Tres ortegas
Para hablar seriamente sobre los toros hay que separarse lo m¨¢s posible del ruido pol¨ªtico, del jolgorio popular, de la plaza incluso, y ponerse a pensar un poco con los codos sobre la mesa
Parecida a la paloma com¨²n, la ortega es un ave algo m¨¢s robusta, que anida en tierra y ama los pedregales. Pero las ortegas que traigo hoy a este lugar pertenecen a otra especie. Tambi¨¦n vuelan, pero en un espacio superior. Y aqu¨ª las une una actividad humana de lo m¨¢s infrecuente, la tauromaquia.
El primer vuelo le pertenece a Rafael S¨¢nchez Ferlosio, quien le escribi¨® al torero Rafael Ortega Un as de espadas, que es como titul¨® el art¨ªculo dedicado al matador y recogido en Interludio taurino (El Paseo). Es uno de los mejores art¨ªculos jam¨¢s escritos sobre el toreo y todos los dem¨¢s del libro demuestran hasta qu¨¦ punto un gran escritor es inconfundible y lo que ahora abunda es modesta calderilla.
El abuso pol¨ªtico de la tauromaquia ha trivializado un asunto que merece las mejores cabezas y la m¨¢s elevada prosa. Como esta (Rafael Ortega): ¡°Compon¨ªa una figura tocada por esa luz din¨¢mica en que la piedra puede volverse liviana como la tela y la tela puede cobrar peso de piedra: la luz inconfundible del barroco¡±. Ferlosio comparaba la unidad de toro y torero con el Laocoonte. Ya lo hab¨ªa anunciado cuando escribi¨®: ¡°La ver¨®nica de Rafael Ortega era a la ver¨®nica de Curro Romero lo que la escultura de Bernini a la de Donatello¡±.
A pesar de su trivializaci¨®n pol¨ªtica, el arte del toreo sigue siendo una de las bellas artes, pero no todo el mundo puede apreciarlo. Ferlosio tambi¨¦n tuvo sus furias antitaurinas, pero nunca trivializ¨®. Hace falta mucha inteligencia para juzgar un arte. Pues eso es lo que ten¨ªa y a¨²n le sobraba a Jos¨¦ Ortega y Gasset, mi segunda ortega, para levantar el vuelo en los admirables art¨ªculos recogidos como La caza y los toros (Renacimiento), reeditados ahora por la escasez de las ediciones anteriores. Tambi¨¦n mi segunda ortega distingue entre el espect¨¢culo (o la fiesta) y el arte. Dice: ¡°De lo que pasa entre toro y torero solo se entiende f¨¢cilmente la cogida. Todo lo dem¨¢s es de arcana y sutil¨ªsima geometr¨ªa o cinem¨¢tica¡±. Pasa luego a hablar del toro primigenio (el uro) para explicar el milagro de que a¨²n queden toros bravos en un rinc¨®n del mundo. De este animal originario, cuando ya se hab¨ªa extinguido, se conservaba una pieza viva guardada en su parque de Berl¨ªn por el rey de Prusia. Y fue Leibniz quien le recomend¨® que lo hiciera retratar antes de su p¨¦rdida. Eso era en 1712, pero el insaciable instinto cognitivo de Ortega acab¨® conduci¨¦ndole a la ¨²nica figura conocida de aquel uro, editada por Hilzheimer en 1950. Y, efectivamente, tiene un inconfundible aire espa?ol, por as¨ª decirlo.
No busque usted, sin embargo, la l¨¢mina del uro en la edici¨®n de las obras completas. Asombrosamente, no viene. Solo la encontrar¨¢ en la antigua edici¨®n de Austral, si a¨²n quedan ejemplares en los vendedores de viejo.
Alg¨²n espabilado me estar¨¢ diciendo: ¡°Pero eso son dos ortegas, ?y la tercera?¡±. Pues la tercera es Domingo Ortega, sin relaci¨®n alguna ni con Rafael ni con Jos¨¦. Fue el dign¨ªsimo autor de un libro emblem¨¢tico, El arte del toreo, publicado por Revista de Occidente en 1950, y que vino adornado con el art¨ªculo de Ortega y Gasset Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro, a modo de ep¨ªlogo. Con lo que cierro el vuelo de las ortegas.
He aqu¨ª que para hablar seriamente sobre los toros hay que separarse lo m¨¢s posible del ruido pol¨ªtico, del jolgorio popular, de la plaza incluso, y ponerse a pensar un poco con los codos sobre la mesa.
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