stima! Sufrieron horribles riadas y todo tipo de desgracias. Aqu¨ª, en cambio, el mes pasado luci¨® el sol. La verdad es que no me acuerdo de cu¨¢ndo llovi¨® por ¨²ltima vez, y me refiero a llover como Dios manda, porque en este pa¨ªs no llovizna. La lluvia italiana es mucho mejor que la inglesa. Resulta m¨¢s nutritiva y tambi¨¦n es m¨¢s necesaria. Las resecas faldas de las monta?as se convierten en ondulados pastos de la noche a la ma?ana. Es algo natural.
Maria tambi¨¦n me ha contado que en Inglaterra la gente sigue hablando del euro. ?Incre¨ªble! ?Qu¨¦ mal ejemplo del pi-ccolo talante ingl¨¦s! Se me hace raro. Como europea me parece asombroso que tonter¨ªas como la moneda y la soberan¨ªa sigan siendo tema de discusi¨®n. Aunque, bueno, a veces viene bien que le recuerden a una los motivos que tuvo para marcharse.
La presencia de Maria ha sido valios¨ªsima desde que lleg¨® ayer. Giulia, mi asistenta, ha tenido el t¨ªpico detalle de los italianos y no se ha presentado a trabajar (dice que est¨¢ enferma, pero en este pa¨ªs nunca se sabe); y Maria ha sido de gran ayuda arreglando las cosas antes de que Casa Mia abra sus puertas este fin de semana, en que se inicia la temporada. Es el cuarto a?o que me ayuda y, con el curso de tres semanas que hizo en la Escuela de Hosteler¨ªa de Swindon, no s¨®lo resulta ¨²til a la hora de arreglar la casa, sino que se defiende muy bien en el zoo de la cocina. Y en generosa respuesta, como siempre sucede, a los discretos anuncios que he insertado en peri¨®dicos de alto nivel como el Spectator, Sunday Times y Sunday Telegraph, ?tenemos casi todo reservado hasta el oto?o!
Risotto di Casa Mia e Giovanna
En mi jard¨ªn crecen tantas hierbas que a veces me encanta despilfarrarlas en este delicioso plato que descubr¨ª por casualidad comiendo en el maravilloso y recomendable establecimiento de Giovanna, un local al que suelen ir, indistintamente, expatriados, campesinos y turistas. Es una receta caliente y reconfortante que me recuerda todo lo que hay de sano y verdadero en la Toscana.
Hervir una olla o un cazo de agua y a?adir un pu?ado de setas porcini secas (?son caras, pero valen todos los euros que cuestan!). Trocear y sofre¨ªr unas cebollas y ajo en aceite de oliva. A?adir cuatro tazas de arroz risotto (esta receta es para cuatro comensales, pero con la tendencia de las mesas italianas a crecer espont¨¢neamente, suelo tomarme la libertad de a?adir m¨¢s arroz por si aparece gente sin avisar). Cocerlo en caldo de pollo o de verduras, o en el agua utilizada para las setas (escurrirlas bien escurridas). Cuando el arroz est¨¦ firme y gordo, como el brazo de un beb¨¦, incorporar las suculentas setas y generosos pu?ados de romero, tomillo y menta troceados de forma r¨²stica.
Servir entre amigos prol¨ªficos y grandes botellas de vino rojo rub¨ª.
![Portada del libro 'Un hotel en la Toscana', de Imogen Edwards-Jones.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/HN6SHWZR7K5C6YQJZOWI3H5V6U.jpg?auth=be234c472ace4dae5fd80ebcedb1013ab3925635a21b32890c51390ba8870f64&width=414)
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