La lecci¨®n del maestro
Le Carr¨¦ ha regresado en 'El legado de los esp¨ªas' a su escritura r¨¢pida y limpia, animada por un o¨ªdo excelente para los matices verbales
H¨¢bitos menores, gestos sutiles que pueden no advertirse, retratan a las personas de carne y hueso. George Smiley tiene el h¨¢bito de limpiarse las gafas con el forro de la corbata, y el de sub¨ªrselas con el dedo ¨ªndice cuando est¨¢ escuchando a alguien y las gafas se le deslizan por la nariz. Cuando escucha lo que alguien le dice, George Smiley entra en una especie de trance de inmovilidad, entornando los ojos, como un mel¨®mano atento a cada pormenor de una interpretaci¨®n.
Que George Smiley no exista no disminuye su capacidad de presencia, o el modo en que se le siente o se le sabe cerca cuando no est¨¢. Ha tenido en el cine la cara de Alec Guinness, y hace no mucho la m¨¢s improbable de Gary Oldman, pero quienes nos preciamos de conocerlo desde nuestra juventud no tenemos necesidad de tales corroboraciones visuales. Donde est¨¢ George Smiley es en cada una de las novelas que le ha dedicado su autor, John Le Carr¨¦, y en la imaginaci¨®n de un cierto n¨²mero de lectores muy leales, que ya lo d¨¢bamos melanc¨®licamente por desaparecido, porque desde hac¨ªa muchos a?os no hab¨ªamos vuelto a encontrarlo en ninguna novela. Se despidi¨® al final de la ¨²nica que llevaba su nombre en el t¨ªtulo, Smiley¡¯s People (La gente de Smiley). En aquella entrega, Smiley, el esp¨ªa gordito y reflexivo, mansamente cornudo, experto en una serie de oscuros poetas alemanes del siglo XVII, obten¨ªa al final un ¨¦xito que culminaba su carrera, y que yo no voy a revelar aqu¨ª, por respeto a quienes a¨²n no han le¨ªdo la novela. Pero Smiley aceptaba el ¨¦xito de una de sus confabulaciones magistrales tan sobriamente como habr¨ªa aceptado el fracaso, y se alejaba igual que otras veces, con su traje y su abrigo formal, con las gafas empa?adas que se paraba a limpiar frot¨¢ndolas con la corbata, perdi¨¦ndose en una noche de Londres o del Berl¨ªn de la Guerra Fr¨ªa, en ese limbo al que van los personajes cuando sus autores dejan de escribir sobre ellos, sobre todo esos personajes que parecen m¨¢s reales porque van atravesando de unas novelas a otras, Sherlock Holmes o el comisario Maigret o el doctor D¨ªaz Grey de Onetti o el vendedor ambulante de m¨¢quinas de coser V.?K.?Ratliff de Faulkner, o el Marlow hablador de Joseph Conrad.
Es probable que John Le Carr¨¦ se hubiera cansado de George Smiley igual que se cans¨® Conan Doyle de Holmes. Un autor siente que ese material se le ha agotado y quiere abrirse a nuevos mundos. O tambi¨¦n puede ser que el personaje se le haya vuelto demasiado poderoso y el novelista se sienta ensombrecido por ¨¦l: hasta puede que le tome envidia, o rencor. El lector ama lo que ya conoce, pero el novelista quiere ser juzgado por lo que todav¨ªa no ha hecho, lo que dar¨¢ de s¨ª cuando se libre del fardo de los libros pasados. A?os antes de que cayera el muro de Berl¨ªn, John le Carr¨¦ ya hab¨ªa dejado atr¨¢s a George Smiley y los escenarios de grisura invernal de la Guerra Fr¨ªa. Se embarc¨® en novelas de gran ambici¨®n testimonial, en tramas que abarcaban los diversos horrores del mundo, las guerras poscoloniales, los abusos de las multinacionales farmac¨¦uticas, el saqueo de los recursos naturales en los pa¨ªses pobres, los espantos de crueldad y corrupci¨®n del mundo surgido de las ruinas del comunismo sovi¨¦tico. Eran libros cargados de documentaci¨®n, animados por una creciente ira pol¨ªtica y moral, por una voluntad de denuncia.
Le Carr¨¦ construye tramas que se despliegan como fugas barrocas, arquitecturas fant¨¢sticas alzadas en el aire, sometidas a una estricta disciplina de invenci¨®n
Le¨ª algunos, y otros los abandon¨¦ reci¨¦n empezados. Me parec¨ªa que la escritura hab¨ªa perdido la m¨²sica del estilo, y que los personajes, muchos de ellos, eran s¨ªmbolos, o portavoces, m¨¢s que figuras humanas dotadas de verdad. Puede que fuera injusto; que hubiera ca¨ªdo en la tentaci¨®n de reprocharle a un novelista que no siguiera escribiendo como a m¨ª me gustaba, lo que a m¨ª me gustaba. Una parte de la libertad de esp¨ªritu de un autor es el derecho a defraudar a los lectores que se consideran a s¨ª mismos m¨¢s fieles. Quiz¨¢s muchos de nosotros ¨¦ramos m¨¢s fieles a George Smiley que a John Le Carr¨¦. Hab¨ªamos asistido a eso tan raro y tan adictivo en la literatura, la creaci¨®n de un mundo imaginario completo, con una geograf¨ªa particular y hasta una luz, un clima exclusivamente suyo, un lenguaje, unas reglas. Ese mundo estaba preservado y bien a salvo en unas cuantas novelas. Nos quedaba siempre la posibilidad, el refugio de volver a ellas.
Pero ahora quien ha vuelto a aquel mundo ha sido su creador. Al cabo de mucho tiempo, con m¨¢s de 85 a?os, con una maestr¨ªa que parece sin esfuerzo, con la familiaridad meticulosa hacia los personajes, los detalles, los lugares, las zonas de oscuridad de antiguas tramas recobradas, de quien en realidad no lleg¨® a ausentarse nunca. Es de nuevo Berl¨ªn al principio de los a?os sesenta, el hedor del nazismo que dura en la ciudad todav¨ªa llena de ruinas; es entonces y es ahora: fantasmas de muertos que quedaron sin sepultura vuelven para inquietar a los vivos, los viejos que todav¨ªa recuerdan, los veteranos de entonces. He le¨ªdo El legado de los esp¨ªas, durante horas de esa perfecta concentraci¨®n que solo deparan las novelas, y he intercalado avariciosamente la lectura con la de El esp¨ªa que vino del fr¨ªo, que es su punto de partida y regreso. En esa novela Le Carr¨¦ encontr¨® un estilo de m¨¢xima simplicidad que se le fue complicando con el curso de los a?os y de las novelas, quiz¨¢s con un exceso de voluntad literaria, inevitable en quien no quiere resignarse a la etiqueta de escritor de g¨¦nero. Ahora, liberado por la edad de tales ansiedades, Le Carr¨¦ ha regresado a aquella escritura r¨¢pida y limpia, animada por un o¨ªdo excelente para los matices verbales delatores del clasismo brit¨¢nico, de la prosa de los informes, de las vaguedades del lenguaje de los bur¨®cratas y de los esp¨ªas.
Le Carr¨¦ construye tramas que se despliegan como fugas barrocas, arquitecturas fant¨¢sticas alzadas en el aire, sometidas a una estricta disciplina de invenci¨®n, equilibradas por la inmediata intensidad humana de los personajes. Casi todos los nombres los reconoce como antiguos nombres familiares el lector veterano. Smiley ronda desde la primera p¨¢gina, furtivo, mencionado, invisible, retirado desde hace mucho, tan inencontrable que algunos lo dan por muerto. Aparece por fin y es ¨¦l mismo y es otro, reconocido y fantasmal, como cualquier persona querida a la que no hemos visto en muchos a?os. Pero hay que seguir leyendo para llegar al final. Es la antigua ley de las novelas.
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