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La historia de un joven constructor de barcos al final de la Edad Oscura

'Babelia' adelanta un fragmento de 'Las tinieblas y el alba', de Ken Follett, la precuela cuyo final da inicio a su exitosa novela 'Los pilares de la Tierra'

El escritor Ken Follett, en un hotel de Madrid en 2012.
El escritor Ken Follett, en un hotel de Madrid en 2012.Samuel S¨¢nchez

1. Jueves, 17 de junio de 997

Edgar hab¨ªa descubierto que era muy dif¨ªcil permanecer en vela durante toda una noche, aunque fuese la noche m¨¢s importante de su vida.

Hab¨ªa extendido su capa sobre la estera de juncos del suelo y en ese momento yac¨ªa tumbado sobre ella, vestido con la t¨²nica de lana de color pardo que le llegaba hasta las rodillas y que era lo ¨²nico que llevaba en verano, d¨ªa y noche. En invierno se arrebujaba con la capa y se acostaba junto al fuego, pero en esas fechas hac¨ªa calor: apenas quedaba una semana para el solsticio de verano, el d¨ªa de San Juan.

Edgar siempre sab¨ªa qu¨¦ d¨ªa era. La mayor¨ªa de la gente ten¨ªa que pregunt¨¢rselo a los cl¨¦rigos, que eran quienes se ocupaban de los calendarios. El hermano mayor de Edgar, Erman, le hab¨ªa dicho en cierta ocasi¨®n: ??C¨®mo es que sabes cu¨¢ndo es el d¨ªa de Pascua??, y ¨¦l le hab¨ªa respondido: ?Porque es el primer domingo tras la primera luna llena despu¨¦s del 21 de marzo, evidentemente?. A?adir la apostilla de ?evidentemente? hab¨ªa sido un error, porque Erman le hab¨ªa dado un pu?etazo en el est¨®mago, castig¨¢ndolo por su sarcasmo. De eso hac¨ªa algunos a?os, cuando Edgar era peque?o. Ahora ya era mayor; cumplir¨ªa los dieciocho tres d¨ªas despu¨¦s de la festividad de San Juan. Sus hermanos ya no le daban pu?etazos.

Sacudi¨® la cabeza. Aquellos pensamientos vol¨¢tiles hac¨ªan que le entrara el sue?o, y a punto estuvo de quedarse dormido, de modo que trat¨® de ponerse lo m¨¢s inc¨®modo posible, apuntal¨¢ndose sobre el pu?o para permanecer despierto.

Se pregunt¨® cu¨¢nto tiempo m¨¢s tendr¨ªa que esperar a¨²n.

Volvi¨® la cabeza y mir¨® alrededor, a la luz del fuego. Su casa era como casi todas las dem¨¢s casas del pueblo de Combe: paredes hechas con tablones de madera de roble, una techumbre de paja y un suelo de tierra parcialmente cubierto con juncos de la ribera del r¨ªo cercano. No hab¨ªa ventanas. En mitad del ¨²nico espacio hab¨ªa un recuadro formado con piedras que rodeaba el hogar. Encima del fuego hab¨ªa un armaz¨®n de hierro triangular del que se pod¨ªa colgar un puchero, y sus patas proyectaban sombras tentaculares sobre la parte inferior del techo. Por todas las paredes hab¨ªa clavijas de madera de las que colgaban prendas de ropa, utensilios de cocina y herramientas para la construcci¨®n de barcos.

Edgar no estaba seguro de cu¨¢nto tiempo hab¨ªa pasado, porque se hab¨ªa quedado adormilado, quiz¨¢ m¨¢s de una vez. Un rato antes hab¨ªa escuchado los ruidos propios del pueblo prepar¨¢ndose para la noche: las voces de un par de borrachos canturreando una tonada obscena, las amargas acusaciones de una disputa conyugal en una casa vecina, un portazo, los ladridos de un perro y, en alg¨²n lugar pr¨®ximo, los sollozos de una mujer. Sin embargo, en ese momento no se o¨ªa m¨¢s que la suave canci¨®n de cuna que entonaban las olas en una resguardada playa. Mir¨® hacia la puerta, buscando alguna reveladora rendija de luz en sus bordes, pero solo vio oscuridad. Eso significaba que o bien la luna ya se hab¨ªa ocultado ¡ªpor lo que era noche cerrada¡ª, o bien el cielo estaba nublado, lo cual no le servir¨ªa de nada.

El resto de los miembros de su familia estaban desperdigados por la habitaci¨®n, acostados cerca de las paredes, donde se respiraba menos humo. Padre y madre dorm¨ªan d¨¢ndose la espalda. A veces se despertaban en plena noche y se abrazaban, se hablaban en susurros y se mov¨ªan al un¨ªsono, hasta que se separaban de pronto, jadeando; sin embargo, en ese instante se hallaban profundamente dormidos, acompa?ados por los ronquidos de padre. Erman, el hermano mayor, de veinte a?os, estaba tumbado cerca de Edgar, y Eadbald, el mediano, en el rinc¨®n. Edgar o¨ªa su respiraci¨®n apacible y regular.

Por fin oy¨® el ta?ido de la campana de la iglesia.

Hab¨ªa un monasterio en las afueras del pueblo. Los monjes hab¨ªan ideado un m¨¦todo para calcular las horas de noche: fabricaban velas graduadas que se?alaban el tiempo a medida que iban consumi¨¦ndose. Una hora antes del alba, tocaban la campana y luego se levantaban para rezar el oficio de maitines.

Edgar permaneci¨® inm¨®vil; puede que el sonido de la campana hubiese despertado a su madre, que ten¨ªa el sue?o muy ligero. Dio tiempo a que esta volviera a sumirse en un profundo sue?o y entonces Edgar se levant¨®.

Con gran sigilo, recogi¨® del suelo su capa, sus zapatos y su cinto, donde llevaba envainado su pu?al. Atraves¨® la estancia descalzo, esquivando el escaso mobiliario: una mesa, dos taburetes y un banco. La puerta se abri¨® sin hacer ruido, pues Edgar hab¨ªa engrasado las bisagras de madera el d¨ªa anterior con una generosa cantidad de sebo de oveja.

Si alg¨²n miembro de su familia se despertaba en ese instante y le preguntaba qu¨¦ hac¨ªa, le dir¨ªa que iba afuera a orinar, rezando para que no se fijase en que llevaba los zapatos en la mano.

Eadbald solt¨® un gru?ido y Edgar se qued¨® inm¨®vil. ?Se habr¨ªa despertado su hermano o simplemente hab¨ªa emitido aquel ruido en sue?os? Imposible saberlo, pero Eadbald era el m¨¢s pasivo de los tres, siempre reacio a crear conflictos, al igual que su madre. No armar¨ªa ning¨²n alboroto.

Edgar sali¨® de la casa y cerr¨® la puerta a su espalda con sumo cuidado.

La luna hab¨ªa desaparecido, pero el cielo estaba sereno y la playa, cuajada de estrellas. Entre la casa y la marca de la pleamar hab¨ªa un peque?o astillero. Padre era constructor de barcos, y sus tres hijos trabajaban con ¨¦l. Era un buen profesional y un mal comerciante, por lo que madre se encargaba de todas las decisiones relativas al dinero, en especial el dif¨ªcil c¨¢lculo de saber qu¨¦ precio pedir por algo tan complejo como una embarcaci¨®n o una nave. Si alg¨²n cliente trataba de regatear, su padre siempre estaba dispuesto a ceder, pero su madre lo obligaba a mantenerse firme y a no dar su brazo a torcer.

Edgar mir¨® al astillero mientras se ataba los cordones de los zapatos y se ce?¨ªa el cinto. Solo hab¨ªa un barco en construcci¨®n en esos momentos, una peque?a embarcaci¨®n de remo para remontar el r¨ªo. Junto a ella se apilaba una abundante y valiosa cantidad de madera, los troncos partidos por la mitad y en cuartos, listos para que les dieran forma y los amoldaran a las partes de un barco. Una vez al mes aproximadamente, la familia al completo se adentraba en el bosque y talaba un roble maduro. Empezaban su padre y Edgar, descargando hachazos de forma alterna con hachas de mango largo y arrancando una precisa cu?a del tronco. Luego descansaban mientras Erman y Eadbald tomaban el relevo. Cuando el ¨¢rbol ca¨ªa al fin al suelo, lo cortaban en partes m¨¢s peque?as y luego enviaban la madera flotando r¨ªo abajo hasta Combe. Ten¨ªan que pagar, por supuesto, pues el bosque pertenec¨ªa a Wigelm, el bar¨®n o thane, a quienes la mayor¨ªa de los habitantes de Combe pagaban su terrazgo, y este exig¨ªa doce peniques de plata por cada ¨¢rbol.

Am¨¦n de la pila de madera, en el astillero hab¨ªa tambi¨¦n un barril de brea, un rollo de cuerda y una piedra de afilar. Todo el material estaba custodiado por un mast¨ªn sujeto a unas cadenas llamado Grendel, negro y con el hocico gris, demasiado viejo para hacer alg¨²n da?o a los ladrones pero capaz a¨²n de dar la voz de alarma con sus ladridos. En ese momento Grendel estaba tranquilo, observando a Edgar con indiferencia y con la cabeza apoyada en las patas delanteras. Edgar se arrodill¨® junto a ¨¦l y lo acarici¨®.

¡ªAdi¨®s, viejo amigo ¡ªmurmur¨®, y Grendel mene¨® la cola sin levantarse.

En el astillero hab¨ªa asimismo un barco ya terminado, y Edgar lo consideraba como propio; lo hab¨ªa construido ¨¦l mismo a partir de un dise?o original, basado en un barco vikingo. Lo cierto era que Edgar nunca hab¨ªa visto a ning¨²n vikingo ¡ªno hab¨ªan atacado el pueblo de Combe desde que ¨¦l hab¨ªa nacido¡ª, pero hac¨ªa dos a?os, los restos de una nave naufragada hab¨ªan llegado a la orilla de la playa, vac¨ªa y renegrida por el fuego, con el mascar¨®n de proa en forma de drag¨®n medio destrozado, seguramente a consecuencia de una batalla. Edgar permaneci¨® extasiado ante su belleza mutilada: las esbeltas curvas, la proa alargada y serpenteante y la elegancia del casco. Se hab¨ªa quedado tremendamente impresionado por la enorme quilla que, en saledizo, recorr¨ªa la longitud de la nave y que ¡ªtal como descubri¨® despu¨¦s de pensarlo detenidamente¡ª procuraba la estabilidad que permit¨ªa a los vikingos atravesar los mares. La embarcaci¨®n de Edgar era una versi¨®n m¨¢s rudimentaria, con dos remos y una vela peque?a y cuadrangular.

Edgar se sab¨ªa poseedor de un talento especial; ya era mejor constructor de barcos que sus hermanos mayores, y no tardar¨ªa demasiado en superar en pericia a su propio padre. Ten¨ªa un don intuitivo para determinar el modo de encajar distintas formas para componer una estructura estable. Unos a?os antes hab¨ªa o¨ªdo por casualidad a padre decirle a madre: ?Erman aprende despacio y Eadbald aprende r¨¢pido, pero es como si Edgar ya me entendiese antes incluso de que las palabras salgan de mi boca?. Era verdad; hab¨ªa hombres capaces de tomar en sus manos un instrumento musical que no hab¨ªan tocado en su vida, una flauta o una lira, y arrancarle una melod¨ªa apenas minutos despu¨¦s. Edgar pose¨ªa esa clase de instinto para los barcos, y tambi¨¦n para las casas. De pronto dec¨ªa: ?Esa barca va a escorar a estribor?, o bien: ?Ese tejado va a tener goteras?, y, efectivamente, siempre llevaba raz¨®n.

En esos momentos estaba soltando el amarre de su barca para empujarla por la playa. El chirrido del casco al arrastrarse por la arena se vio amortiguado por el sonido de las olas al romper en la orilla.

Lo sobresalt¨® una risa femenina. Bajo la luz de las estrellas vio a una mujer desnuda tumbada en la arena, y a un hombre recostado encima de ella. Seguramente Edgar los conoc¨ªa a ambos, pero no pod¨ªa ver con claridad sus rostros y desvi¨® la vista r¨¢pidamente, pues no quer¨ªa reconocerlos. Supuso que los hab¨ªa sorprendido en un encuentro il¨ªcito; la mujer parec¨ªa joven y el hombre tal vez estaba casado. Los curas predicaban en contra de semejantes lances, pero la gente no siempre segu¨ªa las reglas. Edgar hizo caso omiso de la pareja y empuj¨® su barca en el agua.

Ech¨® la vista atr¨¢s para mirar a su casa, sintiendo una punzada de remordimiento, pregunt¨¢ndose si volver¨ªa a verla alg¨²n d¨ªa. Era el ¨²nico hogar que pod¨ªa recordar. Sab¨ªa, porque se lo hab¨ªan contado, que hab¨ªa nacido en otra localidad, Exeter, donde su padre hab¨ªa trabajado para un maestro constructor de barcos. Luego, la familia se hab¨ªa trasladado, cuando Edgar era a¨²n un ni?o de pecho, y hab¨ªa establecido su nuevo hogar en Combe, donde su padre hab¨ªa inaugurado su propio negocio con un pedido para una barca de remos. Sin embargo, Edgar no recordaba nada de eso; aquel era el ¨²nico hogar que conoc¨ªa, e iba a abandonarlo para siempre.

Ten¨ªa suerte de haber encontrado empleo en otro lugar: el negocio se hab¨ªa resentido tras los renovados ataques vikingos en el sur de Inglaterra, cuando Edgar ten¨ªa nueve a?os. Tanto el comercio como la pesca eran actividades peligrosas cuando los invasores merodeaban cerca. Solo los m¨¢s valientes compraban barcos.

A la luz de las estrellas, vio que en aquel instante hab¨ªa tres barcos en el puerto: dos arenqueros y un barco mercante de bandera franca. Varadas sobre la arena hab¨ªa un pu?ado de embarcaciones menores, costeras y fluviales. Edgar hab¨ªa ayudado a construir uno de los arenqueros, pero recordaba la ¨¦poca en que siempre hab¨ªa una docena o m¨¢s de barcos atracados en el puerto.

Percibi¨® la fresca brisa del viento del sudoeste, el viento predominante. Su barca contaba con una vela, peque?a, pues eran muy costosas: una mujer tardaba cuatro a?os largos en terminar de coser una vela completa para un barco de gran calado. Pese a ello, no merec¨ªa la pena desplegarla para la breve traves¨ªa por la bah¨ªa. Se dispuso a remar, algo que le requer¨ªa muy poco esfuerzo. Edgar era robusto y muy musculoso, como un herrero, al igual que su padre y hermanos. Toda la jornada, seis d¨ªas a la semana, trabajaban con el hacha, la barrena y la azuela, dando forma a las tracas de roble que compon¨ªan el casco de los barcos. Era un trabajo duro y fortalec¨ªa a los hombres.

Sinti¨® una dicha inmensa. Hab¨ªa conseguido irse de Combe sin ser visto e iba a reunirse con la mujer que amaba. Las estrellas brillaban con fuerza, la playa reluc¨ªa con un blanco resplandeciente y, cuando sus remos quebraban la superficie del agua, la espuma rizada era como la melena de su amada cay¨¦ndole en cascada sobre los hombros.

Se llamaba Sungifu, aunque sol¨ªan llamarla con el diminutivo de Sunni, y era una mujer excepcional en todos los sentidos.

Edgar observ¨® el paisaje de la costa del pueblo, compuesto en su mayor parte por los cobertizos de los mercaderes y los pescadores: la forja de un hojalatero que hac¨ªa piezas inoxidables para barcos; la amplia atarazana en la que un cordelero tej¨ªa sus cuerdas, y el inmenso horno de un peguero que horneaba los troncos de madera de pino para producir el pegajoso l¨ªquido con que los constructores de barcos empecinaban sus naves para impermeabilizarlas. El pueblo siempre parec¨ªa m¨¢s grande desde el agua; era el hogar de varios centenares de habitantes, cuyo medio de vida, ya fuese de forma directa o indirecta, era el mar.

Mir¨® a trav¨¦s de la bah¨ªa hacia su destino. En la oscuridad no habr¨ªa podido ver a Sunni aunque hubiese estado ah¨ª, cosa que sab¨ªa que era imposible, puesto que hab¨ªan acordado reunirse al despuntar el alba; sin embargo, no pod¨ªa evitar mirar con anhelo al lugar donde ella no tardar¨ªa en aparecer.

Sunni ten¨ªa veinti¨²n a?os, tres m¨¢s que Edgar. Hab¨ªa llamado su atenci¨®n un buen d¨ªa que el chico estaba en la playa admirando el pecio vikingo. La conoc¨ªa de vista, por supuesto ¡ªall¨ª en el pueblo conoc¨ªa a todo el mundo¡ª, pero nunca se hab¨ªa fijado especialmente en ella ni recordaba nada sobre su familia. ??Es que has llegado arrastrado hasta aqu¨ª con los restos del naufragio? ¡ªle hab¨ªa dicho ella¡ª. Estabas tan quieto que te hab¨ªa tomado por un tabl¨®n de madera del barco naufragado.? Edgar se dio cuenta de que ten¨ªa que ser muy ingeniosa para que se le ocurriera decir tal cosa nada m¨¢s verlo, que fuera eso lo primero que le hab¨ªa venido a la cabeza, y ¨¦l le explic¨® lo que le fascinaba sobre la forma de la nave, seguro de que ella lo entender¨ªa. Estuvieron hablando una hora larga y ¨¦l se enamor¨® de ella.

Luego Sunni le dijo que estaba casada, pero ya era demasiado tarde.

Su marido, Cyneric, ten¨ªa treinta a?os. Ella contaba catorce cuando se cas¨® con ¨¦l. Pose¨ªa un peque?o reba?o de vacas lecheras, y Sunni se encargaba de la vaquer¨ªa. Era muy lista y ganaba mucho dinero para su marido. No ten¨ªan hijos.

Edgar hab¨ªa descubierto enseguida que Sunni odiaba a Cyneric. Cada noche, tras orde?ar a las vacas, ¨¦l sal¨ªa a una taberna llamada The Sailors y se emborrachaba. Mientras estaba ah¨ª, Sunni pod¨ªa escaparse al bosque y encontrarse con Edgar.

De ahora en adelante, en cambio, no tendr¨ªan que volver a esconderse nunca m¨¢s. Ese d¨ªa iban a escapar juntos o, para ser m¨¢s precisos, iban a zarpar juntos. Edgar contaba con una oferta de empleo y con una casa en una aldea de pescadores a ochenta kil¨®metros de distancia, en la costa. Hab¨ªa tenido suerte de encontrar a un constructor de barcos que estuviese buscando gente. Edgar no ten¨ªa dinero; nunca ten¨ªa dinero. Madre dec¨ªa que no le hac¨ªa ninguna falta, pero sus herramientas estaban en un armario en el interior de la barca. Empezar¨ªan una nueva vida.

En cuanto se diesen cuenta de que se hab¨ªan ido, Cyneric se considerar¨ªa libre para casarse de nuevo, pues una esposa que se marchaba con otro hombre equival¨ªa, en la pr¨¢ctica, a un divorcio: puede que a la Iglesia no le gustase, pero esa era la costumbre. Al cabo de unas semanas, dijo Sunni, Cyneric ir¨ªa al campo y encontrar¨ªa alguna familia pobre y desesperada con una hermosa hija de catorce a?os. Edgar se pregunt¨® para qu¨¦ querr¨ªa aquel hombre una esposa: seg¨²n Sunni, mostraba m¨¢s bien un inter¨¦s escaso por el sexo. ?Quiere tener a alguien a quien dar ¨®rdenes y manejar a su antojo ¡ªle hab¨ªa dicho ella¡ª. Mi problema fue que me hice mayor y empec¨¦ a odiarlo y a despreciarlo.?

Cyneric no saldr¨ªa tras ellos, aunque averiguase d¨®nde estaban, cosa poco probable, al menos por alg¨²n tiempo. ?Y si nos equivocamos y Cyneric nos encuentra, le dar¨¦ una paliza de muerte?, hab¨ªa dicho Edgar. Por la expresi¨®n de Sunni, supo que a esta le parec¨ªa una amenaza est¨¦ril y est¨²pida, y ¨¦l sab¨ªa que llevaba raz¨®n. A continuaci¨®n, precipitadamente, a?adi¨®: ?Pero lo m¨¢s probable es que no lleguemos a ese extremo?.

Alcanz¨® el lado opuesto de la bah¨ªa y luego atrac¨® la barca en la playa y la amarr¨® a una roca.

Oy¨® los c¨¢nticos de los monjes y sus oraciones. El monasterio estaba muy cerca, y la casa de Cyneric y Sunni, a unos pocos cientos de metros de este.

'Las tinieblas y el alba'

Autor: Ken Follett


Traductoras: Ver¨®nica Canales Medina y Laura Rins Cal


Editorial: Plaza & Jan¨¦s


Formato: Carton¨¦. 936 p¨¢ginas


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