Final de ¡®Juego de tronos¡¯: N¨²remberg para dragones
La serie ha convertido a sus espectadores en figurantes fan¨¢ticos de una ficci¨®n cuya ¨¦pica ha jugado a desviar las preguntas correctas
Ni h¨¦roes ni hero¨ªnas ni Trono de Hierro. Juego de tronos se resolvi¨® de un modo salom¨®nico, con un color¨ªn colorado tan justo y razonable, tan irreprochable, como falto de nervio. Bran Stark, el tullido de Invernalia, el hombre que se qued¨® vac¨ªo para albergar todos los relatos, el misterioso Cuervo de Tres Ojos que todo lo ve y todo lo sabe, acab¨® convirtiendo en trono su sencilla silla de ruedas. La rueda, ese or¨¢culo cargado de simbolog¨ªa dentro (el mantra de Daenerys era romperla) y fuera de la serie?era la respuesta. En una secuencia dispuesta de forma teatral, con un discurso dirigido a los o¨ªdos de un universal patio de butacas, Tyrion, ese poderoso buf¨®n con el don de la palabra, dict¨® sentencia: ¡°?Qu¨¦ une a la gente? ?El oro? ?Los ej¨¦rcitos? ?Las banderas? Las historias. No hay nada m¨¢s poderoso en el mundo que una buena historia. Nadie puede detenerla, ning¨²n enemigo vencerla. ?Y qui¨¦n posee historias mejores que Bran El Tullido?¡ El chico que como no pod¨ªa andar aprendi¨® a volar¡±. Bufones y trovadores, sabios y lectores, Scheherezades, vuestro es el mundo, invoc¨® sin decirlo el enano parlanch¨ªn. ?Qu¨¦ quien es el Rey de Juego de tronos? Pues el propio Juego de tronos.
Pero antes de ese ep¨ªlogo, hubo que fundir en llamas al culpable de una trama endiablada y sangrienta: el trono de hierro. Derretido por las fauces de Drogon, con su madre ajusticiada en los brazos de su amado sobrino, el drag¨®n hu¨¦rfano lloraba con fuego la p¨¦rdida. Un cuadro tr¨¢gico imponente. El verdadero final de la serie. Hay dos puntos de inflexi¨®n en Juego de tronos y ambos nacieron en su primera temporada: la cabeza cortada de Ned Stark y el nacimiento de las tres cr¨ªas de Drag¨®n de Daenerys Targaryen. Esta madrugada, ambos acontecimientos quedaron sellados. El honor de los Stark prevalec¨ªa, y el fuego de los Targaryen apuntaba al fin al verdadero culpable de todo: el trono. Se le puede achacar cierta brocha gorda a esa ¨²ltima temporada pero en ning¨²n caso al fondo de su mensaje pol¨ªtico ni a su formidable puesta en escena.
Los 40 primeros minutos del episodio final siguieron la l¨ªnea aterradora del anterior, Las campanas. Para ilustrar la deriva autoritaria y genocida de Daenerys, los creadores de la serie echaron mano de la Biblia visual del g¨¦nero: El triunfo de la voluntad, obra maestra de la propaganda que rod¨® Leni Riefenstahl bajo la demoniaca batuta ideol¨®gica de Joseph Goebbels. All¨ª,?Hitler llegaba volando ¡ªcomo khaleesi en esta madrugada final¡ª a Nuremberg, en un plano a¨¦reo sin precedentes que lo presentaba como un mes¨ªas. Los ¨¢ngulos inventados por Riefenstahl (esas tomas del ej¨¦rcito en fila rodadas desde la espalda del l¨ªder) aparecen en este ¨²ltimo cap¨ªtulo. Pero con una diferencia, frente al eslogan nazi ¡°un pueblo, un reino, un l¨ªder¡±, aqu¨ª se contrapon¨ªa adem¨¢s las ruinas de la guerra, de toda guerra. Como la propia Nuremberg, arrasada casi en su totalidad despu¨¦s de la II Guerra Mundial, el esqueleto humeante de la capital de los Siete Reinos abrazaba a su reina y liberadora. Un paisaje desolador, cubierto de blanca ceniza, o nieve, era confuso, de una belleza cruel.
No es original el uso de estas referencias, el cine y la publicidad llevan d¨¦cadas fagocit¨¢ndolas, y Juego de tronos es una m¨¢quina que remite al pasado y al presente, a todas las historias, para crear la suya propia. Una serie sobre el poder disfrazada de muchas otras cosas. George R. R. Martin, un declarado votante de Bernie Sanders que compar¨® a Trump con su detestable rey Joffrey, aquel adolescente megal¨®mano que nos tuvo en vilo hasta la cuarta temporada y que, seg¨²n Martin, tiene ¡°el mismo nivel de madurez emocional¡± que el actual presidente de EE.UU, ¡°un petulante irracional¡±, ha contado alguna vez que su saga naci¨® de una imagen de su infancia. Concretamente de cuando averigu¨® por qu¨¦ mor¨ªan sin remedio las peque?as tortuguitas que ten¨ªa de mascota en su pobre vivienda de New Jersey. Una y otra vez, los reptiles se pisoteaban hasta la muerte por trepar al islote en forma de castillo que coronaba su peque?a pecera. De un castillo para tortugas, as¨ª naci¨® todo.
Tortuga vencedora, la khaleesi arengaba a sus tropas al final de una escalera, s¨ªmbolo del camino que conduce a los dioses, convertida ya en la nueva tirana. Quiz¨¢ lo m¨¢s aterrador e inquietante de esta serie es que de alguna forma ha convertido a sus espectadores en figurantes fan¨¢ticos de una ficci¨®n cuya ¨¦pica ha desviado las preguntas correctas. Como Tyrion, cre¨ªamos que ese mundo mejor era posible, sin recordar que los mes¨ªas, aunque caigan del cielo, o precisamente porque caen de ¨¦l, son peligrosos. Que esa deriva autoritaria ocurriera adem¨¢s bajo la piel de una mujer valiente que hemos visto luchar y crecer ha sido una maniobra de distracci¨®n que evoca a un cl¨¢sico de la f¨¢bula pol¨ªtica: Rebeli¨®n en la granja, de George Orwell.
Los creadores de la serie, los guionistas David Benioff y DB Weiss, dos estudiantes de literatura que descubrieron en una novela-oc¨¦ano el sustrato de una serie de televisi¨®n que ha roto todas las estad¨ªsticas, firmaron la direcci¨®n de un episodio final que ha mantenido en vilo a millones de personas. El minuto crucial lleg¨® en el ecuador de la emisi¨®n: Jon Nieve consumaba el magnicidio que le devolv¨ªa al lugar al que siempre perteneci¨®: el exilio. El bastardo de Invernalia, el que no sab¨ªa nada, el chico herido por su falta de identidad, el desclasado, sin apellido ni bandera, el personaje que proclam¨® que no era un dios, el que nunca quiso reinar, el que se defini¨® como ¡°el escudo que defiende el reino de los hombres¡±, el lobo blanco, el que am¨® a una salvaje y a una reina, record¨® la frase de otro Targaryen (¡°El amor es la muerte del deber¡±) para minutos despu¨¦s cumplir los designios de lo contrario: ¡°El deber es la muerte del amor¡±. El plano final de la serie fue para ¨¦l y su pueblo libre, adentr¨¢ndose en el bosque del verdadero norte, con su lobo blanco y su honor a cuestas.
Hasta ahora, la iconograf¨ªa de Juego de tronos ha sido un combinado perfecto de leyendas art¨²ricas, mitolog¨ªa cl¨¢sica, dramas isabelinos y zombis. En uno de los mejores art¨ªculos publicados hasta la fecha, la cr¨ªtica de televisi¨®n de Slate Willa Paskin apuntaba esta misma semana por qu¨¦ no necesit¨¢bamos que Daenerys acabase como una hero¨ªna en una serie que va mucho m¨¢s all¨¢. Plagada de referencias a hombres castrados (metaf¨®rica y literalmente), la serie siempre ha presentado a mujeres infinitamente superiores cuyos deseos e inteligencia (tambi¨¦n su mezquindad) han impulsado desde del principio la acci¨®n. Sansa, coronada en este final como reina del Norte, era la representante definitiva de todo esto. Arya, tambi¨¦n. La ni?a guerrera zarpaba al fin a una so?ada vida de aventuras. En la serie ha prevalecido un punto de vista, invocado de diferentes formas. Hay decenas de ejemplos de c¨®mo durante estos ocho a?os la c¨¢mara se ha situado a la altura de la mirada de ni?as, nobles, pobres e incluso muertas que descubr¨ªan aterradas o admiradas el mundo que las rodeaba. Saber esto revela algo muy ¨ªntimo que traslada al espectador a rincones de la infancia olvidados, cada cual el suyo. En mi caso, record¨¦ Flor de leyendas, esa joya de Alejandro Casona que a muchos nos ense?¨® el camino d¨®nde se cruzan el cuento, la novela, la poes¨ªa y el teatro. Si a toda esta carga de cl¨¢sicos populares se suma el mito moderno del zombi, con toda su memoria de serie B, y en esta recta final, la sombra del fascismo, con todas sus connotaciones actuales, la f¨®rmula est¨¢ servida. A ning¨²n ni?o le gusta dormirse despu¨¦s de que le lean un cuento, y menos uno as¨ª, y quiz¨¢ hoy ese es el principal problema de Juego de tronos. Nadie quiere, pero es hora de irse a la cama.
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