Descubrir el olvido
La memoria perteneci¨® a la generaci¨®n de nuestros abuelos o de nuestros padres
No se puede recordar lo que se desconoce. La que ya parece vieja, aunque es nov¨ªsima, Ley de la Memoria hist¨®rica deber¨ªa haberse llamado Ley del Descubrimiento. La memoria perteneci¨® a la generaci¨®n de nuestros abuelos o de nuestros padres, seg¨²n el caso, pero ellos se marcharon descubri¨¦ndonos una parte de la historia. Recordar, etimol¨®gicamente, significa ¡°volver a pasar por el coraz¨®n¡±, y resulta comprensible que el coraz¨®n cerrara las compuertas a algunos recuerdos. Lo que se ha visto. Lo que se ha hecho. Lo que se ha dejado de hacer. Incontables personas en Espa?a ejercieron el olvido de lo que no quisieron recordar. Y hoy, entre sus nietos, abundan las voces que exigen olvidar lo que nunca han recordado, incluso lo que nunca han descubierto.
Muchos descubrimos en este peri¨®dico, el d¨ªa 5 de julio, una fotograf¨ªa de Miguel Hern¨¢ndez cuando asisti¨® al Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia en 1937. M¨¢s all¨¢ de la memoria, se trata de un instante congelado de su vida, donde el poeta, de quien este a?o se cumple el 75 aniversario de su muerte, camina con decisi¨®n, la mirada alta, rodeado de militares republicanos. El mismo Miguel Hern¨¢ndez parece militar, sin serlo, por el gesto, por la convicci¨®n, por la espalda erguida. Sin embargo, dos de los militares que lo flanquean, los que parecen guardar la puerta, tienen los hombros encorvados, el semblante hosco o abatido. Parecen los guardianes de la historia que iba a acontecer, mientras el poeta se dirig¨ªa, esperanzado, hacia la desgracia.
Muchos descubrimos en estos d¨ªas la poes¨ªa reeditada de Pablo del ?guila, un poeta granadino nacido en 1946 y que se suicid¨® en 1968 dejando en el camino, con solo 22 a?os, una obra que necesitaba sacudirse el franquismo como los perros se sacuden el agua. No sabemos con exactitud lo que la Espa?a franquista influy¨® en el suicidio del poeta, pero s¨ª que miembros de la Brigada Pol¨ªtico Social asistieron a su entierro para vigilar el cortejo f¨²nebre de un disidente que, en 1966, hab¨ªa escrito a Rafael Alberti, todav¨ªa en el exilio, una desolada queja: ¡°No es que nos teman, no, pero nos pisan¡±.
No ten¨ªa, por tanto, toda la raz¨®n Max Aub, cuando un a?o despu¨¦s del entierro de Pablo del ?guila, explic¨® as¨ª el t¨ªtulo de su libro La gallina ciega: ¡°Era Espa?a no por el juego, no por el cart¨®n de Goya, sino por haber empollado huevos de otra especie¡±. Se lamentaba Aub de que, en su breve visita desde el exilio, ning¨²n periodista (los pollos nacidos de la contienda) le hubiera preguntado por ella. Espa?a, en 1969, parec¨ªa existir como si los muertos no hubieran vivido nunca y los miles de exiliados no hubieran sido tan espa?oles como los que se quedaron. Pero Aub afirmaba: nuestros nietos lo contar¨¢n.
Muchos de esos nietos lo seguimos intentando, historiadores, periodistas, novelistas. Recuperar la conversaci¨®n interrumpida con nuestros abuelos. Descubrir aquello que no podemos recordar pero que sigue viviendo en nosotros en forma de silencio.
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