La jaur¨ªa humana
Deborah Warner y Ivor Bolton, al frente de un reparto perfecto, repiten con ¡®Peter Grimes¡¯ el ¨¦xito avasallador que cosecharon hace cuatro a?os con ¡®Billy Budd¡¯
En Masa y poder, una exhaustiva taxonom¨ªa de las turbas y los colectivos humanos, Elias Canetti explica el funcionamiento de las que bautiza como ¡°masas de acoso¡± (Hetzmassen). Su objetivo es muy claro: ¡°La masa sale a matar y sabe a qui¨¦n quiere matar. Con decisi¨®n incomparable avanza hacia esa meta y es imposible escamote¨¢rsela. Basta con d¨¢rsela a conocer, basta con comunicar qui¨¦n debe morir para que se forme la masa. (...) Todos quieren participar, todos golpean. (...) Todos los brazos salen como de una misma criatura¡±. El Pr¨®logo de Peter Grimes, tal como lo ha imaginado Deborah Warner, parece una perfecta plasmaci¨®n visual de esta descripci¨®n. Los habitantes del Borough, armados con linternas que acent¨²an su apariencia espectral, acosan a Grimes, ovillado en el suelo y envuelto en una red de pesca a modo de s¨¢bana, que vive el interrogatorio inicial de la ¨®pera como una pesadilla en medio del sue?o, lo que lo sit¨²a en la estela del personaje original de George Crabbe, un rufi¨¢n propenso a los terrores nocturnos y a sufrir apariciones de sus antiguas v¨ªctimas. Una barca suspendida en lo alto refuerza la atm¨®sfera on¨ªrica y un sosias vestido igual que ¨¦l, que cae braceando desde el cielo como si estuviera ahog¨¢ndose, ejerce de presagio de su propio final. Por eso volveremos a verlo justo antes de caer el tel¨®n, cerrando el c¨ªrculo.
Peter Grimes
M¨²sica de Benjamin Britten. Allan Clayton, Maria Bengtsson, Christopher Purves, Jacques Imbrailo y John Graham-Hall, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Direcci¨®n musical: Ivor Bolton. Direcci¨®n de escena: Deborah Warner. Teatro Real, hasta el 10 de mayo.
Aunque conducido por Swallow, el juez de paz, algunos otros personajes van desfilando por el juicio con una m¨²sica que, por una vez, suena solemne y desprovista de su habitual aire farsesco. La masa semeja una mancha de aceite oscura, negruzca, m¨®vil, soberana, ingobernable, que va desparram¨¢ndose de un lado a otro del escenario con agilidad y precisi¨®n, las mismas virtudes que admiramos en los movimientos grupales del montaje de Billy Budd, fruto de una minuciosa coreograf¨ªa preparada ¨Dahora como entonces¨D por Kim Brandstrup. La afinaci¨®n exacta de Maria Bengtsson y Allan Clayton permite distinguir los cuatro sostenidos de ella (Ellen) y los cuatro bemoles de ¨¦l (Peter) en el extra?o d¨²o final, donde la ausencia de instrumentos sirve de met¨¢fora de la soledad absoluta de ambos, tanto en sus adentros como con respecto a la comunidad en que viven. Cuando, al final, Grimes hace suyos los cuatro sostenidos, su supuesta uni¨®n con Ellen se desvanece al cabo de siete ef¨ªmeros compases, que dan paso sin transici¨®n alguna al primero de los interludios.
Deborah Warner se toma el Pr¨®logo tan en serio, y es tal el genio teatral que despliega en unos pocos minutos, que luego resulta dif¨ªcil mantener ese mismo nivel. Quiz¨¢ no se consiga en todo momento, o no en la medida de su Billy Budd, pero tampoco cabe un solo reproche al planteamiento de la directora brit¨¢nica, a la que hay que elogiar por renunciar a cualquier lucimiento esc¨¦nico gratuito durante los seis famosos interludios, en los que deja que la m¨²sica acapare todo el protagonismo, con sus respectivos n¨²meros proyectados incluso a modo de cuaderno de bit¨¢cora para los espectadores menos avezados.
Solo al comienzo del tercer acto la proyecci¨®n del correspondiente r¨®tulo se ve precedida de una breve analepsis, cuando, situ¨¢ndonos al otro lado del escenario al final del segundo, vemos a Grimes cargando con el cad¨¢ver del ni?o envuelto en una red (como ¨¦l mismo al arrancar la ¨®pera). El escenario del drama es un lugar paup¨¦rrimo, inspirado en algunos pueblos miserables ¡ªque los hay¡ª de la costa suroriental inglesa, abatidos por el paro, el abandono y el azote inclemente del mar del Norte. Aparejos de pesca desvencijados y botellas y latas vac¨ªas revelan las dos principales ocupaciones de sus habitantes. Cuando se guarecen del temporal en la taberna ¡ªque vemos con la perspectiva invertida, como si estuvi¨¦ramos del lado de la barra en que se sirve a los clientes¡ª, Michael Levine nos ofrece una estancia destartalada, con antiguas decoraciones superpuestas, en la que la masa humana va cobrando poco a poco forma y densidad con cada nuevo embate de la tormenta, meteorol¨®gica y musical. El mar lo simboliza, casi como una abstracci¨®n, una gran pantalla fija, retroiluminada, en la que luces cambiantes y levemente irisadas reflejan su aspecto mutable e imprevisible: no es ni invasivo ni omnipresente, pero, al igual que el resto de la portentosa iluminaci¨®n, sirve para acompa?ar y acentuar el drama. Sobre ese mismo mar se proyecta, excepcionalmente, el r¨®tulo del ¨²ltimo de los interludios.
Grimes canta su primer mon¨®logo de cara a la puerta de la taberna, de espaldas a nosotros, como un animal enjaulado por sus captores y ajeno a la multitud que se api?a en el interior, pero imantando al mismo tiempo todas sus miradas, como si fuera el ¨²nico ser capaz de apaciguarlos y, a rengl¨®n seguido, de enervarlos, que es lo que sucede despu¨¦s del round tabernario (¡°Old Joe has gone fishing¡±), cuando el pescador vuelve a concitar todas las iras. Sus rudezas en el segundo acto no remiten a un hombre violento, menos a¨²n a un maltratador, sino que nacen de su propio sufrimiento interior, de su desubicaci¨®n emocional y social. Como es imposible no establecer mentalmente semejanzas entre esta producci¨®n y la de Billy Budd, que tantos justos premios ha granjeado al Teatro Real y a Deborah Warner, es obligado referirse a la m¨¢s significativa. Aunque el agua es el punto de conexi¨®n m¨¢s obvio entre ambos argumentos (entonces el ¡°mar infinito¡± convert¨ªa a un barco, el Indomitable, en una c¨¢rcel, mientras que ahora cerca, determina e influye decisivamente en las vidas de los habitantes del Borough) y la funci¨®n de las jarcias/barrotes de Billy Budd queda ahora en manos de las omnipresentes redes de pesca (que sirven sucesivamente de manta, almohada y ¡ªestremecedoramente¡ª mortaja), hay un detalle fugaz y aparentemente menor que, sin embargo, no puede pasar inadvertido, porque revela el alcance de la hondura psicol¨®gica que impregna las puestas en escena de la directora brit¨¢nica. En el momento culminante de Billy Budd, cuando el capit¨¢n Vere comunica al joven gaviero la sentencia del tribunal, Billy, a punto de desaparecer por la escotilla, y en la antesala de su muerte, hace exactamente el mismo gesto que vemos hacer ahora con Grimes a su aprendiz segundos antes de que el ni?o se despe?e y muera: posar la mano brevemente sobre su cabeza, a modo de la imposici¨®n de manos cat¨®lica para transmitir la gracia del Esp¨ªritu Santo. Billy perdona a su juez, al que luego bendecir¨¢ p¨²blicamente en el momento de su ejecuci¨®n; John (el ni?o aprendiz) exculpa ex ante al que todos van a considerar su verdugo, que act¨²a angustiado por la cercan¨ªa de la turba, por la ¡°masa de acoso¡± que avanza hacia su caba?a al son militar del tambor que toca Hobson de forma implacable. Es imposible decir m¨¢s con menos.
Como afirm¨® Britten, ¡°cuanto m¨¢s depravada es la sociedad, m¨¢s depravado es el individuo¡±. Sin embargo, ya desde el Pr¨®logo mismo, el compositor absuelve decididamente a Peter Grimes con su m¨²sica. Deborah Warner, a su vez, lo redime con su puesta en escena. El pescador que compone Allan Clayton en un ejercicio actoral sobresaliente (el tenor ingl¨¦s se consagr¨® en 2017 encarnando en Glyndebourne al protagonista de la ¨®pera Hamlet, de Brett Dean) es un hombre lleno de heridas, sufriente, melanc¨®lico, en absoluto brutal o belicoso. Desde la pesadilla inicial, parece barruntar el tr¨¢gico desenlace y nada indica que vaya a luchar para cambiar su signo. No incide tampoco Warner en la posible homosexualidad de Grimes para explicar la animadversi¨®n de sus vecinos, pero tampoco la descarta: ni sus palabras ni sus acciones demuestran un excesivo apego por Ellen, m¨¢s una tabla de salvaci¨®n, una madre putativa, que una verdadera amante. Clayton aprovecha sus contadas intervenciones (en el juicio, en su d¨²o con Balstrode, en el mon¨®logo estelar, en los momentos previos a la muerte del ni?o, en la escena de la locura final, mucho m¨¢s comedida de lo habitual, pero tan o m¨¢s intensa) para llenar de musicalidad y desamparo a su personaje. Por edad, por aspecto f¨ªsico, por idoneidad vocal, por empat¨ªa, por credibilidad, su Grimes nace llamado a marcar una ¨¦poca y consigue ir mucho m¨¢s all¨¢ de la cl¨¢sica dicotom¨ªa (¡°ni h¨¦roe ni villano¡±) formulada en su d¨ªa por Peter Pears, su primer int¨¦rprete.
En una ¨®pera esencialmente coral como Peter Grimes, llama poderosamente la atenci¨®n la excepcional calidad de absolutamente todo el reparto. Tres reveladores botones de muestra: John Graham-Hall, que cant¨® en el Real el exigent¨ªsimo papel de Aron en Moses und Aron de Sch?nberg (y que fue Aschenbach en el montaje de Death in Venice que Deborah Warner dirigi¨® en la English National Opera), tiene confiado ahora el modesto papel de Bob Boles, el intransigente pastor metodista que empu?a en la primera escena una pancarta en la que se lee: ¡°El Se?or es Nuestro Salvador¡±. Jacques Imbrailo, el memorable Billy Budd de hace cuatro a?os, es ahora Ned Keene, el boticario y curandero, otro personaje menor. Y Christopher Purves, que cant¨® en el estreno de Written on Skin de George Benjamin en Aix-en-Provence (y en la versi¨®n de concierto dirigida por el compositor que ofreci¨® el Teatro Real en 2016), es un capit¨¢n Balstrode de enorme entidad vocal y actoral. Tener al espl¨¦ndido tenor James Gilchrist cantando el personaje del p¨¢rroco es otro lujo casi inconcebible, y as¨ª hasta cubrir la totalidad del reparto, en el que debe destacarse la excepcional Ellen que nos regala Maria Bengtsson. Con una actuaci¨®n llena de matices y una voz no muy grande, pero s¨ª de gran belleza y expresividad, la soprano sueca transmite a la perfecci¨®n la dulzura doblemente maternal (hacia Grimes y hacia el ni?o) de la maestra de escuela, v¨ªctima a su vez, por contagio o por ¨®smosis, de la furia del pueblo en el segundo acto por el solo hecho de respaldar a un Grimes que ellos han decidido ya excluir de la comunidad: apoyar al paria, al asesino, al monigote que empu?an en lo alto de un palo en el tercer acto para lincharlo, para destruirlo, la convierte en un ser igualmente despreciable. Imposible, por ¨²ltimo, no destacar la excelente actuaci¨®n de Clive Bayley como un Swallow hip¨®crita y de gran empaque vocal.
La direcci¨®n musical de Ivor Bolton nace muy pegada a la poderosa concepci¨®n esc¨¦nica de Deborah Warner y peca quiz¨¢ de conservadora, primando el control sobre el desafuero ocasional. Se decanta abiertamente por los tempi moderados, ya desde el Pr¨®logo, huye de los excesos f¨¢ciles a los que puede dar pie la partitura y solo decide cargar las tintas en los momentos en que la masa hace valer su ley con la m¨¢xima crueldad. Despu¨¦s de que la calidad se resintiera en Siegfried y Norma, el brit¨¢nico logra que la orquesta ¡ªsu orquesta¡ª vuelva a rendir a su mejor nivel, con una perfecta planificaci¨®n de planos sonoros, una conjunci¨®n permanente con cuanto acontece sobre el escenario y extraordinarias intervenciones individuales de la flautista Aniela Frey (que ya brill¨® en Billy Budd y vuelve a hacerlo ahora con fuerza), el obo¨ªsta Cayetano Casta?o, la arpista Mickaele Granados, el trompetista Francesc Castell¨®, el tuba Ismael Cantos (perfecta su sirena de niebla tocada fuera de escena) y la violista Ewelina Bielarczyk, que bord¨® sus solos al comienzo de la Passacaglia y al final del segundo acto.
El coro tampoco defrauda y, aun con las preceptivas mascarillas y menos cantantes de los que tendr¨ªa en otras circunstancias, se entrega a la causa de dar vida y voz amedrentadora a ese enemigo monstruoso que no ceja hasta llevar a cabo lo que Elias Canetti llama una ¡°ejecuci¨®n colectiva¡± (Zusammen-T?ten). Cuando, en la ¨²ltima escena, todos los habitantes del Borough no pueden hacer otra cosa que mirar fijamente el mar, el crimen, por indirecto que sea, ya se ha consumado. Sus ¨²ltimos versos, cantados casi como si se tratara de un himno eclesi¨¢stico, remedando su intervenci¨®n inicial en el primer acto, parecen querer derivar la responsabilidad del crimen hacia el mar ¡°hondo y terrible¡±, pero a estas alturas, despu¨¦s de lo visto y o¨ªdo, ya nadie puede dudar de su miseria y bajeza moral. Salimos del teatro cabizbajos, acongojados, prueba de que el mensaje de Britten mantiene intacta su vigencia y raz¨®n de m¨¢s para no perderse de ninguna manera este soberbio espect¨¢culo, aplaudido con entusiasmo por el normalmente poco generoso p¨²blico del estreno, y tan solo afeado en demasiadas ocasiones por el habitual cat¨¢logo de errores, omisiones e invenciones en los sobret¨ªtulos. Hemos podido disfrutarlo, eso s¨ª, y de qu¨¦ forma, pese a las zancadillas y los malos ag¨¹eros de tirios y troyanos. Como ya sucediera con Billy Budd, este nuevo montaje se da a conocer en el Teatro Real y ser¨¢n otras grandes capitales europeas (Londres, Par¨ªs, Roma) las que, como coproductoras, recoger¨¢n el testigo de Madrid, y no viceversa. Todas se estremecer¨¢n por igual al ver c¨®mo el desdichado Peter Grimes sucumbe a este juego macabro y mortal: tocado y hundido.
Babelia
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