El paseo de Max Beckmann
La furia de los tiempos se corresponde con la de sus trazos de contornos negros que ¨¦l quer¨ªa que fueran como cuchilladas
La tarde del 27 de diciembre de 1950 Max ?Beckmann sali¨® de su apartamento en la calle 69 oeste de Nueva York con la intenci¨®n de ir al Metropolitan Museum, a ver una exposici¨®n en la que estaba incluido uno de sus cuadros, el ¨²ltimo de los diversos autorretratos que hab¨ªa ido pintando a lo largo de su vida. Beckmann, que admiraba a Rembrandt y a Goya, hab¨ªa aprendido de ellos la insistencia en el autorretrato a la vez como velada y expl¨ªcita confesi¨®n ¨ªntima y como desaf¨ªo formal. Su aspecto esa tarde podemos imaginarlo mejor seg¨²n una serie de fotos de carnet que se hizo por entonces, parte de la documentaci¨®n necesaria para adquirir por fin la ciudadan¨ªa americana: la cabeza ancha y grande, magnificada por la calva, la expresi¨®n tenaz, el abrigo que subraya lo macizo de su anatom¨ªa. En esas fotos reconocemos a la figura de los autorretratos, aunque no la agudeza adivinatoria con que mira en ellos, la tensi¨®n interior de arrogancia y vulnerabilidad de artista. Esa tarde Max Beckmann se pondr¨ªa el abrigo y la bufanda que lleva en las fotos, dispuesto a disfrutar de un paseo en¨¦rgico a trav¨¦s del parque. Antes o despu¨¦s de un d¨ªa de trabajo y m¨¢xima concentraci¨®n en el estudio le gustaba darse una buena caminata. Justo esa ma?ana acababa de terminar un tr¨ªptico en el que hab¨ªa trabajado durante meses, Los argonautas. Le hab¨ªa puesto ese t¨ªtulo cuando la obra ya estaba avanzada, y no por alusi¨®n a un motivo que lo hubiera inspirado, sino por el efecto azaroso de un sue?o.
La normalidad laboriosa del d¨ªa era m¨¢s valiosa para Beckmann porque contrastaba con las angustias, las incertidumbres, las amenazas que hab¨ªan sobresaltado su vida desde 1933, cuando el Gobierno nazi lo expuls¨® de su puesto de profesor de Arte en Fr¨¢ncfort poco antes de hacer inviable su carrera como pintor, al incluirlo en la categor¨ªa infame del ¡°arte degenerado¡±. Que cada uno mire dentro de s¨ª mismo: que intente imaginar lo que ser¨ªa encontrarse de la noche a la ma?ana convertido en proscrito, pasar de profesor respetado y pintor con galer¨ªas y clientes a expulsado del orden social, comprobar que todo lo que tienes y lo que das por supuesto te puede ser arrebatado sin miramiento, encontrarte como fugitivo en un tren camino del exilio, sin otra compa?¨ªa que la de tu mujer, tan indeseable como t¨², con solo una peque?a maleta para que la polic¨ªa no sospeche en la frontera y te env¨ªe de vuelta, con unos pocos marcos en el bolsillo, porque es delito sacar algo m¨¢s de dinero del pa¨ªs. En un autorretrato pintado poco despu¨¦s, ya en la seguridad relativa de ?msterdam, Beckmann se representa con una palidez l¨ªvida, delante de una reja de prisi¨®n, libre pero con las manos esposadas, aunque las esposas tienen puesta la llave.
Hab¨ªa pensado instalarse en Par¨ªs y luego en Estados Unidos, pero el estallido de la guerra en mayo de 1940 los sorprendi¨® a ¨¦l y a su mujer en ?msterdam. Hab¨ªan escapado a tiempo de Alemania, pero la Alemania para la que ya no eran ciudadanos los volvi¨® a atrapar cuando el Ej¨¦rcito de Hitler ocup¨® Holanda. Algunos cuadros magn¨ªficos de libertad formal e invenci¨®n narrativa, de efervescencia sensual y puro espanto, est¨¢n fechados durante los a?os de la guerra. Beckmann y la bella Quappi, a la que hab¨ªa retratado con una delicadeza po¨¦tica pr¨®xima a Matisse en los primeros a?os treinta, con un su¨¦ter rosa, con un turbante rosa y un cigarrillo acerc¨¢ndose a los labios, sobrevivieron en ?msterdam al invierno del terror y del hambre, entre 1944 y 1945. Pero el final de la guerra no les trajo la tranquilidad: despu¨¦s de haber sido fugitivos y ap¨¢tridas, ahora, en la Holanda reci¨¦n liberada, eran de repente ciudadanos de un pa¨ªs enemigo. De nuevo corr¨ªan el peligro de la c¨¢rcel y de la deportaci¨®n. En 1947 consiguieron por fin llegar precariamente a Estados Unidos. All¨ª Beckmann ten¨ªa admiradores y galeristas, museos dispuestos a ense?ar su obra, universidades que le ofrec¨ªan puestos de profesor. Pero por los tortuosos azares de la burocracia inmigratoria de nuevo estaban en peligro de que los confinaran en Ellis Island y los devolvieran a una Alemania arruinada e inh¨®spita a la que prefer¨ªan no regresar.
Esa tarde de finales de diciembre Max Beckmann por fin pod¨ªa concederse una dosis de calma, hasta de orgullo recobrado de artista. Otros exiliados alemanes hab¨ªan tenido mucha menos fortuna: Grosz sobrevivi¨® tristemente en Nueva York sin conseguir ning¨²n reconocimiento, desalentado y viejo, en una triste decadencia como dibujante y pintor. La vocaci¨®n de Beckmann, su inspiraci¨®n, su talento se hab¨ªan mantenido en una fecundidad poderosa desde los primeros a?os del siglo, con grandes vaivenes de estilo pero con una furia creativa cada vez mayor, con rabia y entusiasmo, con la misma vehemencia en la denuncia y en la celebraci¨®n, en la burla carnavalesca y la sugesti¨®n del misterio. De una sala a otra del Thyssen la vida y la obra de Max Beckmann atraviesan sin claudicaci¨®n ni respiro la primera mitad del siglo XX, desde Berl¨ªn a Nueva York, desde las v¨ªsperas de la I Guerra Mundial a las negruras europeas que no terminaron con el final de la segunda. En ning¨²n momento Beckmann dej¨® de pintar ni dej¨® de mirar el mundo en convulsi¨®n perpetua que lo rodeaba, ni de disfrutarlo y padecerlo. El dandi con esmoquin y copa de champ¨¢n de los primeros a?os veinte es el desterrado que se retrata l¨²gubremente con una corneta de payaso y un albornoz a rayas en 1938, cuando ya se hab¨ªa quedado sin pa¨ªs y sin perspectivas veros¨ªmiles de futuro. La furia de los tiempos se corresponde con la de sus trazos de contornos negros que ¨¦l quer¨ªa que fueran como cuchilladas.
Le gustaba pintar tr¨ªpticos con escenas como de mitolog¨ªas secretas: azules del Mediterr¨¢neo, barcos de argonautas, h¨¦roes arcaicos con coronas y espadas. Viv¨ªa en Estados Unidos pero su mundo visual era el de la imaginaci¨®n y el de la memoria. Ahora, en 1950, ten¨ªa un apartamento en Nueva York, en un barrio lleno de expatriados europeos, un grado satisfactorio de reconocimiento, hasta de sosiego. Max Beckmann sali¨® de su casa en la calle 69 pero no lleg¨® muy lejos. Su mujer no hab¨ªa querido decirle que estaba mucho m¨¢s enfermo del coraz¨®n de lo que ¨¦l imaginaba. A los 66 a?os, Max Beckmann cay¨® muerto de un infarto en la esquina de la calle 61 y Central Park West, a un paso del parque que ya no iba a cruzar.
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