Agust¨ªn Luengo, gigante de Espa?a
Vendi¨® su cuerpo (2,35 metros) al Museo de Antropolog¨ªa El doctor Velasco le pag¨® 3.000 pesetas (18 euros) y ¨¦l quer¨ªa formar una familia
Al llegar al circo le recibi¨® la mujer serpiente... En Puebla de Alcocer, donde naci¨®, no le quedaba otra salida que ser objeto de burla permanente. As¨ª que su padre lo vendi¨® por 70 reales, dos hogazas de pan blanco, media arroba de arroz, miel del Alentejo, una garrafa de aguardiente, dos paletas de jam¨®n y un daguerrotipo de los que hac¨ªan en la feria. No era un mal trato, pese a que el viejo hubiese querido sacar por ¨¦l 200 reales. Pero dio con Marrafa, un portugu¨¦s con m¨¢s que probadas dotes de negociador, experto en los bajos fondos y ojeador de la fauna universal que recopilaba para su circo luso ambulante.
A Agust¨ªn Luengo no le pareci¨® mal el trato. ?l solo quer¨ªa recorrer mundo y dejar atr¨¢s las leyendas que exageraban su figura hasta agrandarlo en tres metros, adem¨¢s de pintarlo aliment¨¢ndose de ratones vivos y durmiendo en el fondo de un pozo seco. ?l s¨®lo quer¨ªa ¡ªso?aba, m¨¢s bien, con suerte¡ª llegar a enamorarse¡
Eso, si sus 2,35 metros de altura no espantaban a alguna de las mozas que lo contemplaban como a un monstruo y su pilila, muy peque?a en proporci¨®n, que le cost¨® todo tipo de chanzas, no defraudaba demasiado las expectativas.
Esta es la ins¨®lita historia de un gigante rom¨¢ntico a quien las circunstancias dieron un vuelco en los g¨¦neros para convertirla en un cuento de terror. Los personajes principales, tiznados con la atracci¨®n fatal del claroscuro, son dos. Un monstruo a medio camino entre Frankenstein y el hombre elefante nacido en un pueblo de Extremadura y un cient¨ªfico siniestro, loco, visionario, obsesionado hasta tal punto con el embalsamamiento como manera de alcanzar la inmortalidad que cenaba y sacaba de paseo al cad¨¢ver de su hija Conchita vestida de novia.
El primero adquiri¨® su fama en vida, adem¨¢s de como atracci¨®n circense, por lo que saltaba a la vista cuando paseaba por la calle. El segundo, don Pedro Gonz¨¢lez Velasco, lleg¨® a fundar el Museo de Antropolog¨ªa de Madrid. A ambos les cruz¨® el c¨¢lculo del azar hasta fundirlos eternamente dentro de la vitrina donde hoy reposan los restos del gigante extreme?o, en el museo de la plaza de Atocha. Ah¨ª descansan los huesos de Luengo, junto al molde a tama?o real que le dise?¨® el doctor Velasco, tal como cuenta, haciendo las veces de gu¨ªa, Luis Folgado de Torres, autor de El hombre que compraba gigantes. Velasco, nada m¨¢s verlo, comprendi¨® que entre las extremidades de ese torpe corpach¨®n se escond¨ªa su gran sue?o. El culmen universal para una carrera que le hab¨ªa llevado a conseguir la c¨¢tedra de Anatom¨ªa en la facultad de Medicina. Aquel ser humano descalzo que desfil¨® ante ¨¦l en una actuaci¨®n privada organizada por Marrafa para Alfonso XII ser¨ªa la atracci¨®n mundial para su gran proyecto: el museo dise?ado por ¨¦l, inaugurado en abril de 1875.
No tard¨® en ofrecerle un trato. Su cuerpo muerto en vida a un precio m¨¢s que generoso: 3.000 pesetas y una condici¨®n. Un adelanto de 1.500 en mano y el resto del pago de la siguiente manera: cada d¨ªa deb¨ªa presentarse personalmente en su casa a recoger 2,50 pesetas ¡ªlo que ascend¨ªa a dos jornales de un alba?il en la ¨¦poca¡ª hasta que falleciera.
Su triste historia cabalga entre las de Frankenstein y el hombre elefante
Luengo no era capaz de alcanzar a comprender lo que para ¨¦l representaba un chollo. Pensaba vivir bastantes a?os. Pero el doctor Velasco jugaba con ventaja. Sab¨ªa positivamente que su enfermedad ¡ªuna acromegalia que le imped¨ªa detener el crecimiento¡ª acabar¨ªa pronto con ¨¦l.
Con dinero fresco en el bolsillo, Luengo dej¨® atr¨¢s sus d¨ªas junto a Marrafa. El circo le dio fama. Pero hab¨ªa dos cosas que no le contentaban. La primera, una codiciosa obligaci¨®n impuesta por el portugu¨¦s. No le quedaba m¨¢s remedio que permanecer oculto all¨¢ donde pararan para no estropear la sorpresa ni el impacto que deb¨ªa producir en el p¨²blico. Y m¨¢s cuando se exhib¨ªa en un pa¨ªs cuya estatura media a duras penas sobrepasaba el 1,50. La segunda respond¨ªa a pesares m¨¢s ¨ªntimos: segu¨ªa sin encontrar el amor.
En la capital del reino, cre¨ªa, le ser¨ªa m¨¢s f¨¢cil. Aunque fuera pagando. As¨ª que dej¨® atr¨¢s una vida rodeada de canguros, carretas, tigres de bengala, enanos que serv¨ªan de tapadera para el contrabando, piojos en infecciones torrenciales, trapecistas y mujeres m¨¢s exc¨¦ntricas que ex¨®ticas para aterrizar en otro ruedo ib¨¦rico: el Madrid galdosiano y pre esperp¨¦ntico de Valle-Incl¨¢n.
En dicho escenario, Luengo fue a caer en brazos de la Joaqu¨ª, aut¨¦ntica estrella en el burdel de la Antonia. Pero, m¨¢s que amor, esta, lo que persegu¨ªa, era el bolsillo bien surtido de Luengo, muy generoso con su jornal diario en sus atenciones. Ni el pr¨ªncipe heredero de Grecia se hab¨ªa gastado tantos cuartos en ella.
El gigante malgast¨® su adelanto convencido de que as¨ª la podr¨ªa sacar de all¨ª y formar una familia de estatura normal. Pero no hubo modo y, con mal de amores a cuestas, el pobre Agust¨ªn parec¨ªa un tilo despojado de ilusiones dando tumbos por las calles de Madrid. Para colmo, una tuberculosis ¨®sea le carcom¨ªa los huesos sin que apenas nada le calmara el dolor. Solo lo lograba una p¨®cima alucin¨®gena de cornezuelo de centeno que le convirti¨® en medio yonqui exhibicionista dispuesto a fornicar en plena calle y tirarse el quicio de las puertas, cosa que ocurri¨® en la Plaza del Conde de Barajas a plena luz del d¨ªa.
Una buena ma?ana sufri¨® un colapso y muri¨® tirado en una acera. El doctor Velasco ni se enter¨®. Cuando pudo cerciorarse ya era tarde y el experimento de su embalsamamiento qued¨® arruinado. Deb¨ªa hacerlo con el cad¨¢ver caliente. No lleg¨® a tiempo. Pese a que se afan¨® en vaciarlo de carne podrida y dejarlo solo en los huesos, los planes quedaron desbaratados. La pretensi¨®n de equipararse a otras piezas de museos europeas se fue al garete. Y con ella, la ambici¨®n de dejar atr¨¢s las referencias mayas y egipcias en dicho arte tambi¨¦n.
Del gigante extreme?o quedan ¨²nicamente los huesos. Sobre la piel, arrancada entonces por Velasco, nada se sabe. Los primeros descansan en su vitrina, el resto qued¨® durante a?os guardado en los desvanes del museo. Ahora no hay rastro pese a que all¨ª permaneci¨® hasta los a?os ochenta. La familia Velasco, propietaria del cad¨¢ver y del Museo Nacional de Antropolog¨ªa, tiene la respuesta.
Babelia
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