M¨¢s de lo mismo
Joyce DiDonato inaugura el Festival de Estrellas de la ?pera en el Teatro Real
Inasequible al desaliento, el Teatro Real sigue abriendo sus puertas, aunque el resto del mundo, e incluso el resto de la ciudad de Madrid, las mantenga cerradas a cal y canto. El domingo ofreci¨® la ¨²ltima funci¨®n de Don Giovanni como si tal cosa, con la ciudad conmocionada y sepultada bajo la nieve y el hielo. Y ayer, mi¨¦rcoles, dio comienzo a su Festival Estrellas de la ?pera, que va a reunir en Madrid en tres d¨ªas consecutivos a la mezzosoprano Joyce DiDonato y los tenores Jonas Kaufmann y Javier Camarena. No es dif¨ªcil imaginar las penalidades de los tres artistas para conseguir siquiera viajar hasta Madrid, pero tampoco conviene olvidar el m¨¦rito de los propios trabajadores del teatro y, por supuesto, el de los valientes que tuvieron el arrojo de allegarse hasta la Plaza de Oriente estando calles y calzadas como a¨²n est¨¢n. Ya que no hab¨ªa programa f¨ªsico que entregarles, todos los espectadores deber¨ªan haber recibido al menos una medalla en reconocimiento a su valor.
Joyce DiDonato
Obras de Haydn, Mahler, Hasse, Handel, Berlioz, Giordani, Parisotti, Rosa, Ellington y Guglielmi. Craig Terry (piano). Teatro Real, 13 de enero.
Con una sala l¨®gicamente desangelada, en la que hubo incluso al comienzo entrevistas televisivas a algunos miembros del p¨²blico convertidos por un d¨ªa en h¨¦roes an¨®nimos, Joyce DiDonato intent¨® caldear el ambiente con un discurso inicial que desat¨® ya, antes de que cantara, las primeras efusiones amorosas del p¨²blico, correspondidas de inmediato con su simpat¨ªa natural por la diva estadounidense. Los recitales vocales de las grandes figuras tienen su peculiar ritual que, una vez m¨¢s, se ha cumplido en Madrid punto por punto: los largos aplausos iniciales, cuya duraci¨®n e intensidad sirven para calibrar el cari?o y la admiraci¨®n que se sienten por el artista en cuesti¨®n; el cambio de vestido de las cantantes en la segunda parte; un programa oficial m¨¢s bien raqu¨ªtico que se compensa luego con la munificencia mostrada en las propinas; y los aplausos y v¨ªtores finales con gran parte del p¨²blico puesto en pie en medio de una atm¨®sfera triunfal y exultante, completamente al margen de que el recital haya sido bueno, malo o regular. Y la primera opci¨®n es, por desgracia, la m¨¢s inhabitual.
Como tantos de sus colegas, DiDonato apenas habr¨¢ podido cantar en p¨²blico en los ¨²ltimos meses, un descanso que estar¨¢ siendo man¨¢ para muchas voces habitualmente sobreutilizadas, pero que tambi¨¦n habr¨¢ hecho mella en las rutinas habituales y oxidado ciertas inercias. En la primera parte son¨® la cantata para voz sola Arianna a Naxos de Haydn y las cinco canciones de Mahler sobre poemas de Friedrich R¨¹ckert, una combinaci¨®n cuando menos pintoresca. Ambas obras remiten de inmediato a una de las mayores cantantes del siglo pasado, Janet Baker, que nos ha legado de ellas versiones cimeras y dif¨ªcilmente superables, con Raymond Leppard al fortepiano y con John Barbirolli comandando la versi¨®n orquestal de los Lieder de Mahler. Una de las muchas cosas que nos ha robado la pandemia es la conversaci¨®n que iban a haber mantenido ambas cantantes sobre un escenario el pasado verano en el Festival de Aldeburgh (cancelado en su totalidad) tras la proyecci¨®n del reciente documental dedicado por la BBC a la genial mezzosoprano inglesa.
Pero la enorme admiraci¨®n que DiDonato profesa por su colega no le hizo acercarse siquiera a los milagros operados en su d¨ªa por la brit¨¢nica. La cantata de Haydn fue, de principio a fin, un dechado m¨¢s de languidez que de dramatismo concentrado y monologado, con un acompa?amiento casi siempre fuera de estilo del pianista Craig Terry y ostensibles desencajes entre voz y piano, consecuencia de las frecuentes libertades que se tomaban una y otro. Los recitativos no se diferenciaban gran cosa de las arias y, m¨¢s que una hero¨ªna cl¨¢sica, Ariadna parec¨ªa una rom¨¢ntica avant la lettre abandonada a su suerte en una Naxos decimon¨®nica. El hecho de que, justo al final, DiDonato decidiera transportar a la octava superior el Fa que coincide con la ¨²ltima s¨ªlaba de ¡°infedel¡± (Teseo, por supuesto), propiciando as¨ª el aplauso f¨¢cil, corrobor¨® la idea desenfocada que tiene la cantante de esta extraordinaria e intimista miniatura de Haydn.
En sus incursiones lieder¨ªsticas, la cantante de Kansas tampoco ha demostrado una afinidad especial por este repertorio, por m¨¢s que recientemente se haya atrevido incluso con una de sus cimas: Winterreise de Schubert. Ella misma explic¨® en una de sus varias intervenciones habladas (en un muy comprensible castellano) que su primer acercamiento a Mahler se ha producido durante los meses de confinamiento. Su pianista tampoco estuvo aqu¨ª a la talla esperable y DiDonato se refugi¨® en unos tempi lent¨ªsimos y en recursos vocales m¨¢s propios de otro tipo de m¨²sica para sortear las dificultades ¨Cmucho m¨¢s expresivas que vocales¨C que presentan estas cinco canciones. En la interpretaci¨®n falt¨® fluidez, arcos din¨¢micos completos y mejor definidos, precisi¨®n en la dicci¨®n, empat¨ªa con los diferentes estados an¨ªmicos plasmados en los poemas. Quiz¨¢ rod¨¢ndolas m¨¢s en el futuro, y con un respaldo pian¨ªstico de m¨¢s enjundia, DiDonato podr¨¢ hacerles mayor justicia y situarse m¨ªnimamente en la estela de Janet Baker.
En la segunda parte, el vestido rojo de DiDonato (en la primera combin¨® negro y rosa) anunciaba emociones m¨¢s fuertes. Llegaron en parte en el aria final de Dido de Les Troyens de Berlioz, una de sus grandes especialidades, que ha cantado en teatro y grabado de forma admirable. Antes mostr¨®, aunque lejos de su mejor forma, su bien conocida afinidad por las agilidades ¨Cotro de sus puntos fuertes¨C en un aria de Hasse y ratific¨® su amor por Handel con una versi¨®n de nuevo un tanto morosa de Pianger¨° la sorte mia. Y, tras Berlioz, empez¨® la parte informal y menos cl¨¢sica del recital, que se acerc¨® a lo que ten¨ªa previsto ofrecer originalmente junto a un quinteto de estirpe jazz¨ªstica: otra v¨ªctima que a?adir a la lista de bajas. Primero fue una versi¨®n modernizada de Caro mio ben (una m¨²sica indisociable asimismo de Janet Baker), donde por fin Craig Terry hizo lo que mejor sabe hacer: tocar sin partitura semiimprovisando sus propios arreglos. Canciones de Parisotti y Salvator Rosa, esta ¨²ltima interrumpida por un extempor¨¢neo ¡°Brava!¡± de un aficionado tan entusiasta como incontinente, experimentaron la misma metamorfosis (cronol¨®gicamente, la ordenaci¨®n del programa era un salto hacia delante y dos hacia atr¨¢s), pero fue en un tema cl¨¢sico de Duke Ellington (Solitude) y en una versi¨®n biling¨¹e, en franc¨¦s e ingl¨¦s, de La vie en rose, donde DiDonato y Terry se entendieron por fin a las mil maravillas, sin chistes innecesarios (las supuestas caras de sorpresa de la cantante cuando el pianista introduc¨ªa sus propias armon¨ªas en las piezas cl¨¢sicas y las acercaba al mundo de Tin Pan Alley) y con disfrute aut¨¦ntico por ambas partes.
Las propinas de rigor se sucedieron como manda la tradici¨®n, con la salvedad de que en la primera, Stardust, DiDonato no cant¨®, sino que se encarg¨® de tocar los bajos al piano al lado de Craig Terry. Luego, por aquello de infundir esperanza en medio de la pandemia y la actual glaciaci¨®n madrile?a, cant¨® Somewhere over the rainbow, de Harold Arlen. A continuaci¨®n, el aria de Cherubino Voi che sapete (las piruetas temporales, otra vez) y, para terminar, otro cl¨¢sico del American Songbook: I love a piano, de Irving Berlin. ¡°Madrid, te quiero mucho¡±, confesaba Di Donato llev¨¢ndose la mano al coraz¨®n, y el p¨²blico le correspond¨ªa generosamente su amor. Todo muy c¨¢lido y entra?able, pero luego hab¨ªa que volver a salir, eso s¨ª, a sortear el hielo y las ca¨ªdas.
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