Trabajo
Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qu¨¦ es en verdad una autopista, un avi¨®n o un viaje espacial
No construimos autopistas. No hacemos casas. No dise?amos autom¨®viles. No fabricamos tornillos. No descubrimos planetas. No inventamos ninguna nueva aplicaci¨®n de Internet. ?Qu¨¦ hacemos en este mundo? Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Siempre me ha obsesionado la escasa materialidad de nuestro oficio. Suerte de que los libros al menos son objetos. El siglo XX fue el siglo de la materia, de lo corp¨®reo, de la industria, de los objetos contundentes. A los escritores nos fueron arrinconando en eso que se acab¨® llamando las industrias del entretenimiento. Los libros hace mucho que dejaron de ser revolucionarios. Ni siquiera la ciencia est¨¢ cambiando el mundo. Lo est¨¢ cambiando la tecnolog¨ªa, que es una excrecencia populista de la ciencia. Somos un legado de millones de p¨¢ginas escritas, desde Homero, desde Plat¨®n, desde Arist¨®teles, hasta Kafka. Filosof¨ªa, poes¨ªa, novela, teatro, historia, ciencia, arte, libros y m¨¢s libros. ?Qui¨¦n leer¨¢ todo eso en el futuro? Pero sin nosotros, para qu¨¦ sirven las autopistas, los aviones y los viajes espaciales. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qu¨¦ es en verdad una autopista, un avi¨®n o un viaje espacial. Nosotros acabamos explicando las cosas que ellos hacen, eso me digo a m¨ª mismo en mis d¨ªas optimistas. Y est¨¢ el cine, que es una forma de literatura. Y est¨¢ la m¨²sica popular, que es una forma de poes¨ªa. Y est¨¢ la vida, que es un misterio. Ese es nuestro negocio: el misterio de la vida. La naturaleza negar¨¢ siempre a la ciencia la revelaci¨®n del misterio de la vida. Porque la naturaleza ama a los poetas, y no quiere dejarnos sin trabajo. Ayer par¨¦ mi coche en un ¨¢rea de descanso, en mitad de una autopista. Sal¨ª del coche y me qued¨¦ mirando la prodigiosa forma de mi autom¨®vil. El sol brillando sobre la chapa. No hab¨ªa nadie en el ¨¢rea de descanso. Era mediod¨ªa, con mucha luz, con la luz de la sierra madrile?a. Me sent¨¦ en un banco de madera ajada. Y ve¨ªa pasar los coches, y ve¨ªa el sol moverse lentamente. Comenzaron a pasar camiones llenos de cargamentos necesarios, urgentes e inopinables. Pas¨® una ambulancia, con la sirena a toda pastilla. Pens¨¦ en la gente que fabrica y perfecciona esas sirenas retumbantes. Me pareci¨® que el trabajo de fabricante de alarmas para ambulancias era infinitamente m¨¢s importante que el m¨ªo. Pas¨® un tr¨¢iler con una h¨¦lice gigantesca, una de esas h¨¦lices para los molinos generadores de electricidad. Le hice una foto con mi tel¨¦fono m¨®vil, veinte millones de megap¨ªxeles. Luego pas¨® un deportivo, creo que era un Maserati. Y muchos coches vulgares, claro. Coches anodinos. El m¨ªo no lo es, porque tiene la personalidad que emana de sus abundantes abolladuras, sus rayas oxidadas, su espejo retrovisor vendado con cinta adhesiva. ?A qu¨¦ me dedico yo?, segu¨ª pensando mientras iba cayendo la tarde. Me di cuenta de que no hab¨ªa comido nada. Tal vez para un tipo que tiene un trabajo como el m¨ªo su destino natural es el ayuno.?
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