Muerte y transfiguraci¨®n en la ?pera de M¨²nich
El director de orquesta Stefan Solt¨¦sz sufre un infarto mientras dirige el final del primer acto de ¡®La mujer silenciosa¡¯ de Richard Strauss y fallece poco despu¨¦s
Quien estuviera en M¨²nich esta semana ten¨ªa la posibilidad de disfrutar de la rara oportunidad de escuchar en d¨ªas consecutivos ¡ªjueves, viernes y s¨¢bado¡ª tres grandes ¨®peras de Richard Strauss, nacido en esta ciudad en 1864, y no cualesquiera: El caballero de la rosa, el mayor ¨¦xito quiz¨¢ de toda su carrera y su primera colaboraci¨®n real con Hugo von Hofmannsthal, puesto que Elektra ya exist¨ªa como obra teatral antes de que el escritor la convirtiera en libreto de ¨®pera; La mujer silenciosa, que supuso el comienzo ¡ªy el final¡ª de su relaci¨®n art¨ªstica con Stefan Zweig (Acantilado acaba de publicar la correspondencia entre ambos), llamado originalmente a convertirse en el sucesor de Hofmannsthal; y Capriccio, la ¨²ltima ¨®pera de Richard Strauss, compuesta en plena Segunda Guerra Mundial, con un libreto escrito por el propio compositor junto con el director de orquesta Clemens Krauss y que parec¨ªa dar conscientemente la espalda a lo que estaba sucediendo entonces en Europa. Para quien pueda alargar su estancia en la capital b¨¢vara, a¨²n podr¨ªa admirar los d¨ªas 28 y 31 de este mes otra cima ideada durante la Primera Guerra Mundial por la pareja Strauss-Hofmannsthal, lo m¨¢s parecido al binomio Mozart-Da Ponte que ha conocido el siglo XX: La mujer sin sombra.
Sin embargo, la semana no ha dejado de deparar contratiempos de todo tipo. El mi¨¦rcoles, las cancelaciones inmediatamente antes e incluso durante la representaci¨®n de La nariz, de Dmitri Shostak¨®vich. El jueves, la b¨²squeda in extremis de un sustituto para cantar el personaje de Ochs auf Lerchenau de El caballero de la rosa, cuya excepcional puesta en escena de Barrie Kosky pudo hacerse realidad gracias a la llegada a M¨²nich pocas horas antes de que se alzara el tel¨®n del bajo austr¨ªaco G¨¹nther Groissb?ck. El viernes, La mujer silenciosa iba a permitir ver otro espect¨¢culo del director australiano, estrenado en M¨²nich en 2010 y ya comentado en EL PA?S en enero de este mismo a?o. En esta tercera cita, y costaba creerlo, Tillmann Wiegand, apaciblemente sentado en el palco del proscenio del segundo piso, no sali¨® a anunciar, como en d¨ªas anteriores, ning¨²n cambio, ning¨²n contagio, ninguna sustituci¨®n, ninguna mala noticia. Y, sin embargo, poco m¨¢s de una hora despu¨¦s, sucedi¨® lo m¨¢s imprevisible, lo peor: ya iniciado el brillante octeto final del primer acto, que pone en marcha el barbero con la pregunta ¡°Seid ihr bereit?¡± (¡°?Est¨¢is preparados?¡±) a todos los que van a participar en los preparativos de la boda ficticia de Sir Morosus con Aminta, y a menos de un minuto del comienzo del primer intermedio, se oy¨® un fuerte golpe en el foso, la orquesta dej¨® de tocar de inmediato y varios de los cantantes que estaban en primera fila abandonaron el escenario despavoridos. Nadie puede estar preparado para algo as¨ª.
Siguieron momentos de enorme confusi¨®n y se pidi¨® al p¨²blico que abandonara la sala. Se vio c¨®mo varias personas entraban al foso para atender a alguien que estaba tendido en el suelo. El director musical de la representaci¨®n, el austr¨ªaco Stefan Solt¨¦sz, hab¨ªa sufrido un infarto y estaba siendo atendido de urgencia por los equipos m¨¦dicos del teatro. Trasladado al hospital, muri¨® pocos minutos despu¨¦s. Y, mientras recog¨ªan las partituras de la orquesta en los atriles del foso, Tillmann Wiegand, despu¨¦s de una larga espera sin ninguna informaci¨®n precisa, con todo tipo de rumores y versiones circulando por los pasillos, hubo de salir de nuevo al escenario a comunicar escuetamente al p¨²blico lo sucedido, aunque para entonces no se hab¨ªa producido a¨²n el fallecimiento. La representaci¨®n se suspendi¨®, por supuesto, y m¨¢s de uno debi¨® de recordar en ese momento otros dos infartos c¨¦lebres en este mismo Nationaltheater de M¨²nich: el de Felix Mottl en 1911, que muri¨® muy pocos d¨ªas despu¨¦s, y el de Joseph Keilberth ¡ªque qued¨® sin vida en el foso¡ª en 1968. Ambas muertes se produjeron tambi¨¦n en el mes de julio, como ahora, y los dos estaban dirigiendo la misma obra: Tristan und Isolde. Mottl celebraba ese d¨ªa su cent¨¦sima representaci¨®n como director musical del drama de Wagner.
Antes de que se alzara el tel¨®n el s¨¢bado por la tarde en el Prinzregententheater, Serge Dorny, intendente de la ?pera Estatal de Baviera, ley¨® un emotivo mensaje en el que record¨® a Stefan Solt¨¦sz, su condici¨®n de honesto Kapellmeister en el m¨¢s noble sentido del t¨¦rmino, su amor por la claridad y la precisi¨®n, su respeto inquebrantable tanto por el compositor como por los m¨²sicos con que trabajaba. Como la obra programada esa tarde era Capriccio, Dorny se?al¨® que, en la dicotom¨ªa que aborda la ¨®pera de Strauss, el director reci¨¦n fallecido hab¨ªa tenido siempre muy clara su opci¨®n: prima la musica. En lugar de reclamar un minuto de silencio, y dado que el d¨ªa anterior no hab¨ªa tenido la oportunidad de ver recompensado su trabajo al final de la representaci¨®n, pidi¨® al p¨²blico un largo aplauso en recuerdo a Solt¨¦sz y como homenaje a su figura, que ¨¦l mismo inici¨®. Y con ese nudo en la garganta colectivo empez¨® a sonar en el foso el nost¨¢lgico sexteto de cuerda que hace las veces de introducci¨®n instrumental de Capriccio.
Cuesta comprender c¨®mo Strauss pudo componer, mientras Europa sufr¨ªa el peor episodio de barbarie y destrucci¨®n que ha conocido la historia, una ¨®pera como Capriccio, salvo que se parta del supuesto de que ¨¦l, un ateo convencido instalado en una realidad paralela, se ten¨ªa por el sumo sacerdote del arte musical alem¨¢n (el ¡°sagrado¡± arte musical alem¨¢n, habr¨ªa a?adido Wagner), al que nada ni nadie (Hitler incluido) pod¨ªa apartar de su alta misi¨®n en su torre de marfil de Garmisch. Dos hermanos arist¨®cratas, una actriz, un compositor, un poeta y un director de teatro hablan incansablemente sobre m¨²sica, poes¨ªa y teatro, sobre la posible primac¨ªa de una de las dos primeras, sobre la fusi¨®n de ambas, sobre c¨®mo representar esta uni¨®n. En el montaje de David Marton no se encuentran en ¡°un palacete cerca de Par¨ªs, en la ¨¦poca en que Gluck comenz¨® all¨ª su reforma de la ¨®pera¡± ¡ª¡±en torno a 1775¡å, especifica el libreto¡ª, sino en el interior del Nationaltheater de M¨²nich, donde se estren¨® Capriccio el 28 de octubre de 1942, en plena batalla de Stalingrado y pocos meses despu¨¦s del suicidio del jud¨ªo Stefan Zweig en Petr¨®polis. Lo que vemos es una perspectiva lateral que nos revela parte del patio de butacas, del escenario (y lo que hay debajo de ¨¦l, normalmente oculto), de los palcos y del foso de la orquesta: un perfecto corte transversal de diversos espacios en los que ir¨¢n movi¨¦ndose o de los que emerger¨¢n los distintos personajes a lo largo de la ¨®pera.
La transici¨®n, as¨ª requerida expl¨ªcitamente por Strauss y Krauss, del sexteto tocado en el foso real del Pringregententheater al que interpretan otros seis instrumentistas de cuerda en el falso foso que forma parte de la escenograf¨ªa, es quiz¨¢s el mayor logro de la representaci¨®n. Que dos sextetos diferentes toquen pr¨¢cticamente la misma m¨²sica en dos ubicaciones distintas es la clave para entender algo crucial, pero que el espectador solo acierta a comprender mucho despu¨¦s: que la ¨®pera que habr¨¢n de crear el poeta, Olivier, y el compositor, Flamand, para celebrar el cumplea?os de la Condesa, y cuyo final habr¨¢ de decidir ella misma antes de las once de la ma?ana del d¨ªa siguiente, es justamente aquella que estamos escuchando, en una s¨²bita confluencia de pasado, futuro y presente. La Roche, el director de escena, ya anticipa en la novena escena que ¡°representar algo as¨ª es un verdadero problema¡±, mientras que Olivier se apresta a formular con dos palabras la principal cr¨ªtica de que ha sido objeto Capriccio cuando afirma que convertir en ¨®pera las disquisiciones te¨®ricas que venimos escuchando desde el principio entra?ar¨ªa ¡°poca acci¨®n¡±.
Marton nos presenta, por tanto, una perfecta plasmaci¨®n de un teatro dentro de un teatro en una obra concebida como una ¨®pera dentro de una ¨®pera: Capriccio es, de hecho, la meta¨®pera por antonomasia. Hay que sobreentender que el director h¨²ngaro decide trasladar la acci¨®n a la ¨¦poca del estreno, al Nationaltheater que pocos meses despu¨¦s quedar¨ªa destruido por los bombardeos aliados (como gran parte de M¨²nich) y que apenas unas horas antes hab¨ªa sido el escenario de la tr¨¢gica muerte de Stefan Solt¨¦sz. Ver representada Capriccio en el momento de su estreno real en 1942 podr¨ªa a?adir mordiente y Marton parece intentar hacerlo inventando dos leves subtramas protagonizadas por tres bailarinas de diferentes edades (ni?a, joven, adulta, sosias todas ellas de la Condesa) y convirtiendo a Monsieur Taupe, el apuntador, el topo dormido te¨®ricamente durante casi toda la ¨®pera y que tiene tan solo una breve aparici¨®n estelar al final, en lo que se dir¨ªa, quiz¨¢s, un polic¨ªa o esp¨ªa nazi que, casi siempre agazapado, va tomando buena nota de ¡°las vidas de los otros¡±, de lo que hacen y hablan el resto de los personajes. La transformaci¨®n, tras un biombo, de las bailarinas, desprovistas de su ropa de ballet, en lo que parecen ser tres jud¨ªas camino de un campo de concentraci¨®n apunta asimismo en esa direcci¨®n. Pero las pistas son tan pocas y, sobre todo, sus consecuencias dramat¨²rgicas son tan insignificantes y, al final, tan inconsecuentes, que la idea de Marton, si es que es eso lo que realmente quer¨ªa mostrarnos, queda condenada a la irrelevancia.
Musicalmente, la representaci¨®n brill¨® a un alto nivel. Dos de los cantantes que hab¨ªan estrenado en 2010 la producci¨®n de La mujer silenciosa en este mismo teatro, Diana Damrau y Toby Spence, encarnaban ahora a la Condesa Madeleine y a Monsieur Taupe. La soprano b¨¢vara no posee la voz ideal para transmitir todos los matices de la arist¨®crata, porque su voz, aunque ha ganado en cuerpo, sigue siendo demasiado ligera. Pero es una cantante tan extraordinaria, tan natural, con una t¨¦cnica tan poderosa, tan musical, que ni un solo comp¨¢s parece presentarle serias dificultades, tampoco en su extenso ¡ªy extraordinario¡ª mon¨®logo final, uno de los logros mayores de Richard Strauss. Tampoco es Damrau la mejor de las actrices y a su Madeleine le faltan poso y complejidad, algo que s¨ª sabe transmitir, en cambio, el excelente actor que es Toby Spence (recordemos su capit¨¢n Veer en el Billy Budd de Deborah Warner en el Teatro Real), tambi¨¦n irrreprochable en su leve cometido vocal.
En el resto del reparto destac¨® el magn¨ªfico Conde de Michael Nagy, con la voz ideal para un personaje con el que sabe tambi¨¦n identificarse plenamente: un diletante enamorado de Clairon, pero siempre fiel a su condici¨®n aristocr¨¢tica. El compositor Flamand recibe tambi¨¦n una perfecta encarnaci¨®n por parte de Pavol Breslik, otra elecci¨®n vocal irreprochable y absolutamente cre¨ªble en la pasi¨®n irresistible que siente por la Condesa. Su contrincante natural, Vito Priante, aunque hace gala de su extrema profesionalidad habitual, es un cantante que raramente consigue emocionar o cautivar: todo lo hace bien, incluida la dicci¨®n alemana de sus largas peroraciones, pero queda un par de escalones por debajo de sus compa?eros. Kristinn Sigmundsson confiere autoridad y experiencia a La Roche, aunque reserv¨® sus mejores esencias para su larga proclama est¨¦tica de la novena escena, desgraciadamente acortada en esta producci¨®n (hay otros cortes aqu¨ª y all¨¢ igual de poco justificables). Tanja Ariane Baumgartner, con un timbre poco grato y cierta tendencia a la sobreactuaci¨®n (no siempre incompatible con su personaje), marca el nivel m¨¢s flojo de un reparto en general muy bien elegido y que rinde a un alt¨ªsimo nivel tanto individual como colectivamente.
Sorprendi¨® la presencia de tan solo siete criados (en vez de los ocho prescritos en libreto y partitura) en la und¨¦cima escena, lo que invita a pensar en otro problema de ¨²ltima hora que esta vez se prefiri¨® ni siquiera anunciar. Tampoco dirigi¨® Lothar Koenigs, como estaba previsto, sino Leo Hussain, que tuvo una prestaci¨®n absolutamente irreprochable, m¨¢s a¨²n si se trat¨®, como cabe conjeturar, de una sustituci¨®n de ¨²ltimo momento. La extraordinaria orquesta de la ?pera Estatal de Baviera volvi¨® a ratificar que lleva la m¨²sica de Strauss en sus venas y se convirti¨® en coprotagonista absoluta de una representaci¨®n en la que todo cuanto sal¨ªa del foso (el real, no el ficticio) ten¨ªa el m¨¢ximo inter¨¦s y un colorido en permanente metamorfosis. A quien le parecieran aburridas las largas teorizaciones de los personajes, no necesitaba m¨¢s que escuchar la sabidur¨ªa con que Hussain manej¨® la orquesta y resalt¨® en todo momento los motivos principales ideados por Strauss para que el tedio desapareciera de un plumazo. Los grandes octetos fueron un prodigio de conjunci¨®n y el brit¨¢nico consigui¨® dejar claro, en el supuesto de que alguien se atreva a dudarlo, que el viejo Strauss nos regal¨® aqu¨ª una de sus m¨¢s sabias lecciones de orquestaci¨®n.
No tiene sentido introducir un descanso en Capriccio, concebida para representarse de un tir¨®n y no como una conversatio interrupta, como tampoco parecen justificables los bruscos silencios que introduce Marton en varios momentos de la representaci¨®n, rompiendo asimismo el flujo conversacional querido por Strauss. El intermedio nos priva, adem¨¢s, del momento en que la condesa ordena que se sirva el chocolate de la merienda, uno de los diversos gui?os que contiene Capriccio en homenaje a El caballero de la rosa. Y tampoco es justificable repetir al comienzo de la segunda parte la misma m¨²sica instrumental con que se hab¨ªa cerrado la primera: mucho mejor no hacer ning¨²n intermedio y evitarse este absurdo da capo.
Es literalmente imposible apartar de la memoria la puesta en escena de Christof Loy en el Teatro Real de Madrid, posiblemente la plasmaci¨®n esc¨¦nica m¨¢s perfecta, sutil y compleja de Capriccio que quepa imaginar: all¨ª s¨ª que funcionaron las ¡°tres edades¡± de Madeleine, no como aqu¨ª, con la reaparici¨®n de las tres bailarinas al final del mon¨®logo de la Condesa, que se inicia, por cierto, con una de esas autocitas tan del gusto de Strauss, en este caso de la larga introducci¨®n pian¨ªstica de la octava canci¨®n de su ciclo Kr?merspiegel (1918), un ataque sin piedad a los editores y una art¨ªstica defensa de los derechos de autor: al compositor de Salome nada estrictamente cremat¨ªstico le era ajeno. El texto de la canci¨®n, de Alfred Kerr, pon¨ªa f¨¢cil la cita de su poema sinf¨®nico: ¡°El arte se ve amenazado por los comerciantes, / y luego, ?maldita la gracia!, / a la m¨²sica le dan muerte, / y a ellos mismos la transfiguraci¨®n¡±. Pero ambos sustantivos se revest¨ªan ahora, inevitablemente, y por tantos motivos, de una resonancia a?adida. La misma melod¨ªa de la canci¨®n hab¨ªa hecho ya su aparici¨®n poco antes, solo al alcance de los o¨ªdos muy atentos y acompa?ando una reveladora frase del Conde: ¡°La ¨®pera es una cosa absurda¡±.
Olvidando aquel milagro ¨²nico operado por Christof Loy y un grupo de cantantes perfectamente elegidos, este ha sido un Capriccio m¨¢s que estimable, vocalmente sobresaliente casi siempre, y muchos de los presentes debieron de escucharlo con la sensibilidad oper¨ªstica muy acentuada tras el impacto emocional de lo vivido la tarde anterior en el Nationaltheater, una experiencia imposible de describir con palabras. En semejante trance, y haciendo nuestra la pregunta que deja Madeleine al final flotando en el aire en el cierre de su mon¨®logo, ?existe acaso alguna frase que no sea trivial?
Babelia
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