¡®Peter Grimes¡¯ alza tambi¨¦n en M¨²nich su voz contra la guerra
La ?pera Estatal de Baviera estrena una nueva producci¨®n de la obra de Britten en la que el director de escena Stefan Herheim prodiga casi en igual medida aciertos y errores
Antes de que se iniciara la representaci¨®n el domingo a las seis de la tarde, se hicieron dos anuncios sobre el escenario. El primero, para informar de que gran parte del equipo esc¨¦nico, encabezado por el noruego Stefan Herheim, acababa de dar positivo por coronavirus, por lo que no se encontraba en el teatro y, en consecuencia, no podr¨ªa salir al final a recibir el juicio del p¨²blico. Asimismo, absolutamente in extremis, el tenor Thomas Ebenstein hab¨ªa sustituido al anunciado Kevin Conners, tambi¨¦n contagiado dos d¨ªas antes, como Bob Boles, el pescador metodista. A continuaci¨®n, Serge Dorny, el intendente del teatro, ley¨® una declaraci¨®n institucional condenando la invasi¨®n rusa de Ucrania, que finaliz¨® con todo el p¨²blico puesto en pie mientras la orquesta tocaba en el foso el himno de la Uni¨®n Europea: como se sabe, una versi¨®n comprimid¨ªsima del cuarto movimiento de la Novena Sinfon¨ªa de Beethoven, un canto a la fraternidad universal, profanada y hecha a?icos en estos d¨ªas. Una vez terminado, no hubo aplausos, sino un silencio respetuoso y angustiado a la vez.
Pocas horas antes, en la ma?ana del domingo, Daniel Barenboim hab¨ªa dirigido en la Staatsoper de Berl¨ªn un concierto por la paz en Ucrania, que se iniciaba con la interpretaci¨®n de su himno nacional por la orquesta y el coro del teatro. Entre el p¨²blico se encontraban el canciller federal Olaf Scholz y la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde. Tambi¨¦n all¨ª Matthias Schulz y Daniel Barenboim, cuyos abuelos ¡ªrecord¨® el pianista y director argentino¡ª eran jud¨ªos ucranios y bielorrusos, condenaron la barbarie y reclamaron la paz antes de que sonaran la Sinfon¨ªa ¡®Incompleta¡¯ de Schubert y la Sinfon¨ªa ¡®Heroica¡¯ de Beethoven, esta ¨²ltima nacida en otra ¨¦poca turbulenta y nada fraternal para Europa.
El estreno de esta nueva producci¨®n de Peter Grimes estaba programado originalmente en la ?pera Estatal de Baviera de M¨²nich el pasado lunes, pero hubo de posponerse al domingo por una incontrolable cadena de contagios de covid-19 entre el equipo art¨ªstico. As¨ª las cosas, cuando empez¨® a sonar el Pr¨®logo, la m¨²sica llegaba con una fort¨ªsima carga emocional, afectada indefectiblemente por el virus que ha cambiado nuestras vidas en los dos ¨²ltimos a?os y por el infierno b¨¦lico que no ha hecho m¨¢s que empezar. Adem¨¢s, Peter Grimes no es cualquier ¨®pera. Se estren¨® en el Sadler¡¯s Wells Theatre de Londres, el 7 de junio de 1945, un mes despu¨¦s del final de la Segunda Guerra Mundial en Europa y de que los londinenses salieran en tromba a las calles para celebrar la derrota alemana. Durante buena parte de la contienda, ese mismo teatro hab¨ªa servido de refugio para aquellas personas cuyas casas hab¨ªan sido destruidas por las bombas alemanas. M¨²nich, por su parte, sabe tambi¨¦n lo que es padecer en carne propia los bombardeos a¨¦reos enemigos que destruyen en pocos minutos, como est¨¢ sucediendo en muchas ciudades ucranias, un perfil urbano cincelado a fuego lento durante siglos.
Luego est¨¢, tambi¨¦n, la intrahistoria de su gestaci¨®n. Benjamin Britten, que decidi¨® instalarse en Estados Unidos poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, volvi¨® en 1942 a su pa¨ªs, donde hab¨ªa sido tildado de desertor y cosas peores por sus compatriotas, para componer justamente Peter Grimes, una historia ambientada a pocos kil¨®metros de su lugar de nacimiento en la costa de Suffolk, pero que ¨¦l ley¨® y conoci¨® durante una estancia en California. En el barco que los trajo de vuelta a Europa, ¨¦l y Peter Pears fueron dando forma al esqueleto del libreto. Nada m¨¢s llegar a Gran Breta?a, Britten se neg¨® a empu?ar arma alguna, ofreci¨¦ndose, como objetor de conciencia, a ayudar a su pa¨ªs de cualquier otra forma. En su declaraci¨®n ante el tribunal para justificar su objeci¨®n, confes¨®: ¡°Dado que creo que en toda persona alienta el esp¨ªritu de Dios, no puedo destruir, y siento que mi obligaci¨®n consiste en evitar ayudar a destruir vidas humanas en la medida de mis capacidades, por fuerte que pueda ser mi desacuerdo con las acciones o las ideas de una persona. Toda mi vida ha estado dedicada a actos de creaci¨®n (mi profesi¨®n es la de compositor) y no puedo participar en actos de destrucci¨®n¡±.
Todo lo relacionado con Peter Grimes se reviste estos d¨ªas de una extra?a vigencia, m¨¢s a¨²n si recordamos lo que escribi¨® el gran cr¨ªtico literario estadounidense Edmund Wilson, que asisti¨® en julio de 1945 en Londres a una de las primeras representaciones de la ¨®pera, en el curso de un viaje por Europa con objeto de escribir una serie de art¨ªculos para The New Yorker en la primavera y el verano de aquel a?o.
Ampliados luego en forma de libro con el t¨ªtulo de Europa sin Baedeker (en referencia a las famosas gu¨ªas de viaje alemanas) y el muy significativo subt¨ªtulo de Apuntes entre las ruinas de Italia, Grecia e Inglaterra, son un testimonio de primera mano de las profundas heridas que hab¨ªa dejado la larga contienda en los tres pa¨ªses. Wilson fue a ver Peter Grimes cargado de escepticismo, pero supo percibir todas sus fortalezas y, sobre todo, relacionar la nueva obra con aquel tiempo excepcional: ¡°Esta ¨®pera no pod¨ªa haberse escrito en ninguna otra ¨¦poca y es una de las pocas obras de arte que, hasta el momento, me parece que ha hablado por la ciega angustia, por los rencores llenos de odio y el deseo de destrucci¨®n de estos a?os terribles¡±. Ve en la obra ¡°la cr¨®nica de un impulso de perseguir y matar que se ha convertido en una compulsi¨®n obsesiva¡± y admite haber establecido inicialmente una identificaci¨®n entre Peter Grimes y Alemania. Sin embargo, al final, ¡°cuando la ¨®pera ha terminado ¡ªo cuando ella ha acabado contigo¡ª, has decidido que Peter Grimes es todas las bombas, las ametralladoras, las minas, los torpedos que atacan por sorpresa a la humanidad. (...) Durante las ¨²ltimas escenas sientes que la turba que se abalanza gritando para castigar a Peter Grimes es tan s¨¢dica como ¨¦l¡±. Cuando, como le pide el capit¨¢n Balstrode, el marinero se dirige a alta mar para ahogarse y poner fin a la pesadilla, ¡°sientes que est¨¢s en la misma barca que Grimes¡±.
Stefan Herheim dise?¨® su producci¨®n, por supuesto, sin imaginar siquiera que iba a estrenarse en las circunstancias actuales. Peter Grimes es acosado y, en ¨²ltima instancia, destruido por sus vecinos, de la misma manera que Ucrania est¨¢ siendo perseguida y arrasada por el suyo. Ya desde el comienzo mismo, el director noruego decide otorgar un protagonismo inusitado al Borough, el pueblo costero en que se desarrollan los hechos. En un escenario ¨²nico, un peque?o teatro local que podr¨ªa ser un remedo involuntario del Jubilee Hall de Aldeburgh y cuya forma recuerda al casco invertido de un barco, empiezan a congregarse poco a poco, con las luces de la sala a¨²n encendidas, los habitantes del pueblo: la orquesta no ha empezado a tocar. Imaginamos por su aspecto qui¨¦nes son algunos de los futuros protagonistas: el abogado Swallow, el farmac¨¦utico Ned Keene, el pescador metodista Bob Boles, la tabernera Auntie y sus dos supuestas sobrinas (las prostitutas del pueblo), el carretero Hobson, el capit¨¢n Balstrode, la maestra de escuela Ellen Orford, la viuda Mrs. Sedley. Van entrando todos progresivamente, tambi¨¦n muchos pescadores, mientras, a trav¨¦s de un gran ventanal, solo se oye el sonido del mar y los graznidos de las gaviotas. Cuando hace su aparici¨®n Peter Grimes, todos se api?an en el extremo contrario, apart¨¢ndose bruscamente de quien se dir¨ªa un apestado. A¨²n no ha dado comienzo el juicio, o audiencia, presidido por Swallow, pero el pueblo ya ha dictado su sentencia: culpable. Lo que va a desarrollarse a continuaci¨®n es un mero formalismo: sea cual sea la decisi¨®n, los rumores ya no se acallar¨¢n y Grimes ser¨¢ visto por todos, o casi todos, como el asesino de un nuevo aprendiz y, quiz¨¢, culpable tambi¨¦n de otros delitos (sexuales) nefandos. Pase lo que pase, no podr¨¢ desembarazarse de los estigmas con que han decidido marcarlo para siempre.
Ya comenzado el Pr¨®logo, Swallow se muestra intimidatorio e incluso burl¨®n. Grimes, por el contrario, parece casi un hombre apocado. Se trata, sin embargo, de una falsa impresi¨®n, porque Herheim no oculta m¨¢s tarde que el pescador es, sin duda, un hombre violento, rudo, tosco, propenso a los malos modales y a perder los nervios con facilidad. En la primera escena, durante su di¨¢logo con Balstrode, forcejea con ¨¦l y lo tira al suelo, la misma suerte que correr¨¢ poco despu¨¦s Bob Boles (que a su vez derribar¨¢ al p¨¢rroco) en la taberna, ya en el segundo acto, y Ellen Orford cuando discute con Peter fuera de la iglesia: Grimes no disimula ser lo que no es, pero la violencia est¨¢ en el aire y ¨¦l no es el ¨²nico que la practica. M¨¢s que personajes concretos, a Herheim le interesan por encima de todo los habitantes del pueblo como colectivo: han puesto a su vecino en su punto de mira y, se?al¨¢ndolo repetidamente con el dedo, al un¨ªsono, no van a parar hasta destruirlo. Los vecinos del Borough llenan el escenario aun cuando, por pura l¨®gica dramat¨²rgica, deber¨ªan estar ausentes: es como si no pudiera ocult¨¢rseles nada de cuanto hace, dice o piensa el protagonista.
La ¨®pera original bascula, sin embargo, entre momentos intimistas (Grimes y Balstrode, Grimes y Ellen, Grimes y el aprendiz) y escenas colectivas, en las que opera el monstruo multic¨¦falo y sanguinario que, en su extraordinario ensayo Masa y poder, Elias Canetti llama ¡°masas de acoso¡±: ¡°La masa sale a matar y sabe a qui¨¦n quiere matar. Con decisi¨®n incomparable avanza hacia esa meta, y es imposible escamote¨¢rsela. Basta con d¨¢rsela a conocer, basta con comunicar qui¨¦n debe morir para que se forme la masa¡±. El pueblo debe estar necesariamente en la escena de la taberna del primer acto, o en la ceremonia religiosa del segundo, o cuando se encamina al linchamiento definitivo en el tercero, pero, como si todos ¡ªpersonajes y espectadores¡ª estuvi¨¦ramos asistiendo a una representaci¨®n de la Pasi¨®n y Muerte de Peter Grimes, Herheim reserva tambi¨¦n a los primeros una posici¨®n de testigos preferentes al final de la ceremonia religiosa (cuando todos vuelven la mirada hacia el proscenio, donde est¨¢n Peter y Ellen con el ni?o) o, lo que es a¨²n m¨¢s nocivo, en la escena de la muerte del aprendiz, que deber¨ªa desarrollarse en la intimidad de la humild¨ªsima caba?a del protagonista: ¡°?Casa, a eso llamas casa?¡±, grita indignado el coro a Ellen al final del primer acto.
El noruego prefiere presentar, en cambio, el cl¨ªmax de la ¨®pera casi como una farsa, como una representaci¨®n colegial, con Grimes instalado en un modest¨ªsimo decorado que parece sacado de una funci¨®n colegial de fin de curso, formado por una barca y unas olas blancas pintadas sobre cart¨®n piedra que puede derribarse (como luego sucede) con una leve presi¨®n de la mano o un puntapi¨¦. Con su caracter¨ªstico af¨¢n intelectualista, Herheim deconstruye ¡ªo, casi mejor, destruye directamente¡ª la escena que acongoja siempre y en todo lugar a los espectadores de la ¨®pera cuando Grimes, sintiendo cada vez m¨¢s cerca el tambor de Hobson y el aliento y la saliva de sus vecinos y depredadores dispuestos a acabar con ¨¦l, acucia al ni?o para echarse los dos a la mar. Tras resbalarse en las rocas, el aprendiz cae al agua y se ahoga. Est¨¢ en manos de cada uno decidir a qui¨¦n atribuir la responsabilidad moral de esa muerte.
Stefan Herheim opta por presentar los hechos de otra manera radicalmente diferente. La presi¨®n creciente que llega del exterior desaparece por completo, porque nadie est¨¢ acerc¨¢ndose a la caba?a: todos se encuentran ya all¨ª, sentados en sus sillas como en un cine (se proyecta un v¨ªdeo en el que se ve el cad¨¢ver de un ni?o cayendo al fondo del mar) o un teatro, lo cual es dif¨ªcil de digerir desde una m¨ªnima l¨®gica dramat¨²rgica. Todo el pueblo ve y oye el mon¨®logo del pescador en su caba?a. Pero quien cae finalmente al mar no es el ni?o, sino el propio Grimes, que se arroja, cual Senta en El holand¨¦s errante, por el gran ventanal situado a la izquierda del escenario, el mismo que nos hac¨ªa llegar el sonido del mar y los graznidos de las gaviotas dos horas antes. Al poco suena el grito de un ni?o, que, en vez de provocar la punzada en el est¨®mago habitual, se convierte en un sonido incomprensible y divorciado por completo de cuanto acabamos de ver.
La cosa no termina ah¨ª. El aprendiz aparec¨ªa vestido al comienzo del segundo acto con un traje blanco impoluto, como de primera comuni¨®n, en radical disonancia con el resto del vestuario y un gesto tan kitsch como el cielo estrellado en el mon¨®logo astrol¨®gico de Grimes en la taberna en el primer acto o el citado decorado del final del segundo. En la caba?a, el ni?o sigue llevando ese mismo traje, aunque ahora empapado y sucio. Durante el quinto interludio es Peter quien viste uno id¨¦ntico, tambi¨¦n manchado y mojado, abund¨¢ndose con ello en lo que parece ser un ejercicio de m¨ªmesis con su aprendiz. Y, rizando el rizo, el ni?o reaparece por la misma ventana por la que se hab¨ªa tirado poco antes Grimes, vestido con la misma camiseta y calzoncillo con que lo hab¨ªamos visto durante el primer interludio. ?Qui¨¦n es qui¨¦n? La muerte de un ni?o (y estos d¨ªas sabemos de muchas, aun sin verlas, con espanto) no deber¨ªa prestarse a piruetas intelectuales. Herheim, que tiene otros grandes aciertos en su montaje (como esa luna que va eclips¨¢ndose poco a poco cuando Ellen descubre el cardenal del ni?o en el cuello y acaba oscurecida por completo justo en el momento en que aparece Grimes), sale trasquilado del experimento, que atenta ¡ªnunca mejor dicho¡ª contra la l¨ªnea de flotaci¨®n y el cenit dram¨¢tico de la ¨®pera de Britten. Si quer¨ªa mostrar la identificaci¨®n o solidaridad de Grimes con su aprendiz, o su deseo de redimirse por ¨¦l cual Jesucristo (hay varios fugaces apuntes esc¨¦nicos en este sentido, como cuando lo carga sobre sus hombros como si trasladara su cruz camino del G¨®lgota), o simplemente presentarlo como una encarnaci¨®n del bien y la inocencia (el color blanco) frente a las fuerzas del mal, Herheim y sus experimentos fracasan dolorosamente.
En el tercer acto se ilumina de golpe toda la sala, convirtiendo al p¨²blico en parte de la obra cuando, justo antes de la escena de la locura del protagonista, el coro vocifera tres veces su nombre: todos somos Peter Grimes (del mismo modo que todos somos estos d¨ªas Ucrania y los ucranianos). Es un recurso conocido, pero que le funciona muy bien al director noruego. Menos comprensible es, de nuevo, la presencia del pueblo en escena cuando Balstrode aconseja al pescador que hunda su barca en alta mar, ya que no le queda otra salida posible. Tampoco resulta cre¨ªble que, poco despu¨¦s, Ellen intente remedar ¡ªesta vez ella¡ª a Senta, dispuesta a arrojarse al mar de no ser retenida por Auntie y Mrs. Sedley. Es un broche magn¨ªfico, sin embargo, que, como corolario de todas las veces en que uno u otro personaje corren y descorren el tel¨®n azul del teatrillo (el ¨²ltimo en hacerlo es el capit¨¢n Balstrode, cuando la imagen de Grimes se pierde por el fondo, camino del mar), sean al final Swallow y el p¨¢rroco ¡ªrepresentantes del orden legal y el espiritual¡ª quienes cierren el aut¨¦ntico y gigantesco tel¨®n rojo de la Bayerische Staatsoper. Apagadas entonces las luces, s¨®lo se ve la llama de la peque?a vela mortuoria que hab¨ªa depositado poco antes el p¨¢rroco, junto a una flor, sobre la caja del apuntador. Imposible saber si en memoria del ni?o o de Peter Grimes, en caso de que sean realmente distinguibles, y en el supuesto de que haya muerto realmente alguno de ellos.
En el apartado musical hay, asimismo, luces y sombras. El mayor fulgor llega del foso, con una direcci¨®n irreprochable de Edward Gardner, un gran conocedor de la obra, que la ha dirigido en la English National Opera y grabado con la Filarm¨®nica de Bergen. Aqu¨ª cuenta con la mejor orquesta de las tres y no hay un solo momento en el que deje de prender nuestro inter¨¦s. Su Britten es intenso, incisivo, delicado, punzante, violento por momentos. El director musical titular del teatro, Vlad¨ªmir Jurowski, sigui¨® la representaci¨®n desde un palco de proscenio y se lo ve¨ªa m¨¢s pendiente de las evoluciones de sus instrumentistas en el foso que de lo que acontec¨ªa sobre el escenario. Debi¨® de sentirse satisfecho, porque es dif¨ªcil sacar un mayor partido orquestal de la partitura, con el coro rayando a casi id¨¦ntica altura en un cometido plagado de exigencias.
Ninguno de los integrantes de la pareja protagonista consigui¨® brillar a ese nivel. Stuart Skelton, que cant¨® el personaje con Gardner en Londres (en un magn¨ªfico montaje de David Alden, tan ligado a M¨²nich), es un tenor heroico con muchos Wagner ya sobre sus espaldas y una tipolog¨ªa vocal muy diferente de la de Peter Pears, para quien Britten escribi¨® el papel. Como cab¨ªa prever, el australiano se siente a¨²n razonablemente c¨®modo en los pasajes m¨¢s dram¨¢ticos, pero no logra imprimir expresividad a los m¨¢s l¨ªricos ni puede con las notas m¨¢s agudas, aquellas en las que Pears luc¨ªa su f¨¢cil y milagroso falsete. Tambi¨¦n es un actor limitado y su volumen f¨ªsico le impide moverse con agilidad en momentos que as¨ª se requiere. En el Pr¨®logo qued¨® tempranamente de manifiesto que su voz no se entiende bien con la de Rachel Willis-S?rensen, la soprano que da vida a Ellen Orford. La estadounidense solo consigui¨® algunas chispas de emoci¨®n en la primera escena del tercer acto, cuando se siente acosada por sus vecinos. El resto del tiempo se mostr¨® cumplidora y entregada, pero con un canto impersonal, demasiado insulso, y sin lograr dibujar un personaje cre¨ªble y, sobre todo, capaz de granjearse empat¨ªas.
Iain Paterson imprime m¨¢s autoridad al capit¨¢n Balstrode con su actuaci¨®n que con su canto, mientras que Brindley Sherratt (el inolvidable Claggart del Billy Budd del Teatro Real) derrocha excelencia en ambos cometidos. Jennifer Johnston es una autoritaria, altiva, recelosa y entrometida Mrs. Sedley (perdonada al final por Herheim, esta vez con Ellen Orford como instrumento redentor) y Konstantin Krimmel se muestra eficaz, sin m¨¢s, como Ned Keene, mientras que Claudia Mahnke se luce como Auntie, un personaje al que Herheim dota de una singular, y acertada, relevancia. El straussiano cuarteto que canta Mahnke junto a sus sobrinas y Ellen al final de la primera escena del segundo acto (con todas las dem¨¢s mujeres en el escenario, para variar, hay que imaginar que para convertirlo en una proclama colectiva de g¨¦nero) fue uno de los mejores momentos, musicalmente hablando, de la representaci¨®n. Casi como prueba inequ¨ªvoca de los continuos sobresaltos que han debido de vivirse durante la fase de ensayos, en el estreno hubo peque?os deslices y desajustes t¨¦cnicos en escena absolutamente infrecuentes en M¨²nich, cuyo teatro de ¨®pera es, por regla general, y d¨ªa tras d¨ªa, un mecanismo de precisi¨®n.
Peter Grimes se ha representado en enero en la Staatsoper de Viena con un tr¨ªo de lujo: Jonas Kaufmann, Lise Davidsen y Bryn Terfel. El mes que viene podr¨¢ verse en la Royal Opera House de Londres, en el mismo montaje y con un reparto casi id¨¦ntico que la producci¨®n dirigida por Deborah Warner que se vio en el Teatro Real el a?o pasado. La ¨®pera de Britten no pierde vigencia y sigue prest¨¢ndose a encontrar nuevos significados en su infinidad de recovecos y zonas de sombra. Pero la virtud que m¨¢s resuena estos d¨ªas es la que figura en aquella dicotom¨ªa que esgrimi¨® su autor en la declaraci¨®n firmada que present¨® como objetor de conciencia en unos tiempos tan oscuros como los que vivimos y sufrimos estos d¨ªas: la creaci¨®n frente a la destrucci¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.