Suicidio
Los hombres somos los ¨²nicos entre los vivos, seg¨²n nuestro alcance, que sabemos que vamos a fallecer
Con su proverbial erudici¨®n y un admirable sentido sint¨¦tico, Ram¨®n Andr¨¦s (Pamplona, 1955) encara, en esta ocasi¨®n, el tema crucial del ser humano: la gesti¨®n de su propia muerte. Lo hace en un ensayo titulado Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente (Acantilado), un asunto sobre el que ya hab¨ªa publicado un libro hace 12 a?os, como nos recuerda en una nota previa, pero que, con el paso del tiempo, ha necesitado revisitar desde una perspectiva m¨¢s amplia y, por tanto, m¨¢s profunda. Desde luego, ha merecido la pena este empe?o de revisi¨®n, no solo porque el hombre sea mortal, ni tampoco porque seamos entre los vivos, seg¨²n nuestro alcance, los ¨²nicos que sabemos que vamos a fallecer, sino porque este traum¨¢tico conocimiento nos condiciona hasta tal punto de que, como lo formul¨® Heidegger, se pueda definir esencialmente nuestra condici¨®n como la de ¡°un ser para la muerte¡±. Por lo dem¨¢s, recusados todos los subterfugios que en el pasado nos consolaban mediante las creencias y la fe en otra vida del ¡°m¨¢s all¨¢¡±, nuestra sociedad secularizada ha vivido y vive la muerte con mayor desconcierto e intimidaci¨®n. En cualquier caso, ayer y hoy por igual, resulta, en principio, enigm¨¢tico que alguien decida darse muerte voluntariamente, no ya mediante ese eufemismo que llamamos eutanasia en la actualidad, sino por un sinf¨ªn de otras razones digamos que menos ¡°razonables¡± y hasta del todo punto incomprensibles.
Para responder a esta espinosa cuesti¨®n de por qu¨¦ algunos seres humanos desean acortar la duraci¨®n de la de suyo siempre breve vida, Andr¨¦s se remonta a la noche de los tiempos, porque el sufrimiento ante la expectativa indeclinable de la muerte es inseparable del surgimiento de la conciencia, ese procesador de nuestro cerebro capaz de prever y, por tanto, representar nuestro fin y, de esta manera, interrogarnos sobre ¨¦l. En este sentido, se puede asociar el alumbramiento de nuestra conciencia con el nacimiento de lo que llamamos arte, porque ver el mundo, como apunt¨® certeramente F¨¦lix de Az¨²a, ¡°desde la butaca de nuestros ojos¡±, esa duplicaci¨®n o desdoblamiento de nuestro ser, era ya una forma de encarar nuestro destino mortal. En esta direcci¨®n, el rastreo exhaustivo de Andr¨¦s en pos de hallar se?ales paleontol¨®gicas de esta fatal previsi¨®n es tan imprescindible como el prolijo seguimiento de la misma a trav¨¦s del cauce de la civilizaci¨®n occidental, cuya aprensi¨®n ante la muerte alcanza actualmente un tono pat¨¦tico perentorio, porque afrontar un mundo virtualmente sin misterios ahonda la preocupaci¨®n sobre el sentido o sinsentido de la existencia.
Con su proverbial erudici¨®n, Ram¨®n Andr¨¦s encara la gesti¨®n que hace el hombre de su propia muerte
No es posible aqu¨ª, ni por asomo, compilar la riqu¨ªsima veta de la prolija y variad¨ªsima investigaci¨®n hist¨®rica que ha llevado a cabo Ram¨®n Andr¨¦s al respecto, pero, adem¨¢s de demostrar que el af¨¢n autodestructivo ha acompa?ado al hombre desde que se constituy¨® como tal, con una encima pasmosa regularidad, una de las joyas que atesora su indagaci¨®n es mostrarnos lo que tiene el suicidio de desesperada acci¨®n conjetural; es decir: de ansiosa interrogaci¨®n. En 1827, el singular escritor escoc¨¦s Thomas de Quincey (1785-1859), coronando una l¨ªnea muy brit¨¢nica de convertir la muerte en un acto de donaci¨®n, public¨® un ensayo titulado Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, luego aprovechado por Oscar Wilde en su Retrato de Dorian Gray, dos pelda?os en una escalera hasta hoy al parecer morbosamente interminable, pues el tema de la muerte es recurrente en la dominante filosof¨ªa contempor¨¢nea de corte existencialista. Lo parad¨®jico de esta b¨²squeda inquisitiva de la muerte en nuestro mundo es que se ha imaginado hasta su env¨¦s, como en esa novela de Simone de Beauvoir, Todos los hombres son mortales (1946), cuyo protagonista, que ha bebido un filtro m¨¢gico que le impide morir, se desespera por resultarle insoportable no poder hacerlo.
La pregunta final es acerca de si, en realidad, morimos o nos suicidamos de una vez y para siempre o si tal funesto final nos est¨¢ royendo desde el principio de nuestra existencia. Al margen de lo obvio, esta pregunta es sumamente pertinente, como lo corrobora ?¡ªinsisto¡ª el hecho de nuestra afici¨®n duplicativa, que colma el de nuestra reproducci¨®n biol¨®gica. Este af¨¢n representativo de nuestra imagen, propio del arte, se culmina en la fotograf¨ªa, que, con su versatilidad mec¨¢nica, nos permite suicidarnos a cada instant¨¢nea, por lo que Barthes calific¨® tal medio como genuinamente funerario.
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