Constantinopla: la puerta de San Romano est¨¢ a desmano
Una visita a Estambul permite recorrer escenarios del asedio y ca¨ªda de la vieja ciudad bizantina y hacer nuevas amistades
Desayun¨¢bamos fuerte en la embajada y naveg¨¢bamos el B¨®sforo entre Europa y Asia hacia el mar de M¨¢rmara, observando volar y zambullirse a los cormoranes, para desembarcar luego en la entrada del Cuerno de Oro y pasear por el coraz¨®n de Estambul antes de quedar a comer con amigos. Aunque parezca mentira, este ha sido el plan que hemos tenido unos d¨ªas Guillermo Altares y yo, convertidos en la extra?a pareja y pellizc¨¢ndonos (cada uno a s¨ª mismo) para creernos que era verdad, t¨², que nos hab¨ªamos colado en una vida tan distinta a la nuestra habitual. ¡°Oye, ?no te sientes como un personaje de Lawrence Durrell?¡±, dec¨ªa Guillermo, acodado tan ricamente en la barandilla de la motonave, chupando displicentemente una delicia turca mientras ve¨ªamos pasar embajadas, mezquitas, puentes y palacios (y baqueteados cargueros ucranios procedentes del mar Negro) en nuestra tranquila singladura desde B¨¹y¨¹kdere. La bandera turca flameaba a popa poniendo una nota de rojo, luna y estrella en la lenta espuma de nuestra estela.
Pues s¨ª, ya quisi¨¦ramos ser gente de esa, Darley, Mountolive o Pursewarden, aunque cuadr¨¢bamos m¨¢s en la categor¨ªa de personajes pillastres de Eric Ambler, que no en balde escribi¨® (adem¨¢s de La m¨¢scara de Dimitrios) La luz del d¨ªa, llevada al cine como Topkapi, que era uno de los sitios ¨Del palacio¨D que, precisamente, ¨ªbamos a visitar. Vamos, que s¨®lo nos faltaba Akim Tamiroff en el grupo.
Hab¨ªamos viajado a Estambul no para robar la daga de Mahmud I (inicialmente), sino para una actividad organizada por la Embajada de Espa?a en Turqu¨ªa: una conversaci¨®n sobre periodismo cultural que se desarroll¨® en el Instituto Cervantes de la ciudad. Nos aloj¨¢bamos en la residencia de verano de la embajada, uno de los edificios diplom¨¢ticos m¨¢s bellos de Estambul, un palacete de 1854 obra de los hermanos Fotassi con vistas al B¨®sforo y maravillosamente decadente. Dado que el anfitri¨®n, el embajador Javier Hergueta, promovi¨® un dress code y un ambiente desenfadados (sin etiqueta alguna ni Ferrero Rocher) nos sentimos como en casa (?y qu¨¦ casa!). M¨¢s a¨²n porque tomando una copa en el jard¨ªn, Hergueta me explic¨® que all¨ª mismo hab¨ªa estado el almirante Canaris, el jefe de la Abwehr, la inteligencia militar del III Reich (y hab¨ªa empezado su ca¨ªda a ra¨ªz de la defecci¨®n del matrimonio Vermehren, llevados por un submarino brit¨¢nico).
Hergueta sabe c¨®mo captar tu inter¨¦s, ya sea habl¨¢ndole a Guillermo de Mladic o de los misiles Patriot o a m¨ª de Lola, una camella terca que ten¨ªa durante su destino en Yemen y a la que trataron infructuosamente de lavar con champ¨² Ra¨ªces y Puntas los miembros de las fuerzas especiales que proteg¨ªan la embajada. Me cont¨® que entonces ten¨ªa hasta 66 hombres armados y le dije que, caramba, podr¨ªa haber aprovechado para hacerse all¨¢ abajo un reino propio, como Brooke, Mayrena o Dravot: no pareci¨® sorprenderle la idea. Dado que en la residencia estaban tambi¨¦n el agregado cultural, Jos¨¦ Luis Mart¨ªn-Yag¨¹e; el jefe de prensa y consejero de diplomacia p¨²blica, Gregorio Laso, y la escritora y poeta Rosa Cuadrado, autora del precioso libro Estambul inesperado, realmente la atm¨®sfera era muy durrelliana, aparte de la estupenda tortilla de patatas de la embajada y que dif¨ªcilmente se reunir¨ªan en toda Turqu¨ªa tantos admiradores de Lawrence de Arabia.
Jos¨¦ Luis coment¨® que hab¨ªa visto un jaguar (en la selva amaz¨®nica, no en Estambul) y lo sabroso que es el pangol¨ªn asado, y no s¨¦ qui¨¦n record¨® que los eunucos imperiales turcos se reconvirtieron con Atat¨¹rk en cobradores de tranv¨ªas. Ese era el ambiente. En fin, por la ma?ana, como dec¨ªa, bien desayunados, nos ¨ªbamos a nuestros compromisos Guillermo y yo, que consist¨ªan en ver todo lo que nos apetec¨ªa de Estambul. Tom¨¢bamos un ferry que parec¨ªa salido de un ¨¢lbum de Tint¨ªn y pas¨¢bamos casi dos deliciosas horas navegando frente a las preciosas villas del lado europeo, con las pardelas rozando con las alas las c¨²spides de plata de las olas, hasta llegar al muelle de Eminonu y desparramarnos en busca de alegr¨ªas, culturales por supuesto. ¡°Os doy la ciudad para que la disfrut¨¦is como un banquete¡±, anim¨® el Conquistador a sus soldados, areng¨¢ndolos para el ¨²ltimo asalto: ese era el esp¨ªritu.
En Santa Sof¨ªa el ambiente ha cambiado mucho desde que Erdogan la ha convertido en mezquita (hasta agosto de 2020 era un museo). Curiosamente, ha perdido solemnidad y la fea moqueta verde le da un aire como del S¨®nar, m¨¢s a¨²n porque la gente se estira como si estuvieran de p¨ªcnic. Pasada la Sublime Puerta en obras visitamos el estupendo Museo Arqueol¨®gico y luego entramos en el palacio de Topkapi, m¨¢s atra¨ªdos por la armer¨ªa que por el serrallo (hay que pagar una entrada extra y ya no hay odaliscas). Vimos en la primera hermosas espadas, entre ellas la de Mehmed II (de tan mal recuerdo para su bella esclava Irene), mazas, arcos, escudos, cascos¡ Y fuera, en los jardines, junto a cornejas cenicientas y gorriones, los omnipresentes min¨¢s comunes, esos bonitos p¨¢jaros asi¨¢ticos de pico y anteojos amarillos. En cambio, no encontramos el c¨¦lebre manto del Profeta, ausente sin explicaci¨®n de su vitrina en las salas de Reliquias. Cruzamos al lado asi¨¢tico de la ciudad luego para una comida con los periodistas Andr¨¦s Mourenza y Mikel Ayestaran, de los que te sorprende, vistas su capacidad de an¨¢lisis y su valent¨ªa ante los riesgos (Mikel se volv¨ªa ya a Kiev, v¨ªa Moldavia) no s¨®lo tener el mismo oficio, sino pertenecer a la misma especie.
Bueno, pero yo tambi¨¦n iba a hacer periodismo de guerra. De guerra algo vieja por eso. Entre mis muchos planes B para el viaje estaba satisfacer una de mis obsesiones constantinopolitanas: encontrar y visitar por fin uno de los tramos de la antigua muralla en la que hubo m¨¢s traj¨ªn cuando cay¨® la ciudad en la nefasta fecha (no para los turcos) del 29 de mayo de 1453. La puerta de San Romano est¨¢ a desmano y cuando recorres la muralla de Teodosio, que cierra el lado de tierra de Estambul, seis kil¨®metros entre el mar de M¨¢rmara y el Cuerno de Oro, todo el pa?o te parece igual. Pierre Loti dec¨ªa que era el lugar m¨¢s triste del mundo. Consegu¨ª arrastrar conmigo a Guillermo, Jos¨¦ Luis, Gregorio y Seljuk, los cuatro con la guardia baja despu¨¦s del almuerzo. Yo es que es llegar a Estambul y enloquecer con la muralla como otros con la comida turca. He visitado varios lugares importantes, pero la puerta de San Romano (o del ca?¨®n) es la zona cero po¨¦tica del asalto: donde el ¨²ltimo emperador bizantino Constantino Pale¨®logo ech¨® el resto y cay¨® peleando, y donde se produce el momento culminante de El ¨¢ngel sombr¨ªo, la hermosa novela de Mika Waltari sobre la ca¨ªda de Constantinopla.
Tras confundirnos varias veces, acabamos dando con la puerta, el Last Stand del postrer porfirogeneto de la ¨²ltima Roma. En el acceso de la puerta, desde dentro de la muralla, se alzan a lado y lado dos impresionantes estatuas de guerreros turcos, jen¨ªzaros, para dar el ambiente marcial que resta, en cambio, un vecino jard¨ªn p¨²blico. La gente, que desciende del tranv¨ªa afuera, atraviesa el paso sin prestar ninguna atenci¨®n. Esa puerta que marc¨® tantos destinos. La brecha, el lugar donde todo acaba, el amor y Bizancio. El ¨²ltimo resplandor. Hay muchos gatos, gatos de Estambul, de aire recio y resabiado. Mis acompa?antes deambularon sin tampoco especial emoci¨®n. Mientras, yo apuraba el tiempo que me era concedido (como hizo Juan Angelos) degustando cada minuto, releyendo los pasajes de mi viejo ejemplar de la novela de Waltari, soplando sobre las ascuas de los viejos fulgores. ¡°Nos encontramos en la puerta de San Romano como prometiste, ni siquiera sab¨ªa d¨®nde se hallaba, pero el destino me ha tra¨ªdo a ella¡±. Aleo e polis!, la ciudad est¨¢ perdida, redoblan los tambores de los jen¨ªzaros y refulgen sus cimitarras r¨¢pidas como el rayo. En el terreno fuera de la muralla una mujer vaci¨® una bolsa llena de pan viejo y cientos de gaviotas se cernieron sobre ella y se lanzaron a tierra entre grandes chillidos. Las alas subieron y bajaron como los gorros de los jen¨ªzaros atravesando la brecha de la muralla y la puerta de San Romano.
M¨¢s tarde fuimos al Instituto Cervantes. Hablamos ante un p¨²blico muy entregado y amable de la teor¨ªa y la pr¨¢ctica del periodismo cultural, de sus grandezas y miserias. Nos pusimos serios e hicimos re¨ªr (bastante). Contestamos algunas preguntas -?cu¨¢l ha sido su peor experiencia?, ?el entrevistado m¨¢s dif¨ªcil?, ?qu¨¦ piensa de la IA?- y el ¡°conversatorio¡± se cerr¨® con aplausos, cosa que no dej¨® de sorprendernos. Rematamos la velada en una de las c¨¦lebres pasteler¨ªas de la calle Istiklal ante unas tartas del tama?o de los proyectiles del ca?onero de Mehmet, Orban. Pero nada pudo endulzar el hecho de que el bolo se acababa, y de que nos marchar¨ªamos de Estambul dejando s¨®lo la huella de nuestra sombra en las calles de la ciudad, las piedras de las murallas, las aguas espejeantes del B¨®sforo y el recuerdo de los amigos.
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