El secreto placer de quedarse atr¨¢s
Miguel hab¨ªa dejado de leer la ¨²ltima novedad que sal¨ªa a las librer¨ªas. Por nada del mundo volver¨ªa a hacer un sacrificio semejante de leer el ¡®Ulises¡¯ de Joyce solo por poder decir que lo hab¨ªa le¨ªdo
Conduc¨ªa su coche por una carretera de Valencia de doble sentido y simplemente por una vez se reprimi¨® el impulso de adelantar al veh¨ªculo que iba delante. Pudo haberlo hecho con suma facilidad, como tantas veces. Con solo apretar la suela del zapato su coche habr¨ªa salido disparado sin ning¨²n peligro. Adelantar, siempre adelantar era su objetivo en todos los ¨®rdenes de la vida, pero en este viaje hab¨ªa decidido reducir la marcha para contemplar el paisaje. Por supuesto, otros coches que ven¨ªan detr¨¢s le ped¨ªan paso y Miguel experimentaba un placer hasta entonces desconocido al poner el intermitente hacia la derecha para facilitarles la maniobra de adelantamiento. Algunos camioneros se lo agradec¨ªan con el claxon, otros automovilistas le insultaban de viva voz por ir tan despacio, pero Miguel contemplaba el campo de girasoles, o la colina peinada de verde por el trigo en primavera o simplemente se met¨ªa en sus pensamientos o conduc¨ªa sin pensar en nada. Fue una sensaci¨®n placentera, sin importancia, pero Miguel decidi¨® aplicarla a la forma de vivir, hasta el punto que su futuro se dividi¨® en dos, antes y despu¨¦s de aquel viaje.
Esta experiencia le llev¨® a asumir que no pasaba nada si admit¨ªa que hab¨ªa escritores que iban delante, que ten¨ªan m¨¢s ¨¦xito, m¨¢s premios, m¨¢s talento, m¨¢s reconocimiento oficial, m¨¢s medallas, academias y otros honores. Todos los d¨ªas, al mirarse al espejo para afeitarse, Miguel hac¨ªa un acto de humildad. Empezaba por reconocer la destrucci¨®n de su rostro. Era un viejo, sin m¨¢s. Por todas partes la juventud constitu¨ªa un glorioso paisaje que Miguel ten¨ªa que atravesar. Durante muchos a?os lo hab¨ªa hecho con cierto resentimiento, si bien al final acab¨® acept¨¢ndolo como un n¨¢ufrago que llegaba todos los d¨ªas a la orilla y se salvaba. Era evidente que su tiempo hab¨ªa pasado, pero todos estos j¨®venes quer¨ªan llegar a viejos y ¨¦l ya ha llegado. Aquel deleite que un d¨ªa sinti¨® en la carretera al no adelantar a los coches de peores marcas que le preced¨ªan era el mismo que sent¨ªa ahora cuando alg¨²n escritor joven le ped¨ªa paso y Miguel pon¨ªa el intermitente hacia la derecha e incluso bajaba el cristal de la ventanilla y sacaba la mano para indicarle que ten¨ªa la v¨ªa expedita. Y por nada del mundo se le hubiera ocurrido entrar en competici¨®n.
Esta agradable sensaci¨®n de quedarse atr¨¢s la aplic¨® a la cultura. Hab¨ªa dejado de leer la ¨²ltima novedad que sal¨ªa a las librer¨ªas. Por nada del mundo volver¨ªa a hacer un sacrificio semejante de leer el Ulises de Joyce solo por poder decir que lo hab¨ªa le¨ªdo. En principio se sinti¨® liberado de tener que estar al corriente de lo que hab¨ªa que saber para opinar en las tertulias. Experimentaba gusto secreto cuando le preguntaban por la novela de moda y dec¨ªa ¡°no la he le¨ªdo¡± o por la ¨²ltima pel¨ªcula de ¨¦xito y dec¨ªa ¡°no la he visto¡±. Se hab¨ªa quedado en el cine negro y en la comedia americana, repet¨ªa con sorna. Hab¨ªa vendido y regalado gran parte de su biblioteca, que ahora se compon¨ªa tan solo de 200 vol¨²menes imprescindibles. En su casa ya no entraba un libro m¨¢s. Hab¨ªa decidido comenzar a releer todo lo que hasta entonces le hab¨ªa gustado. Los Ensayos de Montaigne fue el primer volumen que acudi¨® al rescate. Al tomarlo en las manos sinti¨® que ten¨ªa un poso ganado por el tiempo. Volvi¨® a Crimen y castigo, a Guerra y paz, a Madame Bovary, a la Eneida, a las Odas de Horacio y por ah¨ª todo seguido hacia los libros de aventuras que le recordaban su adolescencia, los de la colecci¨®n Austral que le llevaban a la hamaca de los veranos de su juventud. Saborear un vino viejo le daba el mismo gusto. A veces, al caer de la tarde, le¨ªa unos tercetos de la Divina Comedia con los labios h¨²medos de su licor preferido.
Por otra parte, se sent¨ªa un ser anal¨®gico. Hac¨ªa ya tiempo que se hab¨ªa quedado atr¨¢s, a esta orilla del r¨ªo digital. Se hab¨ªa convertido en un torpe que a cada hora reclamaba la ayuda de su hija o de sus nietas para que le sacaran del atolladero en que se hab¨ªa metido con el ordenador. Pero sab¨ªa que en esta parte del r¨ªo hab¨ªa muchas cosas que aprender todav¨ªa de los perros, de los p¨¢jaros, de los insectos y de las nefastas pasiones de los humanos. Miguel sent¨ªa una armon¨ªa interior al quedarse atr¨¢s, donde estaban las cuatro estaciones del a?o con sus flores y sus frutos.
Cuando la ansiedad le hac¨ªa sentirse un fracasado o un escritor que no hab¨ªa llegado a la meta, para consolarse, Miguel siempre recordaba lo que hab¨ªa dicho Borges: ¡°Todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes¡±. En este estadio de su vida cultivaba la amistad de unos seres que se tomaban la vejez con iron¨ªa y los acompa?aba en la conquista de peque?os placeres a los que ten¨ªan derecho. Nada de nostalgia, solo un poco de melancol¨ªa, como las gotas de angostura que impulsan hacia la perfecci¨®n a los martinis secos.
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