Las ¨²ltimas palabras de Fuentes
¡®Federico en su balc¨®n¡¯ es uno de los dos libros p¨®stumos del escritor mexicano EL PA?S avanza el comienzo de la novela donde salda cuentas con Nietzsche
Sesenta y seis. Esos son los a?os que estuvo atrapado Carlos Fuentes por la verdadera pasi¨®n de la literatura.?Sesenta y seis a?os que hay entre el descubrimiento que hizo de El conde de Montecristo, a la edad de 17 a?os, y la escritura de sus dos ¨²ltimos libros: Personas y Federico en su balc¨®n que dej¨® a los 83 a?os, antes de morir el 15 de mayo. El primero son unas memorias sobre los personajes que conoci¨® y el segundo una novela en la que salda cuentas con Nietzsche.
No es solo el legado p¨®stumo de uno de los escritores e intelectuales m¨¢s relevantes del mundo hispanohablante del ¨²ltimo medio siglo. ¡°El significado de Federico en su balc¨®n¡±, explica Pilar Reyes, editora de Alfaguara que publicar¨¢ la novela a finales de a?o, ¡°es que Fuentes nunca pens¨® que fuera el ¨²ltimo. Pero ahora cobra una gran dimensi¨®n simb¨®lica. Resume dos aspectos: el Fuentes ciudadano y el literario e intelectual. Es una reflexi¨®n sobre el poder y la decisi¨®n moral en las peque?as cosas de la vida. Una especie de combate entre lo p¨²blico o el poder que incide en la vida de todos y las decisiones peque?as y privados¡±.
La novela empieza envuelta en la luz donde se encuentran la noche y el d¨ªa, una ¡°aurora lenta y despiadada¡±. Lo vive Dante Loredano, trasunto de Fuentes, que ve c¨®mo en el balc¨®n de al lado un hombre mira la noche ¡°con un vasto sentimiento de ausencia¡±. Asomado a esa calle literaria de una ciudad que afronta una revoluci¨®n social contra la oligarqu¨ªa del poder econ¨®mico y social, Carlos Fuentes traza el c¨ªrculo de su vida.
Federico en su balc¨®n
A VALENT?N FUSTER, M?DICO.
I De la paz el arc¨¢ngel divino
Federico (1)
Lo conoc¨ª por casualidad. Era una noche m¨¢s que caliente, pegajosa, enojosa, inquieta. Una de esas noches que no alivian el calor del d¨ªa, sino que lo aumentan. Como si el d¨ªa acumulase, hora tras hora, su propia temperatura s¨®lo para soltarla, toda junta, al morir la tarde, entreg¨¢rsela, como una novia plomiza y mancillada, a la larga noche.
Sal¨ª de mi cuarto sin ventilaci¨®n, esperando que el balc¨®n me acordase un m¨ªnimo de frescura. Nada. La noche externa era m¨¢s oscura que la interna. A pesar de todo, me dije, estar al aire libre pasada la medianoche es, acaso psicol¨®gicamente, m¨¢s amable que encontrarse encerrado sobre una cama h¨²meda con el espectro de mi propio sudor; una almohada arrojada al piso; muebles de invierno; tapetes ralos; paredes cubiertas de un papel risible, pues mostraba escenas de Navidad y un Santacl¨®s muerto de risa. No hab¨ªa ba?o. Una bacinica sonriente, un aguamanil con jarr¨®n de agua ¨Cvac¨ªo¨C. Toallas viejas. Un jab¨®n con grietas arrugado por los a?os.
Y el balc¨®n.
Sal¨ª decidido a recibir un aire, si no fresco, al menos distinto del horno inm¨®vil de la rec¨¢mara.
Sal¨ª y me distraje.
Y es que en el balc¨®n de al lado, un hombre se apoyaba en el barandal y miraba intensamente a la gran avenida, despoblada a esta hora. Lo mir¨¦, con menos intensidad que su visi¨®n nocturna. No me devolvi¨® la mirada ?Qui¨¦n sabe? Unas espesas cejas ca¨ªan sobre sus p¨¢rpados. ?Qu¨¦ dec¨ªa? Unos bigotes largos y tupidos ocultaban su boca. S¨®lo que entre ambos ¨Ccejas, bigote¨C aparec¨ªa una desnudez que al principio juzgu¨¦ imp¨²dica, como si el solo hecho de ser ¨¢reas limpias las hiciese tan desnudas como un par de nalgas al aire. Lo limpio de ese rostro cubierto de cejas y bigotes conduc¨ªa a una idea perversa de lo lampi?o como lo impuro, s¨®lo por ser distinto de la norma, pues la abundancia de cejas y bigote parec¨ªan, en este hombre, ser la regla.
S¨®lo que al verlo all¨ª, en el balc¨®n vecino, mirando a la noche con un vasto sentimiento de ausencia, sent¨ª que mi primera impresi¨®n, como toda primera impresi¨®n, era falsa. A¨²n m¨¢s: yo difamaba a este hombre; lo difamaba porque me atrev¨ªa a caracterizarlo sin conocerlo. Deduc¨ªa de un par de signos externos lo que el hombre interno era. Mi vecino. ?C¨®mo se llamaba? ?Cu¨¢l era su ocupaci¨®n? ?Su estado civil? ?Casado, soltero, viudo? ?Ten¨ªa hijos? ?Ten¨ªa amantes? ?Qu¨¦ lengua era la suya? ?Qu¨¦ hab¨ªa hecho para ser memorable? ?O se resignaba, como la mayor¨ªa de todos, al olvido? ?Se dejaba llevar por un c¨®modo anonimato de la cuna a la tumba, sin ninguna pretensi¨®n de durar o ser recordado? ?O era este ser humano, mi vecino, portador de una vida secreta, valiosa por ser secreta, no manoseable por el mundo? ?Una vida propia vestida de anonimato pero portadora, en su seno, de algo tan precioso, que mostrarlo lo disolver¨ªa?
Pensaba en mi vecino. En realidad, pensaba en m¨ª mismo. Si estas preguntas ven¨ªan a mi ¨¢nimo, ?se refer¨ªan al pensativo y ausente vecino? ?O eran las preguntas sobre m¨ª mismo que me hac¨ªa a m¨ª mismo? Y de ser as¨ª, ?por qu¨¦ ahora, s¨®lo ahora, en la distante compa?¨ªa del hombre pr¨®ximo, me hac¨ªa preguntas sobre ¨¦l que en verdad era una manera de cuestionarme a m¨ª mismo?
Mis preguntas fueron sorprendidas por el amanecer. De la noche que evad¨ª en mi rec¨¢mara, sal¨ª a una aurora que duraba m¨¢s en mi memoria que en mi imaginaci¨®n. ?Era m¨¢s breve que mi recuerdo? ?Era m¨¢s duradera que mi imaginaci¨®n? Hubiese querido comunicarle estas preguntas, que no ten¨ªan respuesta solitaria, a mi vecino. La luz se avecinaba. Preced¨ªa al d¨ªa. No lo aseguraba. Tuve, por un instante, la sensaci¨®n de vivir un amanecer interminable en el que ni la noche ni el d¨ªa volv¨ªan a manifestarse. S¨®lo ocurr¨ªa esta incierta hora, que yo sab¨ªa pasajera, convertida en eternidad.
La jornada se avecinaba, renovada y ajena a nosotros. Vivos o muertos, estuvi¨¦semos o no aqu¨ª, despoblada la tierra y suficiente a su retorno eterno. Nada en el mundo salvo el mundo mismo. Ignoro si la tierra dejada a su propio circular, pensar¨ªa en s¨ª misma, sabr¨ªa que era "tierra", entender¨ªa que era parte de un sistema planetario, y si el universo mismo dudar¨ªa entre ser infinito, idea inconcebible, sin principio ni fin. Otra realidad. La realidad.
Que en este momento era yo con mi vecino el bigot¨®n, mirando el amanecer.
El eterno amanecer. La noci¨®n me llen¨® de pavor. Si el d¨ªa no llegaba aunque la noche hubiese terminado, ?en qu¨¦ limbo de las horas quedar¨ªamos suspensos para siempre? Quedar¨ªamos. Mi vecino y yo. Quise adivinar su mirada, imprevisible debajo de las tupidas cejas. ?Cerraba los ojos, dormitaba acaso, ajeno a mi presencia aguda aunque inquisitiva? O miraba, como yo, esta aurora lenta y despiadada. Sin piedad: ajena a nuestras vidas. Desinteresada en nuestra necesidad de contar con noche y d¨ªa a fin de arreglar¡ ?Qu¨¦ cosa? ?Necesitamos de verdad d¨ªa y noche para despertar o asearnos, desayunar, salir al trabajo, frecuentar colegas y amigos, almorzar por segunda vez, leer, mirar al mundo, tener amores f¨ªsicos, cenar, dormir? La vuelta impenitente ¨Cimperturbable¨C de nuestras vidas, dictada por un ciclo en todo ajeno a nuestros prop¨®sitos, en todo indiferente a nuestras actividades (o falta de ellas).
?Tendr¨ªa, yo, el valor de despojarme de horarios, funciones, deseos y someterme a un amanecer sin fin que me liberase de cualquier ocupaci¨®n? Quiz¨¢s as¨ª ser¨ªa el para¨ªso: una aurora interminable que nos eximiese de toda obligaci¨®n. Aunque, mirando al hombre silencioso en el balc¨®n de al lado, imagin¨¦ que as¨ª, tambi¨¦n, ser¨ªa el infierno: un amanecer jam¨¢s concluido. Liberaci¨®n. O esclavitud. Vivir para siempre en el amanecer del mundo. Cautiverio. O liberaci¨®n. Ser un ave que s¨®lo vive un d¨ªa. O un ¨¢guila eterna que vuela sin destino buscando lo que ya no existe: el d¨ªa para volar, la noche para desaparecer. Ni siquiera un meteoro, a esta hora temprana, para hacernos creer que todo, muy pronto, se mover¨¢¡
?l me mir¨® desde su balc¨®n. Medio metro entre el suyo y el m¨ªo.
Me mir¨® como se puede mirar a un extra?o. Descubriendo, de s¨²bito, a un reconocido. Quiero decir que el hombre mi vecino me mir¨® primero como a un desconocido. Enseguida, descubri¨® una semejanza. Sus ojos me dijeron que si no me conoc¨ªa, reconoc¨ªa en m¨ª una identidad olvidada. Yo hice un esfuerzo, no demasiado penoso.
?D¨®nde hab¨ªa visto antes a este hombre?
?Por qu¨¦ me parec¨ªa tan familiar este desconocido? ?Tan reconocible, por lo visto, como yo a ¨¦l?
?Ya le¨ªste la prensa? ¨Cme pregunt¨® de repente¨C.
No ¨Cle conteste, un poco sorprendido por el tuteo m¨¢s que por la pregunta misma¨C.
Aar¨®n Azar ¨Cdijo entonces, como si recordase lo previsible¨C.
?Qu¨¦¡? ¨Cexclam¨¦ o pregunt¨¦, no s¨¦¡¨C.
?Lo mataron? ?Logr¨® huir? ?Est¨¢ escondido? ?Lo escondieron? ¨Clas preguntas de mi vecino se disparaban como balas¨C.
No s¨¦¡ ¨Cfue mi d¨¦bil excusa¨C.
Por lo menos, ?sabes si Dios ha muerto? ¨Cconcluy¨® antes de retirarse del balc¨®n¨C. ?Qu¨¦ sabes?
Nada ?C¨®mo te llamas?
Federico. Federico Nietzsche.
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