De un pa¨ªs desconocido
La poes¨ªa americana era m¨¢s abierta a la vida y a la lengua de todos los d¨ªas y a la naturaleza, sin hermetismos o amaneramientos ret¨®ricos
Busco en la estanter¨ªa un libro de Louise Gl¨¹ck que me gusta mucho, Averno, y al abrirlo de nuevo, en una celebraci¨®n privada de su premio Nobel, me viene el recuerdo de los primeros descubrimientos que hice en Estados Unidos, al irme all¨ª por primera vez una temporada, un spring semester acad¨¦mico que no duraba seis meses y en el que lo m¨¢s fugaz fue la primavera. Fueron grandes lecciones de invierno las que aprend¨ª sobre todo, y luego la otra lecci¨®n del verano adelantado del Sur, cuando el vigor de la vegetaci¨®n y el calor h¨²medo de los d¨ªas propiciaban una niebla de jungla.
Sentado delante de un ventanal, como de una pantalla panor¨¢mica, vi las tormentas de nieve, los diluvios calientes del tr¨®pico, la transparencia de los d¨ªas de cielo limpio y sol enga?oso en invierno. Sentado en aquel sill¨®n grande y giratorio, unas veces miraba el panorama absorbente de las estaciones, y otras, girando hacia un lado, la sucesi¨®n de pel¨ªculas, concursos, programas informativos, documentales, en un televisor con una riqueza de canales de cable que a¨²n tardar¨ªan unos cuantos a?os en llegar aqu¨ª, y que ayudaban a educar el o¨ªdo en el idioma en el que por primera vez estaba sumergi¨¦ndome. Era una edad remota, que ahora parece m¨¢s tranquila y m¨¢s inocente, los primeros meses de la presidencia de Bill Clinton. Una noche vi a Hillary presentar ante el Congreso un programa de asistencia sanitaria universal que como era previsible se hab¨ªa de quedar en nada. A Hillary Clinton me gustaba escucharla porque su ingl¨¦s era claro y magn¨ªficamente articulado, lo cual era un gran provecho para mi aprendizaje.
En aquel sal¨®n sumariamente amueblado, adem¨¢s del ventanal y del televisor, contaba para mi educaci¨®n acelerada con los peri¨®dicos, las revistas y los libros, que eran un fest¨ªn permanente, aunque tuviera que recurrir con frecuencia a un diccionario que tambi¨¦n descubr¨ª entonces, el American Heritage Dictionary, otra fiesta en s¨ª mismo de definiciones precisas y ejemplos iluminadores, por no hablar de la belleza tipogr¨¢fica de su dise?o y el j¨²bilo de su volumen y su tacto. Una tormenta de nieve y The New York Times del domingo formaban una combinaci¨®n perfecta. La tormenta disuad¨ªa de cualquier tentaci¨®n de arriesgarse a la intemperie. El peri¨®dico, con todos sus cuadernillos y suplementos, pesaba dos o tres kilos, y garantizaba la abundancia de lectura por mucho que la ventisca siguiera soplando.
Ahora se nos ha olvidado, pero hasta no hace mucho tiempo irse lejos era irse del todo y de verdad. Las llamadas de tel¨¦fono transoce¨¢nicas eran muy caras. Uno no le¨ªa los peri¨®dicos de su pa¨ªs, ni ve¨ªa la televisi¨®n, ni escuchaba la radio. En aquella lejan¨ªa, Espa?a era un pa¨ªs inexistente. Una carta de correo a¨¦reo con el nombre de uno escrito en una caligraf¨ªa tan identificable como una cara o una voz era un rel¨¢mpago de alegr¨ªa en el buz¨®n. Las lecciones de lejan¨ªa eran tan rigurosas como las lecciones de invierno, y como las del idioma que uno aprend¨ªa ¨¢vidamente a diario: en la conversaci¨®n, en la radio, en el papel impreso.
A Louise Gl¨¹ck empec¨¦ a leerla entonces. La vida americana siempre fue m¨¢s bien impenetrable para m¨ª, pero su cultura literaria, musical, est¨¦tica, que me hab¨ªa atra¨ªdo siempre, me sedujo del todo cuando pude sumergirme en ella, llev¨¢ndose la sorpresa de descubrir hasta qu¨¦ punto en su propio pa¨ªs era minoritaria. En Estados Unidos he encontrado menos aficionados al jazz, al blues, al cine negro americano o las canciones de Cole Porter que en cualquier ciudad intermedia europea o espa?ola. Si me paro a pensarlo, quiz¨¢s el aprendizaje decisivo fue el de una cierta idea de la expresi¨®n escrita. No hablo del dominio del idioma, sino del uso que yo vi que se le daba en dos campos precisos, en apariencia alejados entre s¨ª, el de la poes¨ªa y el de la no ficci¨®n, incluyendo en ¨¦sta la prosa de los peri¨®dicos, y los de esas revistas en las que el periodismo es una forma exaltada de literatura. Cuando uno llega a un pa¨ªs y a un idioma su ignorancia queda compensada por su falta de prejuicios, por una especie de inocencia que en su propia cultura es imposible. Recordar¨¦ siempre la impresi¨®n que me produjo leer en The New Yorker la historia de un hombre que recuperaba la vista despu¨¦s de 20 a?os de ceguera y no pod¨ªa entender nada de lo que ve¨ªa porque su cerebro hab¨ªa olvidado el modo de procesar las impresiones visuales. Era una forma de prosa que yo no hab¨ªa encontrado nunca: del todo literaria en su expresividad y su belleza, y al mismo tiempo limpiamente natural e informativa. Pude apreciar mejor la escritura de Oliver Sacks porque no sab¨ªa qui¨¦n era, porque lo le¨ªa sin la expectativa de la admiraci¨®n o el rechazo.
Fue una iluminaci¨®n que tuvo una influencia duradera sobre m¨ª. Y me sucedi¨® algo parecido con la poes¨ªa. Quiz¨¢s la ficci¨®n me deparaba menos sorpresas porque estaba mucho m¨¢s familiarizado con ella, aunque hasta entonces me hubiera llegado sobre todo traducida. En la poes¨ªa americana contempor¨¢nea la lecci¨®n de la naturalidad fue a¨²n m¨¢s poderosa, porque no me parec¨ªa haber escuchado nada semejante en mi idioma. Era una poes¨ªa mucho menos encerrada en el yo neur¨®tico, m¨¢s abierta a la vida y a la lengua de todos los d¨ªas y a la naturaleza, sin hermetismos o amaneramientos ret¨®ricos, y al mismo tiempo sin rastro de vulgaridad ni de negligencia expresiva, y muchas veces con un nervio de protesta pol¨ªtica social, de vindicaci¨®n ecologista, de celebraci¨®n del trabajo con las manos.
Con mi gran diccionario abierto sobre la mesa como sobre un facistol le¨ªa las p¨¢ginas tupidas de palabras de los peri¨®dicos y las mucho m¨¢s concisas de los libros de poemas. Cada poeta que descubr¨ªa me llevaba a otro, a otra. Descubr¨ª a Mark Strand, a Howard Nemerov, a Denise Levertov, a Elizabeth Bishop, a Gary Snyder, a Kenneth Rexroth, a Louise Gluck, a Robert Lowell, a Randall Jarrell, a Philip Levine, a Galway Kinnell, a Frank O¡¯Hara, a Jane Kenyon¡ A veces, contra lo que suele pensarse, lo muy bueno abunda. La lecci¨®n de la poes¨ªa era inseparable de la de la naturaleza, que estaba siempre tan presente en ella, y tambi¨¦n del gran ejemplo de la claridad de las palabras, las que nombran lo inmediato y diurno y las que sugieren el misterio, el l¨ªmite del silencio, lo que no puede ya decirse.
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