La vista desde mi ventana
El escritor Richard Ford, autor de 'El d¨ªa de la independencia' y ¡®Canad¨¢¡¯, relata la llegada de la pandemia a Maine, donde reside, un lugar acostumbrado al aislamiento social, igual que el resto de Estados Unidos
Vivo al lado del mar. Quiero decir que vivo justo al borde del mar. Desde la ventana del estudio donde escribo puedo tirar una piedra al agua, y lo hago a menudo. Puedo nadar desnudo delante de mi playa sin que nadie me vea. Podr¨ªa nadar en direcci¨®n al lejano horizonte en pleno invierno ¡ªen un ¨²ltimo intento por aferrarme a la soledad¡ª y nadie se dar¨ªa cuenta. Vivo en un lugar dichoso para todas mis necesidades terrenales, incluida, supongo, mi transici¨®n a la pr¨®xima vida.
En estos tiempos de plaga¡ No, suena demasiado dram¨¢tico. En estos tiempos de aislamiento forzoso, la verdad es que la costa de Maine, donde vivo (tres horas al norte de Boston [en el noreste de EE UU]), parece no haberse inmutado, relativamente hablando. Las tiendas est¨¢n cerradas, y tambi¨¦n los restaurantes, los colegios y la YMCA [Asociaci¨®n Cristiana de J¨®venes]. Pero la ¡°cuarentena¡±, en sentido figurado, es la manera que tiene Maine de salir adelante. Esto queda muy al norte, de camino a ninguna parte excepto Canad¨¢. El resto de la gente est¨¢ all¨ª abajo. La distancia social es nuestra idea de una comunidad estrechamente unida. Robert Frost, nuestro poeta favorito, escribi¨® un poema al respecto. Dec¨ªa: ¡°Las buenas vallas hacen buenos vecinos¡±.
Trump nos hace pensar que el pa¨ªs tal vez se est¨¦ acercando cada vez m¨¢s a la anarqu¨ªa, que es la separaci¨®n por antonomasia
Marx afirmaba que el dinero es el gran agente de separaci¨®n. Y puesto que, para los estadounidenses, el dinero significa m¨¢s que Dios, se podr¨ªa decir que hemos moldeado todo un pa¨ªs a base de distanciamientos. Cincuenta peque?os ducados rivales a los que llamamos ¡°Estados¡±, cada uno de ellos celoso de sus prerrogativas y sus rarezas. Una econom¨ªa fortalecida hist¨®ricamente mediante la separaci¨®n de una raza de gente con el fin de esclavizarla para obtener beneficios de ello. Un g¨¦nero entero ¡ªno el m¨ªo¡ªapartado de sus id¨¦nticos derechos. Y un largo etc¨¦tera hasta nuestra actual xenofobia al comercio y¡ s¨ª¡ a la enfermedad infecciosa. Los estadounidenses entendemos de separaci¨®n. La tomamos a la hora de comer. Solo que la llamamos nuestro excepcionalismo. ¡°Yo cuidar¨¦ de m¨ª; t¨² cuida de ti¡±. Esto es lo que algunos piensan que har¨¢ a Estados Unidos grande otra vez. Tampoco este es mi caso.
Aqu¨ª, en Maine, mi esposa y yo caemos de lleno en el grupo de edad m¨¢s afectado, 74 y 76 a?os (aunque no tenemos ninguna patolog¨ªa previa, que sepamos). Kristina ha comprado unas cuantas ¡°toallitas¡± desinfectantes, y yo he repasado a fondo el interior de mi Tahoe todoterreno (el pasado fin de semana sin ir m¨¢s lejos utilic¨¦ el servicio de aparcacoches de un bonito restaurante de pescado, lo cual me ha hecho pensar que el volante podr¨ªa ser sospechoso). Pas¨¦ un pa?o por mis pesas del gimnasio antes de que este cerrase. Hemos prestado o¨ªdos al sentido com¨²n que recomienda utilizar jab¨®n aut¨¦ntico mejor que las pocas botellitas de desinfectante de manos que me quedan (un amigo me mand¨® una receta para hacerlo yo mismo poniendo algo as¨ª como aloe y alcohol en peque?os aerosoles de esos que ya no se pueden comprar en los supermercados). Estamos siguiendo el plan. Aunque, dado que la mayor parte del tiempo estamos en casa, junto al mar (excepto para ir a comprar comida y a la tienda de vinos), nada parece muy diferente.
Y, sin embargo, lo es. Cuando este fin de semana me aventur¨¦ a desplazarme al mercado del pueblo (llevaba guantes blancos de pl¨¢stico para abrirme paso por lo inesperado, las superficies y las asas de las cestas posiblemente contaminadas), casualmente me encontr¨¦ con mi amigo el corpulento ayudante del sheriff que practica bicicleta est¨¢tica a mi lado en el gimnasio de la YMCA (la bici que no lleva a ninguna parte, como la llamo yo). ¡°Me imagino que est¨¢s bastante acostumbrado a llevar guantes de pl¨¢stico en tu trabajo como polic¨ªa¡±, le dije. ¡°?Qu¨¦ va!¡±, me respondi¨®, alargando una gran zarpa desnuda hacia el envoltorio del queso de pl¨¢stico y obsequi¨¢ndome con una contrita sonrisa de poli. ¡°A menos que tenga que recoger partes de alg¨²n cuerpo, ya sabes. Que le den. La vida es demasiado corta¡±. ¡°S¨ª, supongo¡±, repuse, sinti¨¦ndome un tanto rid¨ªculo con mis blanquecinas manos enfundadas en guantes, que parec¨ªan las de un cad¨¢ver. Despu¨¦s me di cuenta de que mi amigo tambi¨¦n podr¨ªa haber dicho ¡°la vida es demasiado larga¡± sin que el sentido cambiase demasiado. En fin.
Llevo bastante tiempo pensando que nuestro pa¨ªs se ha vuelto pr¨¢cticamente ingobernable. Y no solo desde la llegada de Trump, quien, entre sus m¨²ltiples felon¨ªas, nos hace pensar a m¨ª y a la mayor¨ªa de los que no somos unos lun¨¢ticos que el pa¨ªs, como m¨ªnimo, est¨¢ gobernado por las personas equivocadas, y tal vez se est¨¦ acercando cada vez m¨¢s a la anarqu¨ªa, que es, supongo, la separaci¨®n por antonomasia. La verdad es que hace tiempo que lo pienso; d¨¦cadas. Y estoy seguro de que otros tambi¨¦n lo han pensado. Es cierto que nuestros antepasados fundadores quer¨ªan que nuestra democracia fuese s¨®lida y precaria al mismo tiempo. E pluribus unum ["De muchos, uno", el lema nacional], etc¨¦tera. A lo mejor, a los estadounidenses no se les puede decir nunca lo que tienen que hacer y esperar que lo hagan.
Aun as¨ª, no parece que quede mucho sentido com¨²n que sea com¨²n en ning¨²n sentido. Pensamos que la Constituci¨®n nos da el derecho a echarlo todo a perder si queremos y que eso est¨¦ bien, como si todos fu¨¦semos peque?os Estados separados. No nos gusta el Gobierno (a m¨ª, personalmente, no me molesta). Y, sin embargo, todos queremos que el Gobierno arregle las cosas cuando las estropeamos. O cuando lo hace la naturaleza, como esta enfermedad que nos est¨¢ barriendo, matando a nuestros ciudadanos, personas que habr¨ªan tenido la posibilidad de sobrevivir si no hubiese sido por unos cuantos j¨®venes malhechores que monopolizaron las existencias del desinfectante de manos Purell, lo cual les debi¨® de haber parecido una estupenda idea empresarial, t¨ªpica estadounidense, hasta que alguien puso sus nombres y sus fotograf¨ªas en The New York Times y el tren cargado de mierda par¨® en su estaci¨®n. La luz del sol suele ser un potente desinfectante, pero ?hay suficiente luz solar para todos? ?Podemos saberlo? ?Cu¨¢ntos de nosotros, ante la oportunidad de hacernos con la ¨²ltima botella de desinfectante de manos cuando ya tenemos una docena, pensar¨ªa antes en el ciudadano que vendr¨¢ detr¨¢s? ?Lo har¨ªa yo? Me gustar¨ªa pensar que s¨ª.
Por supuesto, escribir sobre esto no es lo mismo que tomarse en serio esta emergencia que no tardar¨¢ en convertirse en una calamidad. Por lo menos, no es lo mismo que tom¨¢rsela suficientemente en serio. Necesitamos que algo (alguna esencia como el qi, una energ¨ªa vital que venga de las esferas) circule entre nosotros y todos nuestros exhaustos prop¨®sitos. Tal vez en forma de buena ciudadan¨ªa pura y dura; la idea de que realmente estamos todos juntos en este desastre, desde Billings hasta Boca Rat¨®n ¡ªya sea subiendo o bajando¡ª, de manera que no nos llevemos la ¨²ltima botella de desinfectante de manos o pongamos en peligro la salud de los dem¨¢s en un restaurante de lujo solo porque nos ha dado claustrofobia. No creo que sea un est¨²pido por pensarlo. Creo que es tan solo sentido com¨²n.
Traducci¨®n de News Clips.
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