Escuelas nacionales
Casi todos los rasgos est¨¦ticos esenciales de la pintura holandesa del XVII se parecen mucho a los de la espa?ola de esa ¨¦poca
He cruzado el Retiro camino del Museo del Prado en la ma?ana algo fresca del primer lunes de septiembre y Rembrandt y Vermeer y Franz Hals y Carel Fabritius todav¨ªa est¨¢n all¨ª. Que en la misma ciudad y en el mismo museo donde se puede ver cotidianamente tanta pintura espa?ola, flamenca, italiana se encuentren adem¨¢s de visita durante unos meses tantas obras maestras de la pintura holandesa es un privilegio asombroso, y probablemente inmerecido. Vi la exposici¨®n Miradas afines, en la que est¨¢n incluidas todas ellas, un poco antes de la desbandada de julio, y la vuelvo a ver ahora con la alegr¨ªa del reencuentro, con la gratitud por un hallazgo tan revelador que se convierte en una lecci¨®n est¨¦tica y a la vez pol¨ªtica.
Desde que se formaliz¨® a lo largo del siglo XIX, la historia del arte consisti¨® en gran medida en una celebraci¨®n de las esencias y de las glorias nacionales. La historia del arte se invent¨® m¨¢s o menos a la vez que se inventaba ese monstruo pol¨ªtico, la naci¨®n, y se aliment¨® y se contagi¨® de ¨¦l al mismo tiempo que lo fortalec¨ªa. Un pintor o una escuela de pintura emanaban tan org¨¢nicamente del suelo nacional como las plantas o las costumbres o los alimentos o los rasgos raciales que constitu¨ªan una maciza identidad. La literatura era otra de esas emanaciones misteriosas. Cuando en 1905 se celebr¨® con la pompa de rigor el tercer centenario de la publicaci¨®n de Don Quijote, esa novela extravagante y c¨®mica, que hab¨ªa tenido por toda Europa mucha m¨¢s resonancia que en el pa¨ªs de su primera publicaci¨®n, qued¨® canonizada como la cima y el s¨ªmbolo del alma espa?ola. Las divagaciones de palabrer¨ªa nacional de Ortega y Gasset o de Unamuno sobre Cervantes se parecen mucho, en su frivolidad disfrazada de agudeza, a las que los dos dedicaron tambi¨¦n a Vel¨¢zquez, otro depositario de la esencia espa?ola. Alejandro Vergara, comisario de la exposici¨®n del Prado, recuerda un pasaje de Ortega en el que el estilo de Vel¨¢zquez se atribuye a ¡°la voluntad art¨ªstica que la raza puso en sus venas¡±. El ¡°hombre espa?ol¡±, seg¨²n Ortega, se caracteriza, entre otras cosas, por una ¡°antipat¨ªa hacia todo lo trascendente¡±: de esa condici¨®n sangu¨ªnea o gen¨¦tica procede la tendencia de Vel¨¢zquez a la representaci¨®n de lo real. Miguel de Unamuno utiliza argumentos de semejante rigor intelectual para explicar la riqueza de la pintura espa?ola: ¡°El espa?ol ve mucho mejor que piensa, y si piensa bien lo que ve no suele ver bien lo que piensa¡±. Hay te¨®ricos que llegan todav¨ªa m¨¢s lejos. No sin cierta diversi¨®n, Alejandro Vergara exhuma las opiniones de un experto de principios del siglo XX sobre la pintura de Zurbar¨¢n: ¡°?D¨®nde se hallan los datos fundamentales para explicar la personalidad del pintor? En su tierra, Extremadura. Como el sabor de las frutas se diferencia por un algo que le da siempre el suelo que las hizo¡ entonces comprendemos que es en Extremadura, donde Zurbar¨¢n naci¨® y se crio, donde hay que buscar los antecedentes de su temperamento¡±.
Seg¨²n la l¨®gica de las historias nacionales del arte, no podr¨ªa haber dos escuelas de pintura tan opuestas en el siglo XVII como la espa?ola y la holandesa. Un pa¨ªs parec¨ªa el reverso del otro, y por eso los dos hab¨ªan mantenido una guerra tan larga, en la cual se habr¨ªa forjado Holanda como naci¨®n. Toda naci¨®n requiere un invasor y un opresor malvado contra el que rebelarse y al que derrotar en una haza?a suprema que es a la vez de heroicidad y de martirio. Espa?a es la Inquisici¨®n, el despotismo, el oscurantismo, la intransigencia religiosa, el atraso econ¨®mico. Holanda, halagadoramente, justo lo contrario. Desdichadamente para los espa?oles de entonces, una parte de ese dictamen es cierta. Pero las diferencias proceden de azares hist¨®ricos, geogr¨¢ficos y pol¨ªticos, no de esencias o caracteres nacionales inmutables. Y cuando se busca su reflejo en la historia de la pintura, lo que se encuentra es una evidencia que hasta hace muy poco casi nadie ha querido ver, porque va en contra de varios siglos de supersticiones identitarias. Casi todos los rasgos est¨¦ticos que se consideran esenciales de la pintura holandesa del siglo XVII se parecen mucho a los de la pintura espa?ola de la misma ¨¦poca. No hay argumento te¨®rico tan persuasivo como la simple experiencia visual. En la penumbra bien calculada de las salas de la exposici¨®n, lo primero que uno ve es una secuencia de retratos de hombres graves vestidos de negro, con golas de encaje blanco o cuellos llamados de lechuguilla que permiten un admirable juego crom¨¢tico. La penumbra al fondo de los retratos se parece mucho a la que reina en la sala, y tambi¨¦n las expresiones meditabundas y severas de esos personajes que nos miran con una mezcla misteriosa y de inmediatez y lejan¨ªa. Unos son espa?oles, y otros holandeses. Si no distingui¨¦ramos el estilo individual de los pintores nos costar¨ªa mucho saber a qu¨¦ pa¨ªs pertenecen unos u otros. Hacia el segundo tercio del siglo XVII, en la mayor parte de Europa, la moda hab¨ªa derivado hacia una mayor riqueza crom¨¢tica, y una exhibici¨®n m¨¢s ostentosa del lujo. Dos pa¨ªses, Holanda y Espa?a, conservaban la etiqueta del color negro y los cuellos blancos que ven¨ªa del siglo anterior.
Las conexiones, las resonancias, son innumerables. Ese callej¨®n de casas de ladrillo rojo de Vermeer nos parece lo m¨¢s espec¨ªfico, lo m¨¢s irreductible del arte holand¨¦s: pero si vemos el cuadro junto a la vista de la Villa Medici de Vel¨¢zquez un aire de familiaridad, hasta de equivalencia, resalta con una claridad que ilumina las dos obras. Vel¨¢zquez y Vermeer no pudieron saber nada el uno del otro. Tampoco ver¨ªa Rembrandt ning¨²n cuadro de Vel¨¢zquez, aunque los dos cultiven la misma libertad de pincelada, la sabidur¨ªa para sugerir atm¨®sferas, la perspicacia en la observaci¨®n de los seres humanos. Viv¨ªan en su pa¨ªses alejados y hostiles, pero compart¨ªan una tradici¨®n heredada de Flandes y de Italia, y formaban parte de una red internacional de difusi¨®n de estampas y debates te¨®ricos, una cultura europea com¨²n que era la del Renacimiento y la del humanismo, en la que se mezclaba la herencia cl¨¢sica y la imaginer¨ªa cristiana.
Lo conforta a uno encontrar todav¨ªa esta exposici¨®n, reci¨¦n empezado septiembre, al final de un verano europeo y global de siniestros augurios. Es posible apreciar las diferencias y celebrar y agradecer al mismo tiempo todas las semejanzas que nos unen, los vasos comunicantes de la experiencia humana. Quiz¨¢s no haya mejor ant¨ªdoto contra la horrible monoton¨ªa de la insolencia patri¨®tica y la xenofobia.
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