Horas de Berl¨ªn
Hace un siglo justo que termin¨® la I Guerra Mundial y que empez¨® todo lo que iba a venir, a esta ciudad y al mundo entero
Desde la ventana en el sexto piso del hotel se ve un panorama de ¨¢ngulos inusuales y l¨ªneas quebradas como de pintura o de pel¨ªcula expresionista alemana. La mirada es un ejercicio cultural. Todo es m¨¢s expresionista y alem¨¢n todav¨ªa porque est¨¢ anoche?ciendo. En la atm¨®sfera lluviosa y de niebla acaban de encenderse los letreros de los anuncios. Se ven como largas cintas luminosas los trenes que llegan a la estaci¨®n de la Friedrichstrasse o salen de ella, por un puente elevado de ferrocarril que complica a¨²n m¨¢s las perspectivas: los trenes arriba, y debajo de ellos, al nivel de la calle y en otra direcci¨®n, los tranv¨ªas tambi¨¦n iluminados que emergen del ancho puente de hierro, oscurecido como por el humo de locomotoras de hace m¨¢s de un siglo.
Yo he estado otras dos veces en Berl¨ªn pero muy breves y muy espaciadas a lo largo de los a?os. Una vez ten¨ªa tan poco tiempo libre que me escap¨¦ durante dos horas de mis obligaciones para visitar en la Gem?ldegalerie El triunfo del Amor, de Caravaggio. Mucho antes, en un diciembre de los primeros noventa, hac¨ªa tanto fr¨ªo que apenas me aventuraba a salir del hotel. El cielo era muy gris y muy bajo, y ya no s¨¦ si me invento el recuerdo de o¨ªr d¨¦bilmente los rugidos de los animales en el zool¨®gico, que estaba muy cerca. Las calles de Berl¨ªn Este eran todav¨ªa l¨®bregas y mal iluminadas, con inmensos edificios decr¨¦pitos de ventanas tapiadas y picaduras de metralla. En el centro de la sala de un museo vi, como suspendida en el aire en el interior de una vitrina, la cabeza rota y policromada de Nefertiti. El agua oscura del r¨ªo circundaba el museo como el foso de una fortaleza. En la calle helada hab¨ªa un mercadillo en el que se vend¨ªan todo tipo de uniformes, banderas, correajes, insignias de la Uni¨®n Sovi¨¦tica y de lo que durante mucho tiempo se hab¨ªa llamado, no sin sarcasmo involuntario, ¡°democracias populares¡±.
Esta ma?ana los puestos segu¨ªan estando en el mismo sitio, tan desolados por la lluvia como aquella vez por el fr¨ªo, menos numerosos y peor surtidos que en el recuerdo, aunque los uniformes viejos, las botas militares, los cascos de acero y las gorras con insignias siguen a la venta, ya no como curiosidades, sino como reliquias de una historia que en poco tiempo se ha vuelto lejana. Algunos vendedores tienen m¨¢s aire de homeless que entonces. Los m¨¢s afortunados son los que han instalado sus puestos al abrigo de uno de esos puentes de hierro de Berl¨ªn que le hacen recordar a uno que la modernidad urbana del siglo XX empez¨® aqu¨ª antes que en Nueva York. He salido del hotel y he echado a andar, por el puro gusto incomparable de explorar una ciudad casi desconocida. El cielo se abre un poco y empieza a aclararse el d¨ªa. Me quedo mirando las siluetas de los hombrecillos verdes caminantes en los sem¨¢foros y se me olvida cruzar. Es una figura extraordinaria, como un personaje de cuento, uno de esos enanos de los cuentos que tienen poderes m¨¢gicos: de perfil, con la nariz grande, con un sombrero m¨¢s grande a¨²n, con dos piernas en movimiento que empiezan justo debajo de los dos brazos, como si careciera de torso, en actitud diligente de caminata. El sem¨¢foro cambia a rojo y el hombrecillo verde te insta a no cruzar abriendo imperiosamente los brazos.
Yo voy fij¨¢ndome en todo, por calles anchas y desiertas en la ma?ana del domingo, con todas las tiendas cerradas, salvo las de souvenirs. Al desembocar en una avenida muy ancha, un letrero me indica que por una ben¨¦fica casualidad he llegado a la Unter den Linden. Ya dice Walter Benjamin que lo m¨¢s dif¨ªcil o lo m¨¢s importante en una ciudad no es aprender a orientarse, sino aprender a perderse. Los tilos que le dan nombre est¨¢n desnudos de hojas en la ma?ana de noviembre invernal. Las hojas ca¨ªdas llenan la anchura de las aceras con su tapiz binario de haces amarillos y enveses blancos. En Berl¨ªn la historia se hace visible de un momento a otro con la cercan¨ªa amenazadora de un cable de alta tensi¨®n del que no hay manera de sentirse a salvo. A lo lejos, hacia el este, la avenida termina en una de esas torres de televisi¨®n que parecen monumentos de futurismo obsoleto. Hacia el oeste est¨¢ la puerta de Brandeburgo. Aqu¨ª es el pasado lo que estremece la conciencia.
Voy a atravesar y por una vez hay algo que distrae mi admiraci¨®n del hombrecillo verde: un edifico que es como una fortaleza y como una placa colosal de hielo ant¨¢rtico, que ocupa entera una manzana ingente, con verjas altas, columnas de m¨¢rmol, estatuas gigantes en las cornisas, escudos labrados en piedra. Las estatuas son obreros y obreras de musculaturas cicl¨®peas. En los escudos est¨¢n labrados hoces y martillos que irradian haces de banderas. Uno se va acercando al edificio y su estatura se reduce a las dimensiones de la figurilla verde del sem¨¢foro. El edificio es la Embajada de Rusia, la antigua Embajada de la Uni¨®n Sovi¨¦tica en Alemania Oriental. Hay que fijarse siempre mucho en la arquitectura, porque lo explica todo, incluso lo que est¨¢ queriendo ocultar. En la embajada sovi¨¦tica pod¨ªa haber cabido todo un ej¨¦rcito de ocupaci¨®n.
En el escaparate de una dependencia del parlamento alem¨¢n veo una foto de un hombre gordito, con bigote y gafas. Tiene aspecto de dignidad y tristeza. Resulta ser Matthias Erzberger, un parlamentario del Centro Cat¨®lico al que le toc¨® la desdicha de representar a la Alemania vencida en el acto de la rendici¨®n frente a los Aliados. Los generales eran los responsables de la derrota del pa¨ªs, pero lo mandaron a ¨¦l y se quitaron de en medio, y as¨ª pudieron alimentar el embuste de que hab¨ªan sido los pol¨ªticos de Weimar, muchos de ellos jud¨ªos, los que hab¨ªan traicionado a la patria. Erzberger fue asesinado en 1921 por uno de esos dementes del honor nacional que ya estaban esparciendo la semilla inmunda del nazismo. M¨¢s all¨¢ de la puerta de Brandeburgo, por la explanada que bordea la amplitud de bosque oto?al del Tiergarten, un hombre camina solitariamente sosteniendo un cartel con la efem¨¦rides del d¨ªa: hoy es 11 de noviembre. Hace un siglo justo que termin¨® la I Guerra Mundial y que empez¨® todo lo que iba a venir despu¨¦s, a esta ciudad y al mundo entero. El pasado es ahora. La historia tiembla aqu¨ª y ahora como un suelo s¨ªsmico. El pasado m¨¢s negro fue ayer y puede ser ma?ana.
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