Creaci¨®n y (auto)destrucci¨®n
Los creadores autodestructivos parecen necesitar la muerte cuanto antes, para que hable con fuerza en su obra sacrificada a su dominio
Es un duro tr¨¢mite pasar del ser a la nada, pero m¨¢s duro es que la nada se convierta en una tentaci¨®n constante vinculada a la siguiente creencia, frecuente en algunos creadores: si te codeas d¨ªa a d¨ªa con la muerte, si la conviertes en tu amiga ¨ªntima, si no dejas de pensar en ella, si la persigues, si la a?oras, si la echas incesantemente en falta, si la buscas por caminos tortuosos, entonces la creaci¨®n te acompa?ar¨¢ con su poderosa fuerza redentora. Ese coqueteo diario con la muerte hasta abrazarse del todo con ella ha perseguido a m¨²sicos (Schubert, Coltrane, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Ian Curtis, Amy Winehouse), pintores (Van Gogh, Mark Rothko), escritores (Proust, Virginia Woolf, Pavese), pero quiz¨¢s sea en la poes¨ªa donde esa creencia haya tenido mayores letales adeptos y mayores letales consecuencias.
Los poetas brit¨¢nicos Paul Farley y Michael Symmons Roberts han explorado asombrosamente ese territorio, y lo han hecho convirti¨¦ndose en viajeros que buscan los rastros de esos poetas que han apostado fatalmente por la creencia de que la muerte buscada a prop¨®sito es la ¨²nica manera de acceder a los veneros de la creaci¨®n m¨¢s alta.
Para ello, mochila en mano, se han adentrado por los territorios que contienen las huellas de esas decisiones traum¨¢ticas, en las que conviven Thomas Chatterton, que se suicida con solo 17 a?os; o Lord Byron, que busca la muerte con apenas 36; o Sylvia Plath, que, con 31, se mata inhalando gas en una espantosa noche helada de 1963, con sus ni?os durmiendo al lado; o Dylan Thomas, que, con 39, se toma toneladas de alcohol en Nueva York y muere por ello; o John Berryman, que, de camino a sus clases en la Universidad de Mine¨¢polis, decide incomprensiblemente subirse a la barandilla del puente y tirarse al r¨ªo Misisipi, con 58 a?os; o Frank O¡¯Hara, extra?amente atropellado a los 40 a?os por un jeep en la playa despu¨¦s de una fiesta con amigos; o Anne Sexton, quien, de la noche a la ma?ana, se mata en su c¨®moda casa a los 46 a?os; o Robert Lowell, desaforadamente alcoh¨®lico, que se queda muerto a los 60 a?os en el taxi que le llevaba a casa de su exesposa, en Nueva York, junto a Central Park¡
Se preguntan los viajeros: si estamos cerca de esas muertes, de los escenarios en que se produjeron, de las personas que supieron algo y a¨²n pueden informar, de las casas que a¨²n sobreviven y delatan presencias inatrapables, ?podremos entender mejor la obra de los que sacrificaron su vida por ella? ?La obra nos dice m¨¢s por el hecho de estar cerca de las circunstancias que provocaron la muerte de sus autores? Puede que no sea as¨ª, pero, en todo caso, esa b¨²squeda, no siempre exitosa ¡ª?qui¨¦n sabe por qu¨¦ lo hicieron?¡ª, es un acto de simpat¨ªa total o de compasi¨®n absoluta y acaba convirti¨¦ndose en un acto lector superlativo, may¨²sculo, de una calidad suprema puesto que se aleja radicalmente de las consideraciones fr¨ªas y t¨¦cnicas sobre los actos de lectura, necesariamente ajenas a cualquier inmersi¨®n en la vida de los autores tr¨¢gicos, por el hecho de haberse conducido tr¨¢gicamente con respecto a su vida y a su obra. Desde esta obra, fraguada en tormentos inaccesibles, vagamos hacia la muerte real, tal como ocurri¨®, y de esta volvemos a la obra, para intentar comprender lo incomprensible.
?Podremos entender mejor la obra de los que tormentosamente sacrificaron su vida por ella si visitamos los escenarios de su muerte?
Ahora bien, para no dejarlo todo en manos de la guada?a creadora, nuestros agudos, sensibles, detectivescos y modianescos gu¨ªas nos acercan a otra clase de muertes, la de los poetas que la han aceptado pero sin haberse sometido a su embrujo tentador, puesto que antes que ella estaba la obra, infinitamente m¨¢s seductora que aquella. Maravillosos acercamientos a los lugares en los que transcurri¨® la vida de Emily Dickinson, William Carlos Williams, Elizabeth Bishop, Philip Larkin, Wallace Stevens, Marianne Moore, R. S. Thomas ¡ªentre otros¡ª demuestran que hay otra creatividad excelsa posible que no necesita la autodestrucci¨®n como su m¨¢xima maestra porque requiere una lucidez calculadora que sabe que la obra es en s¨ª misma de una exigencia absorbente y brutal, cuyo m¨¢ximo enemigo ser¨ªa la muerte misma.
El duro tr¨¢mite del paso del ser a la nada est¨¢ siempre en todo laboratorio creativo, sea el arte que sea. Los creadores autodestructivos parecen necesitar la muerte cuanto antes, para que hable con fuerza en su obra sacrificada a su dominio. Los otros la visitan d¨ªa a d¨ªa, pero protegidos por la fuerza de la vida, a la que abrazan, incluso con dificultad, como en el caso extremo de Emily Dickinson. Es todo un viaje del que nos hablan con prodigio estos dos viajeros en este libro sensacional, Death of the Poets, donde la muerte habla y calla a la vez, con su enigm¨¢tico lenguaje inaccesible.
¡®Death of the Poets¡¯. Paul Farley y Michael Symmons Roberts. Jonathan Cape. 432 p¨¢ginas. 17,48 euros.
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