Rastros de vidas
No tengo vocaci¨®n ninguna de coleccionista, pero me emociono viendo algunos libros, toc¨¢ndolos
Es instructivo leer vidas de escritores y luego darse una vuelta por una feria de libros antiguos, ediciones raras, manuscritos, cartas. Cada a?o, en marzo, en un cuartel gigante de la ¨¦poca de la guerra civil americana, el Armory de la calle 67 y Park Avenue, hay en Nueva York una feria que re¨²ne a libreros y a coleccionistas de medio mundo. En medio de la excitaci¨®n y la exaltaci¨®n continua, indiscriminada y ya tediosa de todo lo digital, una feria dedicada a los libros impresos y tangibles, a los manuscritos, a las huellas materiales del trabajo y la presencia de quienes se han dedicado al oficio de la literatura, sin duda es un hecho alentador, y desde luego inusual. El maleficio del aturdimiento y la amnesia parece inseparable de un mundo en el que todo gira en torno a pantallas de pl¨¢stico muy pulido en las que ning¨²n roce deja huella, y en las que lo aparecido en un momento borra con urgencia y sin ning¨²n esfuerzo lo que apareci¨® unos segundos antes.
No soy un oscurantista: esto mismo lo estoy escribiendo en un port¨¢til, y cuando lo haya terminado y corregido lo mandar¨¦ en un instante al peri¨®dico. La lejan¨ªa de las personas que quiero la alivio con una conexi¨®n a Skype. Una gran parte de la documentaci¨®n que uso para mi trabajo la encuentro en Internet. Pero tambi¨¦n viajo en avi¨®n y eso no me impide disfrutar del tren cuando la distancia lo permite; en las ciudades uso el transporte p¨²blico, pero siempre que puedo voy en bicicleta o caminando, porque esos ejercicios, aparte de su utilidad pr¨¢ctica inmediata, tambi¨¦n me ofrecen una posibilidad de estar f¨ªsicamente en el mundo. Hay una seria ventaja cognitiva en llegar caminando a los sitios en los que uno quiere ver algo o encontrarse con alguien que le importa mucho. Desde hace millones de a?os, el cerebro de las especies de las que la nuestra es heredera evolucion¨® en concordancia con el h¨¢bito de caminar. El ritmo de la caminata y el del pensamiento se acompasan entre s¨ª. El ejercicio despierta la inteligencia y agudiza los sentidos en la anticipaci¨®n gradual de la llegada. Yo escucho mejor un concierto cuando he llegado a ¨¦l caminando, y miro los cuadros m¨¢s perceptivamente si una hora de paseo yendo hacia ellos me ha entrenado los ojos en la contemplaci¨®n variada del mundo.
Las calamidades de un autor pobre son ventajas para el coleccionista rico: de no haber ardido tantos ejemplares, no valdr¨ªan tanto los que quedaron
No siempre es necesaria la mediaci¨®n de la tecnolog¨ªa; y menos a¨²n de una sola tecnolog¨ªa. Walter Benjamin era un apasionado de las plumas estilogr¨¢ficas y las prefer¨ªa con mucho a la m¨¢quina de escribir, pero no por nostalgia, sino por eficiencia: en los a?os veinte del siglo pasado, una estilogr¨¢fica era una novedad tecnol¨®gica m¨¢s avanzada que una m¨¢quina de escribir. Y en gran medida sigue siendo un instrumento eficiente y sofisticado de escritura, una maravilla de ingenio y ligereza mec¨¢nica semejante a una bicicleta.
P¨¢ginas escritas a m¨¢quina y a pluma y a l¨¢piz abundaban detr¨¢s de las vitrinas y en los ¨¢lbumes muy bien encuadernados de la feria. Una parte del contenido fundamental de una carta escrita a mano no est¨¢ en el significado de las palabras, sino en la caligraf¨ªa, en el papel, en el tama?o de la letra. La est¨¦tica involuntaria dice lo que la conciencia est¨¢ segura de ocultar. Hemingway se pone a escribir una carta y llena el papel tan glotonamente con las gesticu?laciones de su letra como llenar¨ªa con su arrogancia masculina las habitaciones en las que entrara. Ver la firma peque?a de William Faulkner al pie de la ¨²ltima p¨¢gina de un contrato con un estudio de Hollywood es darse cuenta de la presencia m¨ªnima y bastante incierta que un escritor tiene en esos mundos de negocios en los que sin embargo su trabajo es la materia prima.
Seg¨²n voy recorriendo los pasillos y los escaparates de esta feria me doy cuenta de que en ella los dos ¨²nicos papeles que pueden corresponderle a un escritor son el de fantasma y el de intruso mir¨®n. Fantasmas del talento y de la pobreza, el fracaso, el olvido, aparecen en primeras ediciones que con frecuencia no ley¨® casi nadie y que ahora cuestan muchos miles de d¨®lares. No tengo vocaci¨®n ninguna de coleccionista, pero me emocionaba viendo algunos libros, toc¨¢ndolos, despu¨¦s de pedir permiso al imponente librero, que suele mirar al visible intruso por encima de las gafas escurridas hasta la punta de la nariz. Toqu¨¦ un ejemplar de Direcci¨®n ¨²nica, de Benjamin, tan delgado, tan perfecto en su tipograf¨ªa, con la cubierta intacta, dise?ada con una bella modernidad de 1926, con la dedicatoria estremecedora a Asja Lacis. Pregunt¨¦ tontamente el precio: 15.000 d¨®lares. Lo que hac¨ªa m¨¢s valioso el ejemplar, me dijo el librero, haci¨¦ndome saber con la expresi¨®n de su cara que ni por un momento hab¨ªa imaginado que yo pudiera comprarlo, era que conservaba la cubierta intacta. Pero mirar y tocar el libro un momento era tener m¨¢s cerca la presencia de Benjamin: comprender con los ojos y las manos qu¨¦ parte tan breve de su obra se public¨® mientras estaba vivo, qu¨¦ infortunios lo llevaron a perder todo lo que ten¨ªa y amaba antes de perder la vida.
En otro puesto, en el interior de una especie de cofre, hab¨ªa otra primera edici¨®n tan emocionante para m¨ª como la de Benjamin: Moby Dick or, The Whale. Este no me atrev¨ª a pedir que me lo dejaran tocar y hojear. Costaba 25.000 d¨®lares. Las ventas brutas totales de la primera edici¨®n de la novela ¡ªla ¨²nica, hasta 30 a?os despu¨¦s de la muerte de Melville¡ª hab¨ªan ascendido a 537 d¨®lares. 2.400 ejemplares, de una tirada de 3.000, ardieron en el incendio del almac¨¦n donde hac¨ªa a?os que nadie se acordaba de ellos. Las calamidades de un escritor pobre se convierten en ventajas para los coleccionistas ricos: si no hubieran ardido tantos ejemplares, no valdr¨ªan ahora tanto los que quedaron.
Gracias a Sa¨²l Roll, novelista y librero del gremio, sostuve en mis manos, hace unos a?os, en esta misma feria, el bloque macizo de la primera edici¨®n de Ulysses, las simples letras blancas sobre el fondo azul claro. Costaba entonces, no s¨¦ ahora, en torno a los 400.000 d¨®lares. Qu¨¦ bien le habr¨ªa venido un porcentaje siquiera de esa cantidad al pobre Joyce, cegato y borrach¨ªn, perseguido siempre por la inseguridad y la penuria.
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