Abrir los o¨ªdos
A George Gershwin le dio tiempo a crear una s¨ªntesis admirable de m¨²sica culta y popular, de ¨®pera y musical de Broadway
Mi relaci¨®n con la m¨²sica llamada cl¨¢sica cambi¨® casi de la noche a la ma?ana cuando conoc¨ª en Nueva York, hace ya 14 a?os, a ?ngel Gil-Ord¨®?ez y Joe Horowitz. ?ngel es un director de orquesta espa?ol que emigr¨® por falta de perspectivas profesionales y est¨¦ticas y recal¨® en Washington, y en la Wesleyan University, donde ahora es catedr¨¢tico. El oficio de Joe es m¨¢s dif¨ªcil de resumir. Ha sido cr¨ªtico de m¨²sica de The New York Times, gerente y programador de orquestas, autor de libros fundamentales que casi siempre tienen que ver con el impacto de la tradici¨®n musical europea en Estados Unidos. No conozco pianista que no haya le¨ªdo sus Conversaciones con Arrau. Horowitz, que no es en propiedad music¨®logo, aunque sea la persona que m¨¢s sabe de m¨²sica con que yo me he encontrado en mi vida, se ha ido haciendo cada vez m¨¢s un historiador cultural. Uno de sus libros mejores, Artists in Exile, es una cr¨®nica tan apasionada como rigurosa de los fugitivos de los totalitarismos europeos, escritores, m¨²sicos, cineastas, que encontraron un refugio y una segunda carrera m¨¢s o menos brillante o frustrada en Estados Unidos. La variedad de sus intereses y sus conocimientos ensancha su concepci¨®n de las irradiaciones culturales de la m¨²sica. Al estudiar el modo en que las tradiciones europeas han sido recibidas y asimiladas en Estados Unidos, y las vicisitudes en la b¨²squeda de una tradici¨®n musical propia, el historiador Horowitz se desdobla en cr¨ªtico cultural, m¨¢s acervo de un libro a otro, seg¨²n pasan los a?os y seg¨²n se acent¨²a la decadencia de las instituciones musicales m¨¢s prominentes del pa¨ªs.
Como sus equivalentes europeos, las orquestas americanas parecen prisioneras de una rutina en los programas y en las formas que deja fuera no solo a la inmensa mayor¨ªa de los compositores, vivos o muertos, m¨¢s all¨¢ de unos pocos nombres obvios, sino tambi¨¦n a la mayor parte del p¨²blico. En el caso americano hay adem¨¢s un prejuicio muy antiguo que tiene mucho de pecado original. Para Horowitz, que cuenta entre sus h¨¦roes a George Gershwin, a Louis Armstrong, a Bernard Herrmann, a Lou Harrison, a Charles Ives, a Silvestre Revueltas, a Manuel de Falla, la m¨²sica cl¨¢sica americana se conden¨® a s¨ª misma a un mimetismo repetitivo y museogr¨¢fico del canon europeo al ignorar o mirar con condescendencia las m¨²sicas populares m¨¢s valiosas y arraigadas del pa¨ªs: el blues y el jazz, los cantos de trabajo, las m¨²sicas festivas y rituales de los nativos americanos. En los libros de Horowitz, y en los programas musicales que organiza, una presencia asidua es la de Anton¨ªn Dvor¨¢k, que se?al¨® justo ese camino posible para los compositores del pa¨ªs, muy semejante al que ¨¦l mismo y muchos otros transitaron en Europa. Gershwin queda como una figura excepcional y malograda: en su vida tan corta le dio tiempo a crear una s¨ªntesis admirable de m¨²sica culta y popular, de ¨®pera y musical de Broadway, y a recibir a la vez la condescendencia despectiva de los puristas de un lado y los del otro. Las diatribas mezquinas sobre ¡°apropiaci¨®n cultural¡± ahora tan de moda ya proliferaban en 1935 tras el estreno de Porgy and Bess.
La m¨²sica cl¨¢sica americana se conden¨® a s¨ª misma a un mimetismo del canon europeo al ignorar las m¨²sicas populares
Joseph Horowitz se encierra a escribir sus libros eruditos y sus art¨ªcu?los batalladores como un ermita?o de la m¨²sica. El activismo pr¨¢ctico lo ejerce a medias con ?ngel Gil-Ord¨®?ez y con la troupe diversa y siempre variable del PostClassical Ensemble, que en ocasiones eminentes incluye al pianista Pedro Carbon¨¦, y en la que yo mismo algunas veces he participado. Un d¨ªa helado de 2005, en el restaurante indio m¨¢s barato del Upper West Side de Nueva York, Horowitz y Gil-Ord¨®?ez me embarcaron en un proyecto que cuaj¨® por primera vez un a?o m¨¢s tarde, en el auditorio del Guggenheim, con motivo de una exposici¨®n de arte espa?ol que se celebraba all¨ª entonces, De El Greco a Picasso. No basta con quejarse de la monoton¨ªa o de los prejuicios ¨¦tnicos o sociales de los programas de concierto. Hay que idear otros. Hay que abrirse a otros compositores y a otros mundos, y mostrar la estimulante evidencia de que la m¨²sica pertenece a la vida y a la atm¨®sfera cultural y pol¨ªtica del tiempo en el que se cre¨® y en el que se la escucha. Para complementar la exposici¨®n del Guggenheim, el hilo visual que cruza varios siglos entre El Greco y Picasso, Horowitz y Gil-Ord¨®?ez idearon dos conciertos que abarcaban casi exactamente el mismo arco temporal: de Tom¨¢s Luis de Victoria a Manuel de Falla; de las herencias jud¨ªas, musulmanas, cristianas y populares de la m¨²sica espa?ola del siglo XVI a la modernidad a la vez cosmopolita y enraizada de la Iberia de Alb¨¦niz y el Concierto para clave de Falla. La historia de la pintura y la historia de la m¨²sica se iluminaban entre s¨ª. Por una vez Espa?a no era el estereotipo folcl¨®rico- sombr¨ªo de un romanticismo residual, sino un ejemplo posible de renovaci¨®n est¨¦tica y pol¨ªtica, tan f¨¦rtil en la m¨²sica como en la pintura, tan fr¨¢gil como toda aquella cultura europea a la que Falla y Garc¨ªa Lorca pertenec¨ªan igual que Picasso, o Stravinski, o Bart¨®k.
A la m¨²sica cl¨¢sica le hace falta salir del encierro en las salas de conciertos. El infatigable Joseph Horowitz ha llevado a una orquesta a tocar la Sinfon¨ªa del Nuevo Mundo de Dvor¨¢k en una reserva india, y ha debatido con ese p¨²blico ignorado por todas las instancias culturales la huella que su propia tradici¨®n dej¨® en la memoria de un compositor europeo con los o¨ªdos alerta. Yo present¨¦ junto a ¨¦l, entre los cuadros de la Phillips Collection de Washington, una interpretaci¨®n torrencial de la Fantas¨ªa b¨¦tica de Falla por Pedro Carbon¨¦, y eso nos permiti¨® hablar de nuevo de la edad de plata de la vida y la cultura espa?olas que qued¨® amputada en 1936. Ahora que estoy lejos, los mensajes de Joe se vuelven m¨¢s desolados porque la falta de patrocinios corporativos y los recortes agresivos de la era de Trump amenazan la continuidad del PostClassical Ensemble. Pero ni ¨¦l ni ?ngel se rinden, ni dejan de inventar cosas: me muero de envidia cuando leo la cr¨®nica del programa formidable con dos orquestas de gamel¨¢n, una de Java, la otra de Bali, que han ideado para rendir homenaje, nada menos que en la Catedral Nacional de Washington, al compositor Lou Harrison, que am¨® tanto esas m¨²sicas, que pertenec¨ªa a esa estirpe de exc¨¦ntricos, descolocados, originales que yo he podido descubrir, igual que muchos otros aficionados, gracias a Joe Horowitz y ?ngel Gil-Ord¨®?ez.
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