José María Entrecanales de Azcárate, una amistad sin vientos contrarios
El pintor Eduardo Arroyo evoca la figura del ingeniero y empresario en el 10? aniversario de su muerte
Los ingenieros no me dejan indiferentes y viceversa. Me han tratado con cierta consideración, especialmente en el momento de mi intervención cuando el Pabellón de los Descubrimientos fue arrasado por un incendio durante la Exposición Universal de Sevilla en 1992. En cada una de aquellas reuniones en las cuales iba precisando mis planes para remediar los estragos, nada más hablar yo, los ingenieros desplegaban con autoridad sus ideas y sus planes de formato relativamente modesto si se compara con las tonterías que yo había soltado. Terminaba refunfu?ando, pero aquello no tenía importancia pues ellos me interesan.
Antes de convertirse en empresario y hombre de negocios, José María Entrecanales había sido un aventajado alumno de la prestigiosa escuela de la que he hablado. Poco tiempo después de nuestro primer encuentro, él y yo habíamos concluido un acuerdo: yo le ense?aría las dosis secretas y necesarias para la preparación del Negroni (idéntica proporción de vermú, ginebra, Campari, algunas gotas de angostura, un gajo de naranja) y a cambio él me desvelaría el arte de la navegación.
En realidad, nunca aprendí a manejar el timón de su suntuoso velero, pero mi amigo hizo suya con suma rapidez la receta del magnífico cóctel turinés a?adiéndole una cláusula a nuestro contrato: la ginebra debía ser azul, el Bombay Sapphire. No puedo resistir aquí el placer de evocar el jamón ibérico que se deslizaba sobre el suelo del pa?ol siguiendo el ritmo de los bandazos que daba la nave sometida a las ráfagas de una repentina tormenta. Yo, navegante de pacotilla miraba a José Mari, quien fijaba a su vez su mirada en mí y percibía el sufrimiento que me causaba cada golpe de balanceo cuando ni a él ni a Isabel aquellas embestidas les afectaban para nada. Nuestra amistad, sin embargo, no conoció nunca vientos contrarios.
Puedo decir como Montaigne, “nos buscábamos antes de habernos visto” (Essai 1-28 De la amistad) por eso su fallecimiento me causó un dolor tan cruel como el que sentí cuando Gilles Aillaud, Klaus Michael Grüber y Franco Bratta se retiraron definitivamente del escenario de este mundo. Cuanto más pasa el tiempo más se acrecienta este sufrimiento en vez de apaciguarse: dicen que es lo que ocurre cuando la ausencia de los seres queridos se va haciendo más lacerante. La vida me ha privado de la amistad de José María cuando ambos éramos ya se?ores mayores: es una injusticia imperdonable.
Nuestras vidas eran dispares. La manera de actuar y las habilidades de José Mari me sorprendían siempre, lo cual no me impedía darle mi opinión sobre los temas más variados. Un ejemplo: lo animaba a nombrar en su consejo de administración a un beocio en materia de economía, de finanzas y demás temas concernientes a la vida de la empresa. Un escritor o un pintor tendrían allí su lugar, aunque no un filósofo o un sociólogo, pues ambos, sin ánimo de ofender, son demasiado propensos a interpretar la realidad. No, le repetía que era necesario que ese nuevo miembro fuese una persona sin experiencia, pero capaz de velar porque no se cometiesen errores.
Hubiera sido una voz clamando en el desierto, una voz sin importancia, pero llena de buena voluntad, y cuya principal virtud hubiese sido la de no arruinar la empresa y obrar en su beneficio. José Mari escuchaba mis argumentos y consideraba mi entusiasmo con tanta benevolencia, que estoy seguro de que si no hubiese muerto en ese triste 21 de julio de 2008, me habría invitado a formar parte de ese cenáculo. No solo apreciaba mi compa?ía, sino que apreciaba también la de mis amigos, el pintor Bruno Bruni y el escultor animalista Franco Bratta, ambos excelentes cocineros.
José María tenía la sabiduría de los que han vivido mucho. Por desgracia, sufrió un accidente mientras se entregaba a su deporte favorito: enganchar seis caballos a un coche y trotar campo a través, superando los obstáculos, con el viento confundiendo sus melenas, la suya y las de sus caballos. Yo que soy enemigo de la velocidad y del riesgo físico, ignoro por qué aquel coche me recordaba la diligencia de John Ford. José Mari estaba solo con sus caballos. El Negroni lo seguía esperando.
Tras la muerte de su maestro y amigo Gustave Flaubert, Guy de Maupassant se enfrenta a su trabajo sin flaquear, pero se hunde en una pena cada vez más honda: evoca con estas palabras su creciente dolor: “Cuanto más se aleja la muerte del pobre Flaubert, más me persigue su recuerdo, más siento mi corazón dolorido y más se hunde mi espíritu en la soledad. Su imagen está constantemente ante mí”.
Hago mías estas palabras y rindo así homenaje a un hombre que admiré y disfruté. Sin embargo, me ha dejado una familia, que aún siendo la familia de Isabel, es la mía.
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